En Democracy without Shortcuts (2019) Cristina Lafont presenta una crítica al denominado “atajo procedimentalista” propuesto por un conjunto de teorías agrupadas bajo la denominación “deep pluralism”. Sus adversarios son Jeremy Waldron, Richard Bellamy, Chantal Mouffe, Samantha Besson y Nadia Urbinati. A pesar de sus evidentes diferencias, estas y estos autores tendrían en común, de acuerdo a Lafont, tres posturas:
- el desacuerdo político goes all the way down;
- luego, las controversias políticas no pueden ser resueltas [settled] de manera definitiva en base a una visión compartida respecto de su corrección sustantiva (pp. 38-39); lo que tendría como corolario que
- sólo podría lidiarse con el desacuerdo a través de procedimientos imparciales, cuyos paradigmas serían el compromiso y el principio de la mayoría.
El deep pluralism representaría en estos términos un atajo procedimentalista, pues:
“instead of taking the long (and allegedly unfeasible) road to trying to settle their views with respect to the substantive reasonableness of the laws and policies that are democratically decided upon, citizens should take the procedural shortcut and accept that the fairness of democratic procedures is sufficient to correctly settle their political decisions, regardless of the substantive merits of the outcomes produced by those decisions”. (p. 40).
Al asumir que el desacuerdo goes all the way down, el deep pluralism necesariamente tendría que concebir el procedimiento democrático como justicia puramente procesal (Rawls 1971): no existe criterio alguno para definir la corrección sustantiva, sino sólo un procedimiento que, verificado adecuadamente, garantiza la legitimidad de una decisión. Y dado que la corrección sustantiva no constituiría una condición necesaria de legitimidad de las decisiones políticas, carecería de sentido para los partícipes justificar y cuestionar tales decisiones en función de su (in)corrección sustantiva. El deep pluralism estaría comprometido, luego, con una tesis de la autoridad política como perentoria e independiente-de-contenido (Hart 1982, pp. 253-5): la legitimidad de la decisión tomada (producto de un procedimiento imparcial) excluye conceptualmente la deliberación de los destinatarios (sean partidarios o disidentes) y es independiente (conceptualmente) de la posible evaluación de su mérito sustantivo: “Citizens can only question the legitimacy of the outcome if some procedural rules were violated, not simply because they disapprove [it].” (p. 41). Así, el deep pluralism “leaves minorities with no other option than blindly deferring to majoritarian decisions” (p. 9). “Put up or give up”: los destinatarios disidentes o bien lidian con (lo que ellos consideran) decisiones injustas o incorrectas o bien no les queda sino renunciar a su membresía política (pp. 52-53).
Lafont considera correctamente que una postura semejante a lo que ella reconstruye como deep pluralism resulta implausible. Pues no es capaz de dar cuenta de los términos en los que se produce el desacuerdo. Los partícipes mantienen desacuerdos sustantivos acerca de las decisiones políticas incluso una vez ellas fueron sujetas a decisión. Y en la presentación de sus posturas sostienen una pretensión de corrección. Luego, la reconstrucción de la democracia que Lafont atribuye al deep pluralism renuncia a considerar la autocomprensión de los partícipes. El deep pluralism adolecería entonces de un déficit explicativo, sería una “teoría del error”: no podría siquiera entender o conceptuar la pretensión de corrección de los partícipes en los procedimientos de justificación pública. El deep pluralism no tendría las herramientas conceptuales para justificar que se (re)considere la posición sostenida por la minoría perdedora en términos sustantivos. Luego, los argumentos sostenidos por los perdedores (y también, por cierto, por los ganadores) no tendrían por qué ser escuchados ni necesitarían siquiera ser formulados.
La rebatida por Lafont, sin embargo, es una reconstrucción poco caritativa del principio de la mayoría. El principio de la mayoría termina siendo una víctima colateral innecesaria de su argumentación; Lafont podría haber arribado a similares consecuencias sin manifestar tan poco aprecio por él. Ninguno de los puntos críticos sostenidos por Lafont requieren considerar el principio de la mayoría como un mecanismo equivalente al compromiso ni tampoco implica pensar que del principio de la mayoría se sigue casi como consecuencia necesaria que las minorías deban someterse ciegamente a la voluntad desnuda de las mayorías.
El principio de la mayoría, en primer lugar, no es justicia puramente procesal, en los términos de Rawls. Quizás el deep pluralism considere que no hay un criterio de corrección independiente del procedimiento y que, por lo tanto, toda decisión por mayoría debe ser considerada como correcta a partir del puro procedimiento. Pero no hay vínculo conceptual necesario alguno entre el principio de la mayoría y la justicia puramente procesal. De hecho, al contrario, puede perfectamente tenerse al principio de la mayoría como una forma de justicia procesal imperfecta: existe un criterio de corrección externo al procedimiento y el principio de la mayoría contribuye, pero no asegura, alcanzar dicho estándar.
El principio de la mayoría no supone, en segundo lugar, el escepticismo que Lafont atribuye al deep pluralism. Desde luego existe una defensa, acaso dominante, del principio de la mayoría en términos escépticos –a la Kelsen, Bobbio, Schumpeter o Arrow. Pero el principio de la mayoría no supone en términos conceptuales ni el escepticismo político, ni el subjetivismo ni el emotivismo. Pues, como es evidente, no hay contradicción alguna en considerar que existe la corrección normativa en la dimensión política y sostener, a la vez, que las decisiones políticas deben ser tomadas por mayoría. Y esta es una cuestión evidente en todo procedimiento de decisión: en la universidad, en un directorio, en una corte o en el parlamento, es perfectamente compatible sostener que la propia posición es sustantivamente correcta y a la vez que, como nuestra decisión, debe ser considerada la votada por el mayor número. Es el único procedimiento compatible con la idea de que la opinión razonada de cada partícipe vale –no es, sino vale– igual que la de los demás partícipes. No hay ningún compromiso escéptico en esto. Es una reconstrucción muy rígida e implausible del principio de la mayoría considerar que consiste meramente en contar el número de posiciones irreflexivas escritas en la impunidad de una urna secreta. La regla de la mayoría “never is merely majority rule” (Dewey).
Luego, y en tercer lugar, no es tampoco un presupuesto conceptual del principio de la mayoría que a la opinión mayoritaria no pueda atribuírsele pretensión alguna de corrección y que, por lo tanto, las minorías, por definición, no puedan sino someterse ciegamente a la voluntad de las mayorías. Pues –y esto es crucial– no hay nada que conceptualmente fuerce a considerar que el principio de la mayoría excluya la deliberación. Lafont critica al deep pluralism porque, dadas sus premisas, no puede sino arribar a la conclusión de que la deliberación en orden a alcanzar una justificación mutua es innecesaria. El argumento parece sostener que demostrar la necesidad democrática de la deliberación supone debilitar el principio de la mayoría, como si hubiera una relación de mutua exclusión o de alternatividad entre ambos. Y desde luego no es la única teórica de la democracia deliberativa que parece partir de esta creencia. Lo tragicómico es que esa relación de exclusión es precisamente la trampa en la que nos hicieron caer los defensores clásicos del principio de la mayoría.
Lafont, en definitiva, no es particularmente receptiva con el principio de la mayoría. Lo considera –incorrectamente– un equivalente a la negociación, es decir, considera al principio de la mayoría precisamente de la forma en que lo ve el deep pluralism. Para el emotivista y el subjetivista, para la catalaxia neoliberal, y quizás incluso para el deep pluralist, el principio de la mayoría es un procedimiento de negociación, de intercambio, de do ut des y de quid pro quo. Pero no tiene porqué ser el caso. Si el principio de la mayoría es abandonado incluso por la democracia deliberativa ya no quedaría teoría democrática alguna que lo defienda. Esto es innecesario para sostener el argumento anti-escéptico que desarrolla Lafont: puede que el deep pluralism sea mayoritarista, pero esto no implica que todo mayoritarista, a la inversa, suscriba el deep pluralism.
Lafont usa como epígrafe una célebre frase de John Dewey: “el voto [the ballot], suele decirse, es un sustituto de las balas [the bullets]”. No da cuenta sin embargo del sentido completo de la frase de Dewey: “La regla de la mayoría, como mera regla de la mayoría, es tan insensata como sus críticos la consideran. Pero nunca es mera regla de la mayoría (…). Los medios por los cuales una mayoría llega a ser mayoría son la cuestión más importante”. (Dewey 2012, p. 154). Lo mismo podría sostenerse de la deliberación: como mera deliberación es tan insensata como sus críticos consideran –un discurso académico idealizado, en palabras de Raymond Geuss–. La teoría deliberativa de la democracia aquí parece hundirse en la reconstrucción hecha por sus adversarios. Mejor haría en reconocer que no puede haber principio de la mayoría sin deliberación y, a la inversa, la deliberación no puede sino estructurarse a la luz de la toma de decisiones por mayoría. Sólo mediante su interacción ambas pueden desempeñar su función propia. Conceptuar inadecuadamente el principio de la mayoría representa un déficit para cualquier teoría democrática de toma de decisiones que suscriba el ideal de la justificación pública. En 2006, en Is the ideal of a Deliberative Democracy coherent?, Lafont consideraba que “justificar la regla de la mayoría es una de las tareas más difíciles para la democracia deliberativa”. Al 2019 parece haber renunciado a la tarea.