El 9 de noviembre el Congreso decidió por mayoría destituir por la causal de incapacidad moral permanente al presidente Martín Vizcarra. Esta decisión confirma lo que ha sido una regla en nuestra práctica constitucional: siempre que el presidente no ha tenido mayoría en el Congreso (absoluta o relativa) no ha podido concluir su mandato.

Las razones en las que se basó el Congreso fueron: i) que el presidente Vizcarra estaría involucrado en gravísimos actos de corrupción durante su gestión como gobernador regional de Moquegua y ii) que, en esas condiciones, su presencia no era una garantía para que el proceso electoral de abril próximo se desarrolle de forma imparcial y transparente. Ninguna de estas acusaciones ha sido corroborada hasta ahora.

¿El sistema jurídico peruano permite destituir a un presidente con base en indicios o sospechas (poco o muy) razonables? Dos artículos de la Constitución ayudan a entender los alcances de esta problemática. Estos son el artículo 113 que regula los supuestos por los que procede la vacancia del presidente y el 117 que regula los supuestos por los que es posible acusarlo constitucionalmente durante su mandato. La vacancia y la acusación constitucional son figuras jurídicas distintas. La primera alude a la extinción, por lo general, por razones objetivas del mandato presidencial, como la incapacidad física del presidente o su fallecimiento. Por su parte, la segunda alude a supuestos que son susceptibles de una valoración política, como cerrar arbitrariamente el Congreso o impedir la reunión o funcionamiento de los demás poderes del Estado. 

Ahora bien, el artículo 113 referido a la vacancia prevé un supuesto que establece que el presidente cesa en el cargo por su “permanente incapacidad moral”. Las preguntas que esta disposición suscita son: ¿cómo deben entenderse los términos permanente o moral?, ¿basta con la opinión del Congreso? y ¿dicha valoración es susceptible de control constitucional?

Esta discusión no es nueva entre nosotros. En el Perú la figura de la incapacidad moral permanente se remonta al siglo XIX. En ese entonces, esta era entendida como incapacidad mental (alguien que adolece de una perturbación que le impide ejercer el cargo de forma mínimamente adecuada). Con el paso del tiempo, esta interpretación histórica ha perdido asidero y ha sido reemplazada por otra, según la cual significa incurrir (o haber incurrido) en actos deleznables que atentan de manera grave contra la dignidad del cargo. 

El problema con esta segunda interpretación es que no existen parámetros objetivos para determinar cuándo estamos ante un comportamiento de este tipo. Se trata, pues, de un concepto jurídico indeterminado que la representación nacional ha invocado reiteradamente con base en criterios políticos, antes que jurídicos. 

Algunos autores, entre ellos, los profesores Betzabe Marciani y Enrique Sotomayor, consideran que sí cabe establecer estándares objetivos para interpretar los alcances de la incapacidad moral permanente. Ellos sostienen que estaríamos ante ese supuesto:

“[…] cuando el accionar del presidente se encuentra reñido con algún estándar de moralidad crítica proveniente de alguna teoría moral racional, y que ha pasado por el tamiz del análisis de ciertas justificaciones que podrían limitar su uso (es decir, si no estamos ante una excepción legítima, que cambia el orden de justificaciones).”

Otros autores, por el contrario, consideran que la incapacidad moral permanente remite a una valoración estrictamente política. Una interpretación distinta pondría en cuestión el principio de contrapeso de poderes y la autonomía del Parlamento a la hora de ejercer el control político del gobierno. Así, por ejemplo, Castillo Córdova señala que: “[…] se trata de una atribución política por la naturaleza del órgano que la titulariza, por el contenido de la atribución, y por la naturaleza del destinatario de la acción que permite la atribución” 

Lo polémico en el caso del presidente Vizcarra es que su destitución se dio con base en acusaciones que aún no han sido corroboradas. Estas, si bien deben ser objeto de una investigación fiscal minuciosa, no ameritan un desenlace como este, sobre todo en momentos en los que el Perú atraviesa una de las emergencias sanitarias y económicas más devastadoras de su historia y se apresta a asistir a un proceso electoral para reemplazar a sus representantes tanto en el Poder Ejecutivo como en el Parlamento.

La comunidad internacional ha expresado su preocupación por estos hechos. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha señalado, por ejemplo, que: “[…] este es el segundo proceso de vacancia presidencial presentado en el 2020 en contra del ex mandatario por la causal referida a “permanente incapacidad moral”, cuya falta de definición objetiva permite un alto grado de discrecionalidad que puede socavar el principio de institucionalidad democrática.”

Así las cosas, la vacancia del presidente Vizcarra parece ser válida desde un punto de vista estrictamente formal, pero cuestionable desde un punto de vista sustantivo. Esta cumplió con los requisitos procedimentales previstos en la Constitución y en el Reglamento del Congreso (plazos y quorum), pero no parece ser armónica con los principios de equilibrio y contrapeso de poderes. La vacancia le da al Congreso un potencial poder omnímodo -si no es acotado y debidamente controlado por los ciudadanos y los órganos jurisdiccionales independientes-, pues quien asume la Presidencia de la República es coincidentemente su autoridad máxima. Esto es consecuencia de las reglas de sucesión presidencial contempladas en el articulo 115 de la Constitución. Cuando los dos vicepresidentes de la República renuncian o son destituidos del cargo, quien asume el cargo es el Presidente del Congreso. En este caso tanto el Presidente Pedro Pablo Kuczynski como sus dos Vicepresidentes (Martin Vizcarra y Mercedes Araoz) renunciaron o fueron destituidos, por lo que la Presidencia de la República recae en este caso en el titular del Parlamento.

Los peruanos tenemos en lo inmediato la tarea imperiosa de exigirle al nuevo gobierno que cumpla con sus obligaciones constitucionales y políticas. Esto pasa por garantizar una transición ordenada, con elecciones libres e imparciales, y por contener el avance de la pandemia y reactivar la economía. Tras ello, deberemos repensar críticamente nuestro diseño constitucional e introducir reformas que contribuyan al fortalecimiento de la democracia y la gobernabilidad del país. 

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