En estos últimos meses me ha tocado participar en la presentación de dos libros académicos. El primero, Miradas y desafíos jurídicos en el siglo XXI (2024), que tiene por editores a Marta Szygendowska y Sem Sandoval, publicado por la editorial Tirant lo blanch y el otro de Flavio Quezada, La noción de servicio público. Historia comparada de su formación en el derecho chileno, español y francés (2024), publicado por Marcial Pons. La preparación de ambas presentaciones supuso una invitación a pensar sobre la importancia de los libros académicos en la actualidad.

En primer lugar, quisiera relevar el lugar de la Universidad en el mundo de hoy. ¿Dónde podemos conversar? Por cierto en la mesa, con amigos, pero ¿por qué la Universidad se presta para una conversación que reúne otras características? Intuyo que de los pocos lugares que van quedando, donde podemos realizar una actividad reflexiva es en la Universidad, porque aquí podemos encontrar reposo, calma, serenidad. En un viejo y clásico texto, Heiddegger nos invitaba a esta actitud contemplativa en el pensar y señalaba que “hay dos tipos de pensar, cada uno de los cuales es, a su vez y a su manera, justificado y necesario: el pensar calculador y la reflexión meditativa. Es a esta última a la que nos referimos cuando decimos que la persona de hoy huye ante el pensar. De todos modos, se replica, la mera reflexión no se percata de que está en las nubes, por encima de la realidad. Pierde pie. No tiene utilidad para acometer los asuntos corrientes. No aporta beneficio a las realizaciones de orden práctico […]”, pero agrega el autor que “la Serenidad para con las cosas nos abren la perspectiva hacia un nuevo arraigo”. Esa actitud serena es posible aún en la Universidad, pues aún ahí se cuenta con el silencio y la calma para pensar. Y discutir y discrepar y ofrecer una perspectiva diferente para un nuevo arraigo, pero no como una torre de marfil, ya que como ha referido Silvia Federici, “la universidad es un lugar fundamental en la lucha para cambiar la forma del conocimiento y las relaciones entre nosotros y nosotras”.

¿Tienen razón Heiddgger y Federici? En la Universidad, ¿se está inmune al frenesí de nuestra época y a la ligereza en el pensar? Para responder a esta inquietud tenemos que ir con más calma.

Quienes nos dedicamos a la vida académica no estamos ajenos a la industrialización del trabajo. Estamos sometidos a evaluación permanente y uno de los criterios es en base a nuestros “productos”. De hecho, año a año se nos mide en base a la “productividad”, que es el número de papers publicados en un año. Y cada paper tiene un valor, que dependerá de su presencia o no en un listado de publicaciones preferentes. En Chile, cada publicación tiene un valor y genera los famosos puntos de las revistas indexadas. Antes, identificadas por el tipo de index (ISI, WOS, SCOPUS, SCieLO), hoy, por el cuartil en que se ubica la publicación.

Asimismo, no es novedad señalar, entonces, que estamos sumergidos en la industria de los papers. De hecho en Chile, hace un par de semanas, nos enteramos que en una universidad, un académico ganaba mucho dinero por los incentivos a sus publicaciones: en 2024 había publicado más de 250 papers. Razonablemente pregunto, ¿quién es tan pero tan talentoso/a como para ofrecer casi todos los días del año una idea descomunal que merezca ser publicada en los mejores index? Lo aseguro, nadie. En la disciplina del derecho nos hemos rendido ante un sistema que nos impuso el paradigma de la ciencia dura, en que sí es relevante ir dando cuenta, paso a paso, los resultados de la investigación. Pero en ciencias sociales no somos así, necesitamos más calma, serenidad y conversar detenidamente de estos temas y socializar las ideas.

Por eso vuelvo con los libros. En esas presentaciones en que participé preguntaba a los editores y al autor ¿por qué publicar un libro si vale tan poco? Aunque la editorial sea prestigiosa, no es un paper. ¿Por qué un libro? Incluso en el caso de Flavio Quezada, una monografía de 300 páginas que tiene tanto valor como un artículo Q1 de 25 páginas, ¿para qué invertir tanto esfuerzo en algo que no renta demasiado? Y aquí retomo la idea sobre la Universidad: un libro es silencio, reposo, que permite el camino lento, paso a paso, no es frenético, apresurado o que da por supuesto tales o cuales realidades. Y para el caso de los libros en derecho, aunque se aborden cuestiones que para especialistas pueden ser sabidas, los escritores no se ahorran el tiempo para desarrollarlas, porque hay otros tantos que lo van a leer y no lo saben. Por ello creo que sigue siendo valioso escribir libros, no hay desperdicio en situar y contextualizar fenómenos, no es necesaria la vorágine de una idea novedosa que se plasma velozmente en un puñado de letras. Por ello es persuasiva esa idea heideggeriana de la serenidad.

Finalmente, con Julieta Kirkwood. En la última edición del libro Feminarios, el epígrafe que inaugura la parte I dice “se aprende a conocer enseñando”. Alguien que escribe un libro en derecho lo hace también a partir de lo que va enseñando. De hecho, cuántos de los libros antiguos, de aquellos con los cuales nos formamos en la universidad no eran sino fruto de los apuntes de clases, o como señalan los españoles, las lecciones de cátedra. Parte de lo que se registra en un libro se va aprendiendo a partir de la experiencia universitaria, ayer como estudiante y luego como profesor/a. Y este proceso es continuo porque las ideas de hoy son el fruto de la maduración que se va dando durante el proceso de enseñanza en los cursos que tenemos que ir dando en la universidad. Por ello es tan importante el aula, la disciplina y los estudiantes, porque ahí se va aprendiendo y masticando ideas que luego, ojalá, puedan descansar en la calma de un libro académico.

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