La pandemia por COVID-19 ha destapado virtudes y defectos de los procesos de integración, tanto en Europa como en América Latina. En el primer caso, salvo ciertas críticas poco fundadas relativas al contrato con AstraZeneca, la Unión Europea (UE) ha demostrado una gran fortaleza tanto desde el punto de vista sanitario, sobre todo, gracias a la Estrategia de Vacunas de la UE, centralizando la negociación y la adquisición de vacunas, adelantando financiación para su desarrollo y colaborando con el mecanismo COVAX; como desde el punto de vista económico, a través del Plan de Recuperación para Europa NextGenerationEU, dotado con 1,8 billones de euros. Así, por ejemplo, la integración le ha permitido a la UE ser, al mismo tiempo, la mayor compradora y la mayor exportadora de vacunas a nivel mundial. Sin embargo, en el caso de América Latina, la pandemia ha hecho emerger y poner en evidencia las deficiencias de un mito, el de la integración. En Europa se logró la integración entre naciones enemigas. Recordemos que Hitler se estaba paseando victorioso por los Campos Elíseos pocos años antes de la Declaración Schuman. Sin embargo, América Latina no termina de alcanzar una integración entre naciones hermanas. ¿Por qué?

América Latina es la región con el mayor número de procesos de integración per cápita, pero también con el menor nivel de integración real per cápita. No hay prácticamente una sola organización internacional o iniciativa de cooperación que no se autoproclame de integración o que no tenga la integración de sus miembros o partes como objetivo. Enseguida pensamos en las que abanderan expresamente la integración, como la Comunidad Andina (CAN), Mercado Común del Sur (MERCOSUR), Sistema de la Integración Centroamericana (SICA), Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), la Alianza del Pacífico o, más recientemente, el Foro para el Progreso e Integración de América del Sur (PROSUR) o RUNASUR, además de la Comunidad del Caribe (CARICOM) o la Organización de Estados Caribeños Orientales (OECS). Incluso la propia Organización de Estados Americanos (OEA), que no es una organización de integración, contiene una docena de referencias a la integración, especialmente en el Capítulo VII “Desarrollo Integral” donde se eleva al nivel de objetivo del sistema interamericano: “Los Estados miembros reconocen que la integración de los países en desarrollo del Continente es uno de los objetivos del sistema interamericano y, por consiguiente, orientarán sus esfuerzos y tomarán las medidas necesarias para acelerar el proceso de integración, con miras al logro, en el más corto plazo posible, de un mercado común latinoamericano” (artículo 42 de la Carta de la OEA, cursiva añadida).  Es evidente, por tanto, que América Latina lleva décadas asumiendo que la integración es, sin duda alguna, un instrumento crucial para alcanzar el desarrollo

Entonces, ¿por qué no termina de funcionar la integración en América Latina? Quizá porque se está haciendo un mal uso de la integración.

En efecto, este mapa heterogéneo de organizaciones y procesos muestra que América Latina ha optado por una estrategia de minifundios para llevar a cabo su integración, lo que impide aprovechar la economía de escala que supondría optar por un único proceso. La existencia de una integración minifundista es, seguramente, la principal explicación a la inexistencia de una integración real. La imposibilidad de alcanzar una estrategia conjunta de negociación y de compra de vacunas para toda América Latina, aprovechando su potencial como quinta economía del mundo, es una de las mayores y más recientes consecuencias negativas de la inexistencia de una verdadera integración. Más grave aún que no haber llevado a cabo una estrategia latifundista a nivel latinoamericano, es que ni siquiera se llevaron a cabo estrategias minifundistas a nivel regional o subregional, pues a pesar de la buena voluntad de los organismos de integración, los gobiernos terminaron actuando solos. Llama poderosamente la atención que los Estados latinoamericanos se enfrenten solos a la pandemia cuando cada uno de ellos participa en varios procesos de integración al mismo tiempo. Así, por ejemplo, Bolivia es miembro de la CAN, del MERCOSUR (asociado en proceso de adhesión), del ALBA y de la CELAC, al tiempo que acaba de proponer la creación de RUNASUR sobre las cenizas de UNASUR. 

Las razones para entender por qué los gobiernos latinoamericanos no usan adecuadamente una herramienta tan valiosa como la integración, ni para mejorar su desarrollo ni para luchar contra la pandemia, nos acercan a las claves endémicas que explican la (des)integración de América Latina: Falta de liderazgo supranacional, cesarismo e ideologización, soberanía inquebrantable, institucionalidad débil, volatilidad política y geografía física. 

1. Falta de liderazgo supranacional. La integración constituye una forma avanzada de relaciones entre Estados que crean instituciones y normas supranacionales basadas en la cesión de soberanía, lo que implica la asunción de sacrificios políticos a corto plazo para obtener beneficios socioeconómicos a medio y largo plazo. Por tanto, la integración exige dirigentes que entiendan la importancia de adoptar decisiones que pongan el interés del Estado y de la sociedad por encima del interés puramente electoralista o partidista. En América Latina existieron dirigentes con esa altura de miras que llegaron a firmar tratados de integración muy avanzados, compitiendo incluso en ambición y en diseño con la propia integración europea, como en el caso de la integración andina o de la centroamericana. El diseño jurídico-institucional de la Comunidad Andina la sitúa como el organismo de integración más avanzado de América Latina, en términos de supranacionalidad. Ello fue posible gracias a dirigentes políticos que entendieron que el desarrollo de sus países pasaba por instituciones supranacionales que gestionasen intereses comunes. Sin embargo, al menos durante todo el siglo XXI, los gobiernos latinoamericanos han estado, en gran medida, en manos de líderes que desconocían, desconfiaban o directamente rechazaban “la” integración para promover “su” integración.

2. Cesarismo e ideologización. La falta de liderazgos supranacionales para alcanzar proyectos de integración por encima de las diferencias entre Estados se contrapone con un exceso de liderazgos nacionales para desarrollar proyectos de integración marcadamente ideologizados. Uno de los males endémicos de la integración latinoamericana es una profunda ideologización acentuada por dirigentes cesaristas que promueven proyectos integradores personalistas y excluyentes. Este oxímoron de la integración excluyente ha causado daños entre bloques, dentro de los mismos y, sobre todo, ha impedido conformar un proyecto único de integración. Quizá ese elemento sea, al mismo tiempo, la clave del éxito de la integración en Europa y del fracaso de la integración en América Latina, especialmente en el siglo XXI. Mientras la UE avanzaba hacia la unión económica y monetaria efectiva en 2002, y se ampliaba de 15 a 28 miembros entre 2004, 2007 y 2013, superando el fracaso del Tratado constitucional de 2003 con el Tratado de Lisboa en 2007; América Latina emprendía la zozobra ideológica en su integración, viendo –sin ánimo de exhaustividad- el nacimiento del ALBA-TCP en 2004, la retirada histórica de Venezuela de la CAN en 2006, la creación de UNASUR en 2008, la creación de la CELAC en 2011, la creación de la Alianza del Pacífico y la suspensión de Paraguay del MERCOSUR en 2012, los movimientos de doble membresía de Bolivia con la CAN y el MERCOSUR entre 2012 y 2015, la parálisis de UNASUR en 2017 y su implosión en 2018, o el nacimiento de los paraguas ideológicos antagónicos del Grupo de Lima en 2017 y del Grupo de Puebla en 2019, hasta la crisis de MERCOSUR en 2020. La profunda fractura ideológica de la integración latinoamericana está lejos de curarse, como demuestra el reciente lanzamiento, el 25 de abril de 2021, de RUNASUR (combinación de la palabra quechua “runa” –hombre- y UNASUR), a iniciativa de Evo Morales contra el imperialismo, el capitalismo y los gobiernos de derecha del continente.

3. Soberanía inquebrantable. La visión latinoamericana de la soberanía como un concepto inquebrantable tiene una evidente explicación histórica, pero obstaculiza sobremanera –y hasta impide- la realización efectiva de la integración, sirviendo de acicate al cesarismo y la ideologización, y dificultando el surgimiento de liderazgos supranacionales. El éxito de la integración pasa, necesariamente, por concesiones soberanas en forma de competencias atribuidas a órganos supranacionales, por la eliminación de fronteras internas o por la elaboración de normas dotadas de primacía y eficacia directa. A mayor integración, menor soberanía, y viceversa. Sin embargo, la soberanía pervive en América Latina con la misma fuerza que en el siglo XIX, lo que impide una integración real. En efecto, a pesar de tantos procesos de integración y de que cada país está en varios procesos al mismo tiempo, no se ha logrado desmontar ni un solo control fronterizo. Ninguna persona puede cruzar ninguna frontera latinoamericana sin pasar algún tipo de control. 

4. Institucionalidad débil. En correspondencia con los factores precedentes, la integración latinoamericana está dotada de instituciones débiles, bien por tratarse, en su mayoría, de instituciones intergubernamentales sin competencias supranacionales, sin cesión de soberanía; o bien por tratarse, en contadas y honrosas excepciones, de instituciones supranacionales a las que los tratados fundacionales otorgan competencias supranacionales, pero a las que los gobiernos les dificultan el ejercicio efectivo de sus funciones comunitarias, a través de condicionamientos políticos o incluso financieros. Así, por ejemplo, a pesar de las dificultades políticas y económicas que vienen afectando a la CAN en los últimos años (desde la desactivación del Consejo Presidencial Andino durante casi una década, hasta la reciente crisis de sostenibilidad financiera del Tribunal andino), tanto los países miembros como los órganos comunitarios han mantenido su compromiso con la integración, poniendo en marcha un proceso de reingeniería institucional y logrando grandes avances jurisprudenciales y normativos que inciden directa y positivamente en la vida de la ciudadanía gracias a la supresión del roaming (Decisión 854), el régimen común sobre marca país (Decisión 876) o el estatuto migratorio andino (Decisión 878).  

5. Volatilidad política. La señalada debilidad institucional de la integración no deja de ser una traslación de la debilidad institucional de los Estados latinoamericanos, expuestos a cambios demasiado frecuentes –y, en ocasiones, traumáticos- de gobierno, así como a crisis institucionales o sociales que dificultan la continuidad y la estabilidad de políticas públicas tanto internas como internacionales. Toda organización es reflejo de los miembros que la integran, y las recurrentes crisis de la integración latinoamericana son directamente proporcionales a las recurrentes crisis –económicas, políticas o sociales- de los Estados latinoamericanos. De esta forma, se fue configurando una integración jalonada de incertidumbres y de recelos que han dificultado la obtención de mayores logros de integración.

6. Geografía física. La geografía constituye otro gran obstáculo para la materialización efectiva de la integración. Desde un punto de vista físico, la integración latinoamericana no se puede abrir camino fácilmente en un territorio que cuenta, en una superficie inmensa (cinco veces superior a la de toda la UE), con la mayor cordillera del mundo, la mayor extensión selvática, el río más caudaloso o el desierto más árido. Salvar la brecha de infraestructuras en América Latina supondría, según la CAF, el 5% de todo el PIB regional

Estos factores se acentúan por el verbalismo característico de la integración latinoamericana, cuyos políticos han colmado el continente de procesos de integración por doquier, pero sin que ello haya redundado efectivamente en beneficios positivos proporcionales para los ciudadanos. América Latina entró en la pandemia con una situación económica y social precaria, cuando sufría los peores datos económicos desde la crisis de la deuda de los ochenta y el peor dato de crecimiento de todas las regiones emergentes en 2019. La pandemia acentuó esa mala situación, arrastrando al PIB a una caída del 8%; polarizando sus modelos productivos (el primario sudamericano, dirigido principalmente a China, y el manufacturero centroamericano, dirigido principalmente a EE.UU.); y desplomándose el comercio intrarregional en todos los bloques (con caídas entre el 10% y el 31%), ya decreciente desde 2013, por la caída de la demanda y el bajo nivel de integración, especialmente de las dos mayores economías latinoamericanas, Brasil y México. Sin embargo, los aranceles en la región se han reducido exponencialmente desde 1990 (pasando de 21% a 7% en arancel de nación más favorecida, y de 12% a 2% en arancel intrarregional), al tiempo que todos procesos de integración económica han venido experimentando importantes avances normativos en aspectos esenciales como servicios, inversión, facilitación de comercio o, en menor medida, comercio electrónico.

La situación económica incrementó el descontento social en la que sigue siendo la región más desigual del mundo. Si bien la desigualdad se había venido reduciendo suavemente mientras el crecimiento económico acompañaba, el frenazo económico hizo aumentar la presión social hasta el punto de estallar en protestas e incluso disturbios en Honduras, Costa Rica, Chile, Colombia, Perú, Ecuador o Bolivia. Recordemos, por ejemplo, que a lo largo del siglo XXI ha aumentado el número de personas en situación de pobreza extrema, pasando de 62 millones en 2002 a 70 millones en 2019 (el porcentaje se redujo un 0,9% debido al crecimiento demográfico). 

La necesidad de integración es imperiosa para América Latina, no sólo porque la pandemia ha causados graves daños socioeconómicos, a pesar de las relativas señales de mejoría, sino también porque la pandemia favorece el fortalecimiento de bloque regionales con el riesgo de que los países desarrollados incrementen la concentración de producción de bienes. América Latina necesitará mayores niveles de integración para desarrollar cadenas regionales de valor e incrementar su competitividad en el escenario pospandémico, más allá del sector primario y las manufacturas, en sectores tecnológicos o vinculados a la sostenibilidad o la biomedicina. En todo caso, depende de los gobiernos latinoamericanos y de los responsables de organismos de integración alcanzar el liderazgo que permita conseguir la integración real y, con ella, la mejora de las condiciones de vida de sus ciudadanos, a través de un proceso regional constituyente que desemboque en un proceso integrador único, aprovechando su potencial económico y el acervo integrador acumulado. Lamentablemente, este ideal de integración única en América Latina es, todavía, una quimera. 

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