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“El patriarcado es un juez, que nos juzga por nacer. Y nuestro castigo, es la violencia que no ves”, cantaban las chilenas en noviembre de 2019. El himno, “Un Violador en Tu Camino”, fue parte de una serie de manifestaciones a fines del año pasado, que demandaban, entre otras cosas, una nueva Constitución. 

El movimiento feminista chileno pronto llegaría al Congreso. “Nunca más sin nosotras fue el lema que, en marzo de 2020, se materializó en una reforma constitucional que aseguraría la paridad de género en uno de los mecanismos contemplados para redactar la nueva Constitución (la Convención Constitucional.) 

El 25 de octubre pasado, la ciudadanía chilena votó a favor tanto de una nueva constitución como de la Convención Constitucional. Dado el apoyo mayoritario—entre hombres y mujeres— con el que contaba la paridad de género en encuestas recientes, el voto a favor de la Convención puede ser interpretado como un voto a favor, entre otras cosas, de la paridad de género. 

Así, por primera vez en la historia del constitucionalismo moderno, “la exclusión fundacional de las mujeres” será remediada. El resultado en Chile es indudablemente una victoria significativa para el feminismo: la paridad de género podría abrir la puerta para una reconceptualización feminista de la Constitución chilena. 

¿En qué consistiría dicha reconceptualización feminista? En un conocido artículo, Hilary Charlesworth y Christine Chinkin argumentan que si las experiencias de las mujeres hubiesen contribuido a formar los valores internacionales, las normas de jus cogens y  de derechos humanos serían radicalmente distintas. Las normas internacionales, en otras palabras, tienen un género; su desarrollo ha privilegiado las experiencias de los hombres.

En términos similares, es razonable pensar que las normas constitucionales—especialmente aquellas relacionadas con normas internacionales de derechos humanos—se verían radicalmente alteradas si fuesen moldeadas por los intereses y las experiencias de las mujeres; si respondiesen a las formas “en que ser mujer es, en sí mismo, potencialmente mortal y a las formas especiales de protección legal que las mujeres necesitan para poder gozar del derecho a la vida.” Una constitución centrada en los intereses de las mujeres podría desafiar la idea misma de que dichos intereses son “especiales”, y que los de los hombres son el “estándar”. Esto podría beneficiar no sólo a las mujeres, sino también a otros grupos marginalizados. 

Tradicionalmente, las constituciones son vistas como claramente dentro del ámbito de lo público”, preocupadas principalmente de las relaciones entre el estado y la ciudadanía. Como es sabido, la dicotomía entre lo privado y lo público tiene implicancias significativas para las mujeres, cuyas vidas son, en parte importante, usualmente conducidas “fuera de la esfera pública”.

Es precisamente en la esfera “privada” donde las mujeres son frecuentemente maltratadas, silenciadas y marginalizadas, gravadas con responsabilidades de cuidado injustamente distribuidas, obligadas a llevar a término embarazos no deseados, violentadas, violadas y asesinadas. El estado no es la única—y a veces ni siquiera la principal—amenaza contra las mujeres. O más precisamente, el estado puede amenazar a las mujeres no sólo a través de las acciones de sus agentes—lo que ciertamente hacesino también a través de su silencio e inacción frente a la violencia cometida en la esfera “privada”. Un derecho constitucional a vivir libre de toda violencia contribuiría a desmantelar esta dicotomía, y es tan solo un ejemplo que ilustra cómo la definición misma de lo público y lo privado podría estar en juego en el proceso constituyente chileno. 

Una reconceptualización feminista de la constitución también podría cuestionar la división entre derechos civiles y políticos, por un lado, y derechos económicos y sociales, por el otro. La Constitución chilena actual reproduce esta división y da primacía, en términos de justiciabilidad a través de acciones constitucionales, a los primeros. Sin embargo, los derechos económicos y sociales tienen importancia especial para las mujeres. Está, por supuesto, la brecha salarial (que en el año 2016 en Chile era, en promedio, de un 31,7%). La pobreza está también feminizada y Chile no es la excepción.

La paridad de género en la Convención Constitucional podría abrir el camino para que la Constitución chilena incluya garantías en contra de la violencia sexual y doméstica, derechos de igualdad salarial, derechos reproductivos, un estándar mínimo de vida, cuotas de género y, en términos generales, igualdad de género (ya contemplada en la constitución actual). Cuáles son los mejores mecanismos para asegurar estas garantías es una pregunta abierta. Pero su inclusión en una nueva constitución tendría importancia expresiva en sí misma y también podría tener implicancias interpretativas y legislativas en el futuro. 

Hay, sin embargo, importantes desafíos por venir. Primero, la Convención Constitucional requiere un quórum de dos tercios de sus integrantes para la aprobación de normas. Desafortunadamente, intentos previos de legislar respecto al aborto y la violencia doméstica encontraron cierta resistencia por parte de algunos legisladores, quienes sugirieron durante el debate que “las mujeres mienten”. Esto quiere decir que las propuestas que afecten a las mujeres y que serán discutidas en la Convención deberán superar sesgos y normas misóginas que, como muestran estos ejemplos, subsisten en la cultura política chilena. 

Segundo, no es suficiente asegurar que habrá mujeres presentes. También debemos prestar atención a las dinámicas de poder que se generarán dentro de la Convención Constitucional, las cuales podrían reproducir estructuras patriarcales y estereotipos de género existentes en la sociedad. Estudios recientes demuestran que aproximadamente el 91% de los hombres y el 86% de las mujeres evidencian algún sesgo en contra de la igualdad de género en diversas áreas. Alrededor del 50% de hombres y mujeres entrevistados en 75 países piensan que los hombres son mejores líderes políticos que las mujeres. Aun cuando hay evidencia de progreso en Chile respecto de los sesgos de género, la representación de las mujeres en el Congreso está todavía por debajo del promedio en América Latina. 

En tercer lugar, los intereses y opiniones de las mujeres varían, incluso respecto de temas de género. Por ejemplo, una encuesta del 2018 señaló que 29,7% de las chilenas piensan que el aborto debiese estar prohibido en toda circunstancia. La división de las mujeres en base a creencias religiosas, las cuales pueden determinar posiciones respecto de derechos reproductivos, ha sido difícil de superar en otros procesos constituyentes. Esta preocupación es aún más urgente dado que Chile sigue siendo un país mayoritariamente cristiano.

La segmentación de las mujeres según sus creencias religiosas o sus concepciones políticas no es necesariamente indeseable. El pluralismo es, al fin y al cabo, esencial en una democracia. Sin embargo, dichas divisiones sí implican que ciertas normas constitucionales que son fundamentales para las aspiraciones feministas no tendrán apoyo unánime entre las mujeres de la Convención Constitucional. 

Cuarto, existen desafíos interseccionales que debemos tener presente, particularmente respecto de los derechos e intereses de la comunidad LGBTIQ+, personas con discapacidad, diversos grupos raciales y étnicos, clases sociales y pueblos originarios de Chile. Alrededor del 12,8% de la población chilena se identifica como perteneciente a uno de los pueblos originarios del país, pero la Convención no contempla, por ahora, cuotas relevantes en este aspecto. Chile es también un país profundamente desigual, por lo que es incierto si las mujeres podrán superar estas diferencias y actuar colectivamente, o si se dividirán en torno a ellas, en detrimento de grupos menos privilegiados.

Éste es precisamente el momento de evaluar cómo abordar algunos de estos desafíos. La igualdad de género y una reconceptualización feminista del orden constitucional no sucederán simplemente porque hay un número igual de hombres y mujeres en la Convención. Pero, aunque la paridad es insuficiente, es un paso importante en la dirección correcta: estudios han sugerido que mientras menor es el número de mujeres dentro de un grupo, menos probable es que éstas influyan y participen activamente en él.

Además, hay temas que probablemente generarán consenso entre las mujeres: aun cuando algunas mujeres se han beneficiado ocasionalmente de las estructuras patriarcales, todas las mujeres comparten la experiencia de vivir—y ser violentadas—en una sociedad patriarcal. Los índices de la OMS indican que el 29,8% de las mujeres en las Américas han sufrido algún tipo de violencia. Una vida sin violencia es, predeciblemente, una aspiración común de las mujeres, potencialmente capaz de trascender diferencias ideológicas. Lo mismo puede decirse respecto de la protección de menores de edad y de la discriminación de género.

Aun cuando existen sesgos misóginos arraigados en la sociedad, es posible intentar crear un ambiente en la Convención que no los reproduzca. Una forma de hacerlo es crear consciencia de que dichos sesgos existen, lo que podría hacerse en la Convención Constitucional chilena tras la elección de sus integrantes.

Finalmente, otras experiencias sugieren que las mujeres pueden impulsar agendas compartidas más efectivamente cuando tienen la oportunidad de desarrollar propuestas en conjunto y previamente a la discusión en asamblea. Integrantes feministas de la Convención podrían adoptar esta estrategia y utilizarla para construir alianzas respecto de derechos reproductivos y de la comunidad LGBTIQ+. 

El movimiento feminista chileno ha conseguido un logro fundamental al consagrar la paridad en la Convención Constitucional. A partir de ahora, la Convención será también un importante sitio de contestación feminista. 

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