En esta mi tercera contribución como columnista para el curso 2021/2022, quisiera comenzar hilvanando los posts anteriores (Justicia (administrativa) contemporánea, tribunales supremos y recursos extraordinarios y La matematización de la realidad y del Derecho Público) con el presente, dado que existen hilos conductores que me parece oportuno hacer explícitos. Las tres columnas reflejan aspectos de la transformación del Derecho Administrativo (español) desde prismas diversos, con la finalidad de darla a conocer a un público jurídicamente heterogéneo en el marco de este proyecto interdisciplinar que es IberICONect

Así, en un primer momento se abordó la reforma del recurso de casación contencioso-administrativo en España, subrayando la novedosa posición institucional de los denominados “tribunales de vértice”, que adquieren de este modo un significado renovado como actores políticos que contribuyen a fijar la agenda pública y que, en definitiva, asumen un papel de colegisladores o co-reguladores de un Derecho Administrativo incompleto y cambiante.

Con posterioridad, a la luz de los procesos de transformación digital, se expuso el fenómeno de la “matematización de la realidad”. En breves líneas, se trataba de dar cuenta de sus características, de las ventajas al amparo del principio de eficiencia, pero también de algunas sombras para las cláusulas de Estado Democrático y Social. Se apuntaba a la distinta operatividad del uso de algoritmos en el ejercicio de las potestades regladas y discrecionales, toda vez que más allá de la doctrina administrativista no se trata de una distinción siempre tenida en consideración o bien entendida, y se apostaba por preservar un marco de discrecionalidad, justamente para garantizar las mencionadas cláusulas. 

El Derecho Administrativo clásico, centrado en los controles, en la lucha contra las inmunidades del poder y en la función limitativa frente a una siempre sospechosa Administración Pública, ha observado la discrecionalidad administrativa como una compañera incómoda con la que necesariamente se ha de convivir. Es cierto que en nombre de la discrecionalidad se han cometido excesos tanto en España como en otras latitudes, pero los excesos han de controlarse por la jurisdicción contencioso-administrativa – en su caso por vía prejudicial – y no justificar la eliminación de raíz de una técnica por lo demás útil y necesaria. Y se ha de recordar que, pese a que hay tendencia a confundir discrecionalidad y arbitrariedad en el habla popular, se trata de dos categorías distintas, una conforme a Derecho y otra no.

La matematización de la realidad y del Derecho Público en el contexto digital comporta el riesgo, como señalaba en el post mencionado, de reconducir todos los procesos de toma de decisión a una optimización matemática, eliminando margen de apreciación y discrecionalidad y condicionando, así, la posibilidad de elegir entre posibilidades igualmente válidas y legales aquella que mejor se adapte a las circunstancias o a otros factores admitidos por el ordenamiento. Se reduce el ámbito de decisión humana: se reduce, en definitiva, el espacio del ser humano para tomar las riendas de su destino en tanto que miembro de un colectivo. Con ello se prioriza el principio de eficiencia frente a otros que han de guiar la acción pública y se menoscaban, al menos prima facie, bienes e intereses menos “valiosos”, desde un punto de vista economicista. 

Tradicionalmente ha existido y existe una aspiración legítima y necesaria de controlar la discrecionalidad administrativa desde la óptica del Estado de Derecho, en especial cuando el contexto político no era el democrático. La construcción clásica del Derecho Administrativo español responde, de hecho y entre otros objetivos, a esta aspiración, en el contexto de la mencionada lucha contra las inmunidades del poder. Y así se plasma en los artículos 103 y 106 de la Constitución Española (CE), que fijan el marco del principio de legalidad de la actuación administrativa y de su control judicial. Sin embargo, sin dejar de ser un Derecho de los artículos 103.1 y 106.1 CE, el Derecho Administrativo es hoy, en el Estado Social de Derecho, un Derecho del artículo 9.2 CE, esto es, un instrumento esencial para garantizar que la libertad y la igualdad son reales y efectivas. Es, por ello, no sólo el Derecho que contribuye a limitar el poder y a definir el régimen jurídico para la protección de los derechos y libertades, sino también un Derecho facilitador de los principios rectores de la política social y económica (arts. 39 – 52 CE). Y es un Derecho imprescindible para alcanzar estos fines.

El Derecho Administrativo puede definirse, en este segundo sentido, como un Derecho de las políticas públicas y entre sus funciones se encuentra la de hacer reales y efectivos los principios rectores mencionados más allá de las capacidades y los condicionantes particulares de cada individuo. Esta afirmación adquiere singular importancia en los procesos de transformación digital, dado que el reconocimiento de derechos digitales, comenzando por el acceso a Internet, requiere de acciones públicas guiadas por los instrumentos jurídicos correspondientes, en una suerte de revisitación de la procura existencial en clave digital para combatir la exclusión social digital. En particular, la lucha contra las brechas – por discapacidad, por edad, de género, territoriales – exige no sólo inversión pública, sino también acciones que comprometan la participación de diversos sujetos públicos y privados. Además, dichas acciones no siempre son identificables a priori, sino que en ocasiones son dinámicas y han de atender a las circunstancias cambiantes, para adaptarse a las necesidades que surjan en cada momento. El Derecho, al fin y al cabo, no deja de ser proceso. 

El Derecho Administrativo se erige, así, en un marco de actuaciones, en un proceso de identificación de voluntades, de capacidades y de competencias, en un lugar de encuentro de presupuestos/fondos públicos y privados. En este marco, indudablemente se ha de prestar atención al control, al respeto a los procedimientos, al buen uso de los fondos públicos, pero la función del Derecho Administrativo trasciende esta esfera. Ha de ser un instrumento para alcanzar los objetivos, ha de ser un instrumento eficaz, ha de ser un Derecho facilitador. 

En este contexto surge una plétora de documentos de naturaleza diversa, que trascienden en ocasiones las categorías clásicas (norma-acto administrativo) y que se caracterizan en muchos casos por un uso retórico del lenguaje, por un contenido difuso y por diferir las acciones concretas a momentos posteriores. Así, se cuenta, por ejemplo, con Agendas como la Agenda “España Digital 2025” y, dentro de la misma, con Planes y Estrategias Sectoriales como el “Plan Nacional de Competencias Digitales” o la “Estrategia Nacional de Inteligencia Artificial”. Agendas, Planes, Estrategias, Acciones y otros términos equivalentes reflejan una nueva forma de actuación – o al menos una forma de actuación renovada y reforzada – necesitada de sistematización y delimitación. No en vano, recientemente Dolors Canals reclamaba en el Congreso de la Asociación ítalo-española de Profesores de Derecho Administrativo un estudio monográfico y pausado sobre el concepto de “Estrategia” y, en general, sobre este tipo de documentos de importancia creciente y contornos imprecisos.

Estos instrumentos se caracterizan, en muchas ocasiones, por propiciar procesos participativos – sin que se regule expresamente cuál ha de ser su alcance y cuáles sus efectos -, por un modelo de gobernanza con órganos ad hoc, representativos de los diversos intereses afectados y por su sometimiento a sistemas de evaluación no siempre estandarizados. 

La evaluación se erige aquí en la cláusula de cierre del sistema. Naturalmente, los sistemas clásicos de control – en particular, el judicial – se dan por supuestos y permanecen. Sin embargo, la evaluación se entiende no tanto en términos de legalidad cuanto en términos de eficacia y eficiencia, es decir, no tanto en términos de Estado de Derecho cuanto en términos de Estado Democrático y Social. El binomio eficacia-eficiencia no requiere necesariamente que se haya de optar por un principio en detrimento del otro, sino que ambos han de ser atendidos intentando maximizar su contenido. Sin embargo, cabe apreciar una prevalencia en la práctica de los sistemas de evaluación centrados en la eficiencia y, en concreto, en el control del gasto público. Así ha sido hasta ahora, toda vez que la casi inexistente evaluación de políticas públicas se ha realizado por instituciones concebidas para el control de las cuentas públicas, como la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIREF) y el Tribunal de Cuentas (tanto en el ámbito nacional como en el europeo), que en ausencia de otras instituciones y mecanismos más adecuados han realizado este tipo de evaluación. 

Recientemente, se ha aprobado el Proyecto de Ley de institucionalización de la evaluación de políticas públicas en la Administración General del Estado, cuyo objetivo es suplir esta laguna y proporcionar las herramientas adecuadas para ejercer esta labor de control/evaluación. La evaluación de políticas públicas puede ser un instrumento útil para guiar la acción pública, pero es importante que los órganos de control realicen un ejercicio de contención para evitar la tentación de convertirse en gestores en la sombra que optan por una interpretación o medida de entre las distintas posibles, en detrimento de la opción de quien tiene atribuida la competencia para gestionar la política pública concreta. 

En fin, un Derecho Administrativo proactivo, facilitador, de dirección, participativo, podría considerarse asimismo un Derecho Administrativo “líquido”, en el sentido adquirido por este adjetivo en el pensamiento contemporáneo. Así, sería un Derecho de perfiles más desdibujados, menos predecible, incierto, con un mayor número de sujetos intervinientes, no todos de naturaleza pública y por lo tanto no sometidos a idéntico estatuto jurídico. Todas estas notas existían ya, pero se encuentran ahora en un proceso de intensificación. 

En este contexto, los sistemas de control clásicos resultan quizás insuficientes y, ante escenarios difíciles de predecir, la ética pública se invoca como guía u orientación. Las llamadas a la ética pública, incluso por textos normativos, son crecientes. Sin embargo, también aquí conviene clarificar el sentido de este término y su aplicación, pues se corre el riesgo de utilizar el término en vano, de difuminar las fronteras entre ética pública y Derecho sin determinar las consecuencias últimas de esta diferenciación o, en fin, de utilizar el término a modo de eufemismo para retorcer su significado en una dirección concreta, como ha estudiado Mercè Darnaculleta. En cualquier caso, y para concluir, es posible, sí, que resulte necesaria una ética pública renovada para un Derecho Administrativo líquido de las políticas públicas que de modo creciente se expresa en instrumentos de no-Derecho. 

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