La acumulación de todos los poderes, el legislativo, el ejecutivo y el judicial en las mismas manos, sean de uno o de muchos, y sea por herencia, autonombramiento o elección, puede enunciarse como la definición misma de la tiranía”

     James Madison

En días recientes el debate sobre la utilidad, necesidad y función democrática de los órganos constitucionales autónomos en México ha tomado relevancia derivada de los señalamientos (aquí), (aquí), (aquí) que desde las conferencias matutinas el presidente de la república realiza en contra de aquellos. Los considera innecesarios, caros y que realizan una función que bien podrían asumir las Secretarías de Estado sujetas a su línea de mando. Ello los ha puesto en el ojo del huracán ante las amenazas de presentar iniciativas de reforma constitucional que los abroguen, tal como sucedió en 2019 con la desaparición del Instituto para la Evaluación Educativa.  En este sentido, es pertinente el planteamiento sobre la necesidad constitucional de su existencia, la justificación administrativa de su actividad y la exigencia jurídica de su defensa.

Estas instituciones tienen su origen en Estados Unidos con las agencias y administraciones independientes y han proliferado alrededor del mundo  con distintas denominaciones: en Colombia como órganos autónomos e independientes; en España  como organismos autónomos; en Francia como autoridades públicas independientes y autoridades administrativas independientes, por citar algunos ejemplos. Nacieron como consecuencia de la diversificación de las funciones estatales y tareas de gobierno y su correspondiente especialización. La teoría clásica de separación del poder no fue suficiente para englobar el cúmulo de actividades que el Estado debía regular, por lo que desde finales del siglo XIX se comenzó a hablar de una cuarta función y el estado administrativo. Autores como Woodrow Wilson, Frank J. Goodnaw y William Willoughby  identificaron y definieron la función administrativa como una distinta de la ejecutiva. 

Por su parte, en México desde 1992 inició un fenómeno relacionado con la transferencia de funciones que históricamente se encontraban  en la rama ejecutiva para constituir órganos de alta especialidad técnica, con la cualidad distintiva de que fueran autónomos ante las injerencias de la política o de la actividad estatal/central. Durante los años 1992 y 1993, fueron tres los órganos que realizaron funciones de trascendencia mayúscula en la esfera federal y centralizada y que se transformaron en organismos autónomos: el Banco de México, encargado de regular la emisión y circulación de moneda y de la fijación de las tasas de interés; la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que como entidad autónoma, tiene a su cargo la investigación y el cuidado de las políticas en materia de protección de los derechos humanos; y el Instituto Federal Electoral (hoy INE), responsable de la organización de los procesos electorales.

Su autonomía constitucional es consecuencia de un proceso democratizador que pugnaba por abrir la actividad del Estado al escrutinio ciudadano y fue estableciendo los cimientos para que en el año 2000 se consumara la transición democrática de México. Conforme fueron enfrentando desafíos de cara a la consecución de su legitimidad, esos órganos se logran asentar como  instituciones autónomas del Estado, delimitando su margen de actuación en relación con entidades y dependencias y sobre todo con la ciudadanía, quien veía con buenos ojos que actividades de naturaleza tan sensible como la emisión del papel moneda, la protección de los derechos humanos y la organización de las elecciones estuvieran fuera de la órbita de la función ejecutiva, que históricamente las había utilizado para fines distintos en lo político y lo administrativo.  

Sin embargo, a partir del año 2013 se comenzó a desarrollar un fenómeno coyuntural de cara a la composición, estructura y funcionamiento del Estado mexicano. Con el llamado Pacto por México (2013)  –un intento de establecer una coalición de gobierno entre el Partido Revolucionario Institucional, el Partido Acción Nacional y el Partido de la Revolución Democrática, para lograr la aprobación de reformas estructurales de difícil consenso– se crearon grandes sistemas nacionales: el de transparencia, el de evaluación de la educación, de telecomunicaciones, de competencia económica, de evaluación de la política del desarrollo social y la procuración de justicia. Todos estos derivaron en la creación de un universo de autonomías institucionalizadas mediante cuatro nuevos órganos constitucionales. Para el año 2013 ya contábamos en el diseño institucional con diez instituciones de esta naturaleza: Banco de México, Instituto Nacional Electoral, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (abrogado), Instituto Nacional de Acceso a la Información y Protección de Datos, Instituto Federal de Telecomunicaciones, Comisión Federal de Competencia Económica, Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social y Fiscalía General de la República. Esta repentina proliferación dio luz a señalamientos sobre el papel que desempeñan y los controles a los que están sujetos.  

Hoy ese debate se vuelve a posicionar en la discusión pública porque la deficiencia en su diseño institucional los hace vulnerables ante las posturas que no los valoran como contrapesos al gobierno central y el control presidencial. Algunos hechos que refieren lo anterior son: 1. La remoción del secretario general del Coneval, organismo con base constitucional, cuya Ley reglamentaria aún no ha sido aprobada; 2. El proceso de designación de la Ombudsperson en 2019 fue polémico debido a su cercanía con el presidente; 3. Desde 2018 estos órganos han tenido una disminución significativa en su asignación presupuestal, dado que ésta depende de la conducta discrecional del presidente relacionada con el Presupuesto de Egresos. 

Esos órganos, como parte del universo de instituciones públicas, son perfectibles. La labor que realizan es un imperativo democrático, sin que por ello se debe caer en el exceso de defenderlos a sinrazón; lo que hay que buscar son elementos que coadyuven a su desarrollo y fortalecimiento institucional. La mejor forma de defenderlos es mejorarlos.

En este sentido se plantean cuatro propuestas para fortalecerlos: i) Homogeneizar sus diseños institucionales para potenciar su sujeción al control político que ejerce el Congreso. ii) Mejorar los procesos de selección de sus directivas de tal suerte que no estén sujetas al reparto de cuotas político-partidistas, sino a exámenes de ingreso para posicionar a los mejores perfiles en los órganos de dirección. iii) Promover la inclusión de servicios civiles al interior de sus estructuras burocráticas para quienes no lo tengan y asegurar la continuidad y mejora de los que sí lo poseen. iv) Buscar mecanismos efectivos de comunicación para que la sociedad los conozca, sepa las funciones y tareas que realizan y entienda la importancia y trascendencia de su labor.

Estos planteamientos se elaboran tomando en cuenta que los órganos constitucionales autónomos realizan funciones que, por su naturaleza, deben estar fuera del poder ejecutivo para lograr sus atribuciones constitucionales con autonomía jurídica, independencia política y eficacia administrativa. Su base constitucional es referente de la lógica que los crea y ubica como instituciones idóneas para salvaguardar la vida democrática y garantizar el goce de derechos.

 A pesar de que tienen áreas de oportunidad relacionadas con fallas en sus diseños institucionales, son necesarios en la consecución de los fines del Estado, más aún en la construcción de la democracia, en la cual se armonizan las exigencias de la vida comunitaria mediante el orden constitucional. En este sentido, las reformas que los involucren deben procurar su mejora institucional y no su desaparición. Su génesis y desarrollo potencian la vida democrática. Su eliminación, por el contrario, implica una regresión que daña la calidad de la vida institucional. 

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