La tentación de declarar inconstitucionales reformas constitucionales ha resultado irresistible para varios tribunales y cortes constitucionales de la región. Proclives a entenderse como defensores de la democracia constitucional, es del todo comprensible su oposición a algunas reformas que podrían haber ocasionado significativas regresiones autoritarias en democracias ya frágiles. La potestad de reforma constitucional cuenta sin embargo –al menos cuando es ejercida conforme a su procedimiento regular– como un ejercicio de poder democrático: es realizada típicamente mediante una interacción de representantes políticos, cuerpos colegiados y unipersonales, plebiscitos y participación de la sociedad civil y mediante procedimientos constitucionales que aspiran, en principio, a reforzar sus credenciales democráticas. Se trata de un clásico dilema: defender la democracia de la propia democracia.
La objeción contramayoritaria afecta con mayor agudeza la declaración judicial de inconstitucionalidad de las reformas constitucionales. Esta competencia de control implica dotar a las cortes y tribunales constitucionales del poder de decidir sobre sus propias condiciones constitucionales de validez. La legitimidad de la revisión judicial supone la posibilidad siempre abierta de reformar las competencias constitucionales del tribunal cuando sea preciso. Se transformaría en cambio en una instancia de decisión irrestricta si el tribunal pudiera determinar los límites de la potestad de reforma llamada a configurarlo. El control del tribunal constitucional ejercido mediante la reforma constitucional resultaría inequívocamente invertido.
Existe una aproximación reciente al problema, sin embargo, cuya promesa radica precisamente en inmunizar frente a la objeción contramayoritaria la competencia para declarar inconstitucional la reforma constitucional: la teoría de las reformas constitucionales inconstitucionales de Yaniv Roznai. La objeción democrática se disolvería, a su juicio, si tanto los límites de la reforma constitucional como la potestad del tribunal constitucional para hacerlos valer fueron decididos por y permanecen bajo el control del pueblo soberano.
La teoría es atractiva: aspira a reconciliar la democracia con el control judicial de las reformas constitucionales. En la construcción de Roznai el poder constituyente, expresivo de la soberanía popular, determinaría privativamente para cada sistema constitucional una identidad constitucional. La potestad de reforma constitucional actuaría como mandataria del poder constituyente para profundizar, pero nunca para sustituir ni traicionar, la identidad constitucional. No podría potestad alguna, luego, modificar la identidad de una constitución porque eso yace bajo la autoridad exclusiva del poder constituyente, no de los poderes constituidos. Al tribunal constitucional correspondería por último hacer valer los límites del mandato otorgado a la potestad de reforma y proteger, así, la competencia privativa del poder constituyente para determinar la identidad constitucional. El tribunal se erige así como el defensor final del poder constituyente frente a las posibilidades de extralimitación de la potestad de reforma.
La doctrina de Roznai es sin embargo internamente inconsistente: traiciona los términos de teoría constitucional que dice adoptar y fracasa, luego, en superar la objeción contramayoritaria.
Este punto puede ser explicado con un argumento casi inofensivo aducido por Roznai. Al exponer la teoría del mandato como fundamento de los límites de la potestad de reforma, Roznai afirma que la potestad de reforma tendría implícitamente prohibido promulgar cláusulas pétreas o cláusulas de la eternidad en la ley constitucional. Pues tal decisión equivaldría a una reducción (reflexiva) de las competencias de la potestad de reforma constitucional (del mandatario); decisión que, siguiendo su argumento, correspondería exclusivamente al poder constituyente del pueblo (al mandante). El único competente para determinar la identidad constitucional –y los límites de la potestad de reforma constitucional– sería el poder constituyente del pueblo; una potestad de reforma que se atribuyera la competencia para prohibir reformas estaría suplantándolo.
Pero entonces ¿por qué la potestad de reforma tendría que someterse a límites implícitos elaborados por el tribunal constitucional? El tribunal es también una potestad constituida y delegada: si prohíbe una reforma por ser contraria a una identidad constitucional implícita está, en los hechos, haciendo exactamente lo mismo que se prohíbe a la potestad de reforma: declarando la existencia de una cláusula pétrea. Roznai podría asumir que en los sistemas que contemplan el control de constitucionalidad de la potestad de reforma el poder constituyente habría otorgado no uno sino dos mandatos: el primero, a favor de la potestad de reforma para llevar a cabo el plan del poder constituyente; el segundo, a favor del tribunal constitucional para proteger las competencias del poder constituyente originario. Pero incluso bajo el modelo de los dos mandatos el aire paradójico no se disipa. ¿Cómo puede, sin contradicción, el tribunal constitucional elaborar límites implícitos de la potestad de reforma en pos de proteger la competencia exclusiva del poder constituyente para establecer los límites de la potestad de reforma?
La teoría se ve envuelta en la misma contradicción si quisiera restringirse a la postulación de límites procedimentales de la potestad de reforma. En esta variante del argumento, las condiciones constitutivas de la soberanía popular podrían devenir reglas procedimentales implícitas orientadas a garantizar que en la reforma se realice una determinada concepción de la deliberación constitucional democrática. Aquí también, sin embargo, la construcción de límites implícitos de la reforma no deja implementarse sin contradecir la propia voluntad que se dice defender. Pues un tribunal constitucional que, echando mano a criterios procedimentales o deliberativos implícitos, declara inconstitucional una manifestación formalmente correcta de la potestad de reforma, i.e., una que respeta todas sus requisitos procedimentales de validez, no estaría sino elevando su propia potestad para determinar el procedimiento democráticamente correcto por sobre la autoridad del poder constituyente encarnada (ex hypothesi) en la ley constitucional.
Con razón entonces un tribunal constitucional que defiende límites implícitos por sobre la observancia del procedimiento explícito de reforma constitucional puede ser acusado de “juristocracia”. Pues si a juicio del tribunal constitucional el procedimiento de reforma establecido en la constitución es insuficiente para expresar la voluntad del pueblo, entonces tendría que concluir que la regulación constitucional del procedimiento de reforma constitucional es deficitaria desde el punto de vista de la deliberación constitucional. Su parecer al respecto se posicionaría por sobre el procedimiento validado (ex hypothesi) por el poder constituyente del pueblo: el procedimiento establecido y observado por el propio pueblo para formar su voluntad colectiva sucumbiría ante la imagen que el tribunal constitucional elabora del mismo. Una postulación de semejantes límites implícitos arriesgaría, así, incurrir en una contradicción performativa: su propio actuar sería contrario a sus condiciones de legitimidad. El tribunal constitucional reclama legitimidad por el hecho de haber sido establecido por el poder constituyente del pueblo; pero esa misma legitimidad es rechazada cuando antepone su propio criterio al del poder constituyente del pueblo para establecer la regulación correcta del procedimiento de reforma constitucional.
La preocupación es del todo comprensible: el riesgo de reversiones autoritarias acecha. Un líder, un partido político o una “mayoría circunstancial” no debería inhabilitar al pueblo y devenir autocracia, autoritarismo o tiranía. El que una comunidad política “haya perdido la confianza en sí misma” –en la elocuente afirmación de Böckenförde– podría constituir una buena razón política para incluir disposiciones explícitas –cláusulas pétreas– que impidan reformas autoritarias. Una defensa judicial de la identidad constitucional implícita en cambio resulta incompatible con el principio de la soberanía popular. La teoría constitucional heredada todavía se mantiene en vigor: la concepción democrática del poder constituyente, el positivismo jurídico y formalismo jurisdiccional se sostienen recíprocamente. La soberanía popular en caso alguno avala la creación judicial de límites a la legislación ni a la reforma constitucional. La soberanía popular exige, en cambio, que el control de constitucionalidad se restrinja a la interpretación estricta de la constitución positiva. Lo contrario no puede sino ser entendido como una atribución reflexiva de soberanía “apócrifa”–en el sentido de Carl Schmitt–.
Esto trae dos consecuencias respecto de la revisión judicial de la reforma constitucional. La primera es la incompatibilidad entre todo sistema constitucional que reconozca el principio de la soberanía popular con la revisión judicial basada en el derecho natural, el derecho internacional de los derechos humanos o cualquier forma o criterio de derecho transnacional, mientras no sea incorporado explícitamente en cada sistema de derecho doméstico. Y en segundo lugar, toda jurisdicción constitucional que se encuentre sujeta al principio de la soberanía popular debe respetar no sólo la voluntad positivizada (ex hypothesi) por el poder constituyente, sino también y en igual medida los silencios adoptados por el soberano: si el pueblo constituyente nada dijo sobre limitaciones a la potestad de reforma constitucional y a su revisión judicial, ese silencio debe interpretarse como una decisión, no como una laguna que los jueces deban llenar creativamente.
Agradecimientos: el autor agradece a la Universidad Adolfo Ibáñez, a la Fundación Carolina, a José Luis Martí, a José Juan Moreso, al grupo de filosofía del derecho de la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona), a Ignacio Giuffré, a Luis Inarra y a la Universidad Privada del Valle (Cochabamba)