Durante el actual gobierno mexicano han surgido propuestas para transformar a los organismos reguladores, muchas de las cuales se centran en quiénes ocupan los lugares como consejeros/comisionados de esos organismos, pero pocas propuestas serias se han escuchado con relación a sus funciones. 

Hace algunos meses, el líder del Senado proponía quitarle autonomía a los organismos reguladores y el presidente López Obrador ha insistido recientemente que algunas funciones de ciertos organismos reguladores vuelvan a la administración federal. En esencia, el gobierno mexicano presiona con cambiar a los consejeros/comisionados y con retomar funciones que ahora tienen los reguladores. Eso habla de un entendimiento distinto al que hasta ahora ha predominado en los gobiernos mexicanos, caracterizado por llenar de funciones a los organismos reguladores y asumir que su trabajo será eminentemente técnico (y no político). La premisa del actual gobierno es otra: los consejeros/comisionados de esos organismos son “neoliberales” que, al haber sido nombrados por los grupos políticos que antes gobernaban, deben ser removidos. En esencia, el aspecto técnico está ausente de la discusión.

En realidad, los organismos reguladores no son los institutos inmaculados que algunos no quieren tocar ni son el centro de la corrupción y el obstáculo a la transformación del país, como quiere hacer ver el presidente. En la controversia constitucional 117/2014, la Suprema Corte de Justicia de la Nación señaló que los organismos reguladores son órganos técnicos, que toman decisiones en la búsqueda de la eficiencia del mercado a fin de evitar el entramado político que significa legislar, y que el hecho de que sean regulaciones permite que puedan someterlas a escrutinio y cambiarlas en el corto plazo y de manera expedita. 

En otras palabras, la Corte asumió una visión idílica de los organismos reguladores. Todo lo que producen es bueno porque no está manchado de política. La visión de la Corte mira con desdén a la norma regulatoria nacida del congreso: esa norma que es producto de un debate/decisión política, que tarda en producirse, que encuentra una serie de entramados en su camino y que puede no favorecer al mercado o tendrá que cambiarse muy rápido y volver a ese camino tortuoso de la política.  

Paradójicamente, el gobierno de López Obrador comparte la visión de la Corte: lo político (el apoyo de los partidos que antes gobernaban para nombrar a los consejeros/comisionados de los organismos reguladores) mancha no solo a la norma, sino a los titulares de los organismos reguladores. Sin embargo, la solución que propone no es que el nombramiento de los titulares de esos organismos se aleje de las élites políticas y empresariales del país, sino que insiste en que sean esas élites, donde ahora los lopezobradoristas dominan, quienes nombren a esos consejeros. Es decir, sí hay un desprecio por “lo político”, pero solo entendido como cualquier decisión de las élites del pasado. Entraríamos, pues, en una doble visión idílica: que los organismos reguladores solo toman decisiones técnicas (no políticas) y que funcionarán para el mercado; y que los titulares de los organismos reguladores, solo si son nombrados por el gobierno lopezobradorista, tendrán la legitimidad política para asumir con pureza su función técnica. 

Mención aparte tiene la idea de que el gobierno deba reasumir las funciones de algunos organismos reguladores. La crítica a la idealización de esas instituciones no debe ser cheque en blanco para considerar que el gobierno es el mejor depositario de ciertas funciones que hoy despliegan los reguladores. La discusión en abstracto sirve de muy poco para este fin: se debe analizar caso por caso y función por función para poder      justificar si quitarle una encomienda a un regulador y dársela al gobierno es óptimo, no solo en cuestión de funcionamiento del mercado, sino como carga para la administración pública mexicana. 

Lo que sí es posible adelantar en abstracto es si el modelo de Estado que quiere asumir la 4T (el gobierno de López Obrador), disminuyendo el poder de los reguladores, es el óptimo para el país. La respuesta no pasa por un sí o un no tajante, sino por explicar tres cuestiones fundamentales relacionadas con ese sistema: 1) el fortalecimiento de los reguladores pasa, necesariamente, por fortalecer la aplicación de sus decisiones; 2) asumir que el nombramiento de los titulares de los organismos reguladores es una decisión política; y 3) dejar de lado visiones idílicas: nada asegura que los reguladores realicen bien su trabajo o que el gobierno lo hará mejor.

Las decisiones de los reguladores son endebles y grupos empresariales siguen evadiéndolas de manera sistemática, principalmente mediante amparos y procesos administrativos. Mientras a los reguladores no se les dé el voto de confianza para que sus decisiones       no puedan ser impugnadas en tribunales y para que sus decisiones sean cumplidas de manera inmediata, sin que exista suspensión alguna que las limite, el sistema tendrá un boquete que los actores regulados seguirán aprovechando en detrimento de los ciudadanos y de la legitimidad de los reguladores. Bajo esta perspectiva, debe asumirse que en algunas ocasiones los reguladores se equivocarán, entre otras razones, porque emiten regulaciones/decisiones expeditas y están sujetos a presión de los agentes dominantes en un mercado. Pero pensar que los tribunales que conocen de amparo son los más capacitados para conocer y resolver cuestiones regulatorias tan diversas como las energéticas, las bancarias, las de telecomunicaciones o las marítimas, es confiar demasiado (por no decir ingenuamente) en los todopoderosos de los tribunales constitucionales del país. 

En cuanto al segundo punto, mientras los reguladores sean incapaces de comunicar a los ciudadanos las funciones que desempeñan y cómo los benefician esas decisiones -lo que es prácticamente desconocido para la ciudadanía- se seguirá señalando el déficit democrático de los titulares de esos organismos. Es una ilusión que no los nombre el congreso y que sus decisiones no sean políticas, aunque actualmente -y esto enlaza con el tercer punto- los ciudadanos tienen poca interacción con los titulares de los organismos reguladores y mucho menos tienen canales que les permitan auditar las funciones que están desempeñando. Este punto es el galimatías de nunca acabar: ¿cómo revisar el funcionamiento de los organismos reguladores, dejando de lado los amparos y los mecanismos jurisdiccionales? 

En última instancia, el gobierno mexicano plantea una cuestión discutible pero no deleznable: ¿Qué mercados debe regular el Ejecutivo de este país? No basta con traer a la mesa el siempre presente argumento de que sus decisiones se politizarán, porque sería ingenuo pensar que el Instituto Federal de Telecomunicaciones, la Comisión Federal de Competencia Económica o la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, por ejemplo, no toman decisiones políticas solo porque la constitución les da el carácter de organismos reguladores (algunos de ellos incluso autónomos). Dejar de lado ese “hándicap” político de las decisiones de quienes regulan mercados podría ser un buen comienzo para discutir si, y hasta dónde, el Ejecutivo debe retomar ciertas funciones que hoy desempeñan los reguladores o, visto de otro modo, qué mejoras se deben hacer a los organismos reguladores.

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