Recientemente se conoció el fallo de Manuela c. El Salvador de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Este caso ha suscitado muchos debates desde su sometimiento al tribunal internacional, en su mayoría relacionados con la pertinencia o no de que el fallo pudiera referirse al debate regional sobre despenalización del aborto. Respecto de este tema en particular, como algunos ya lo habíamos anticipado, la Corte no tomó postura, dado que resultaba evidente que los hechos del caso no estaban relacionados con el delito de aborto en El Salvador y que las discusiones centrales respecto de la responsabilidad internacional del Estado giraban en torno a otros asuntos. Al margen de este debate, quisiera llamar la atención sobre una cuestión que ha pasado desapercibida para muchos, pero que resulta de la mayor importancia respecto del papel del tribunal regional y su relación con los Estados del Hemisferio: el alcance de la competencia de la CorteIDH para definir asuntos relacionados con la política criminal de los Estados.

Y es que lo que quizás pocos han notado de la sentencia, es que, por primera vez en su historia, la CorteIDH le ordenó al Estado no solo modificar la pena del delito de homicidio, sino que estableció cuál debería ser específicamente la dosificación de la sanción. En efecto, la Corte señaló que “la condena a 30 años de prisión por un homicidio cometido por la madre en el período perinatal es desproporcionada al grado de reproche personalizado (o culpabilidad) de esta. Por tanto, la pena actualmente prevista para el infanticidio resulta cruel y, por ende, contraria a la Convención”.  Al margen de la discusión sobre si eran suficientes las razones dadas por la Corte para considerar que la pena -en abstracto, y no solo en el caso concreto-, es desproporcionada y debe ser modificada para cumplir con los estándares convencionales, lo cierto es que la Corte no se limitó a ordenarle al Estado que modificara disposiciones normativas para cumplir con el criterio de proporcionalidad de las penas, tal como lo ha hecho ya en casos anteriores tales como Raxcacó Reyes Vs. Guatemala y Mendoza y otros Vs. Argentina, sino que fue más allá, al afirmar que: 

 

“Este Tribunal advierte que el Código Penal de 1973 de El Salvador preveía una escala penal atenuada para el delito de infanticidio. La Corte nota que la conducta que en la anterior legislación salvadoreña llegó a penarse con un máximo de hasta cuatro años, ahora puede serlo hasta cincuenta años; el mínimo que anteriormente era de un año se elevó a treinta años. Esta nueva dosimetría penal resulta a todas luces desproporcionada. Este Tribunal considera que una pena proporcional para este tipo de delito tendría que ser análoga o menor a la establecida en la anterior legislación salvadoreña, por la vía legal concreta que el Estado determine” (Párr. 71, Negrillas y subrayas fuera del texto original) 

 

En otras palabras, para cumplir la sentencia de la Corte Interamericana, El Salvador tendría que demostrarle al tribunal internacional, no sólo que modificó la pena, sino que su dosificación fue modificada específicamente por una pena igual o menor a 1 a 4 años, conforme a la legislación de 1973. Esta orden de la Corte en mi opinión resulta altamente problemática, por al menos cuatro razones.

Primero, la Corte no explica por qué la legislación de 1973 resulta ser la única solución posible para corregir la desproporcionalidad. De hecho, dado que los representantes de la víctima no le pidieron a la Corte que declarara que el delito y/o la pena de homicidio agravado son contrarias a la Convención (en abstracto), ni mucho menos que volviera a la dosificación de 1973, la argumentación de la Corte en este punto resulta por completo insuficiente y la orden resulta incoherente con el contexto normativo penal salvadoreño. Por poner solo unos ejemplos, de cumplirse la sentencia de la Corte, el delito de homicidio agravado de recién nacidos tendría una pena máxima de 4 años, mientras que delitos como el de hurto tendría una pena máxima de 5 años (Artículo 207 del Código Penal) o el de quiebra dolosa una pena máxima de 7 años (Artículo 242 del Código Penal). Esto significaría que resultaría menos gravoso asesinar un recién nacido (y hay que aclarar que el delito podría cometerlo tanto un hombre como una mujer), que hurtar o causar intencionalmente una quiebra -sin que se ponga en duda el carácter reprochable de estas conductas-. Sobra decir que sería inadmisible que la Corte en una futura sentencia encontrara que esta incoherencia haga que las penas de esos otros delitos sean, a su vez, desproporcionales, pues sería la propia Corte la que habría generado estos hechos ilícitos internacionales.

Segundo, si ya resulta cuestionable que la Corte pueda pronunciarse sobre la definición de la política criminal de los Estados, que como lo han señalado reiteradamente la Comisión de Derecho Internacional (Informe 2017), los órganos del Sistema de Naciones Unidas (Observación N°31, Observación N° 32) la Corte Penal Internacional (Informe 2017, Resolución 2013) y la Corte Europea de Derechos Humanos (Vinter y otros vs. Reino Unido), es un asunto que corresponde a los propios Estados; mucho más cuestionable resulta que la CorteIDH le diga a los Estados cómo deben legislar hasta el más mínimo detalle, pues esto implica una sustitución absoluta de la deliberación democrática. De hecho, la propia CorteIDH ya había considerado en ocasiones anteriores que “no puede, ni lo pretende, sustituir a la autoridad nacional en la individualización de las sanciones correspondientes a delitos previstos en el derecho interno” (García Ibarra y otros Vs. Ecuador, Caso Usón Ramírez Vs. Venezuela), y sin embargo la Corte no dio razón alguna para apartarse de ese razonamiento anterior en el caso de Manuela. Por demás, resulta vano que la Corte le haya dicho al Salvador que esta modificación la puede hacer “por la vía legal concreta que el Estado determine”, cuando en realidad le está imponiendo exactamente cómo legislar, so pena de considerar que se está incumpliendo su fallo.

Tercero, en términos de control de convencionalidad ¿qué implica este fallo para los demás Estados de la región?, ¿que no pueden tener una pena de más de 4 años para el homicidio de recién nacidos o para el infanticidio? ¿no sería esta una interferencia indebida en los asuntos internos de los Estados? Pero además ¿es esta realmente una obligación que se derive de la Convención Americana? ¿no se debe también ponderar con las obligaciones internacionales del Estado respecto de la protección de niñas y niños, cuando estamos hablando del delito de infanticidio?

Cuarto, preocupa esta decisión frente a otras que están pendientes de la Corte Interamericana y que responderán, por ejemplo, a la pretensión de que la Corte afirme que las sanciones pactadas en el Acuerdo de Paz con las FARC en Colombia no cumplen con el criterio de proporcionalidad. Lo que está en riesgo en este caso es la estabilidad del modelo de justicia transicional, pero además el cumplimiento de compromisos pactados en un acuerdo de paz que, entre otros, está regido no solo por los estándares de derechos humanos sino por los del derecho internacional humanitario, que deben ser considerados cuidadosamente, tal como lo hemos señalado en otras oportunidades (2021, 2021).

Resulta legítimo cuestionarse si estos niveles de intervención en la política criminal de los Estados responden al alcance de la competencia que los Estados dieron a la Corte Interamericana y si la sustitución de las deliberaciones democráticas (o de las negociaciones de paz, por ejemplo) resulta un mandato legítimo y avanza en el fortalecimiento de los sistemas nacionales. Estos debates le suben la alerta a revisar el alcance de los principios de subsidiariedad y complementariedad, que son estructurales al derecho internacional de los derechos humanos. Una complementariedad positiva exige el adoptar decisiones que no debiliten, sino que fortalezcan los sistemas democráticos y la independencia de los jueces nacionales. Si la Corte Interamericana reemplaza a los parlamentos en la elaboración de las leyes, a los jueces nacionales en la determinación de los crímenes, al poder ejecutivo en la elaboración de políticas públicas, y a los negociadores en la definición de los compromisos de los acuerdos de paz ¿qué le queda por decir a las sociedades?, ¿tiene siempre la CorteIDH la última palabra?


Cita recomendada: Juana Inés Acosta-López «Corte Interamericana y política criminal: ¿Quién tiene la última palabra?», IberICONnect, 9 de febrero de 2022. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2022/02/corte-interamericana-y-politica-criminal-quien-tiene-la-ultima-palabra/

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