El pasado 31 de julio, el Boletín Oficial del Estado publicó una Reforma del Reglamento del Congreso de los Diputados – ahora, del Congreso, sin referencia a sus miembros – que tenía como principal objetivo adecuar la norma al lenguaje inclusivo de género. La iniciativa, que había sido presentada por los grupos Socialista y SUMAR, mereció escasa atención mediática, dada las fechas de su aprobación y posterior publicación, así como también, imagino, a la escasa relevancia que, en general, suele darse a los cambios normativos que cuestionan los paradigmas androcentrados que durante siglos han dominado el Derecho. Dicha reforma, y tal y como se deja claro en su Exposición de Motivos,  no solo responde a las directrices de las instituciones europeas,  sino que era una cuestión pendiente desde que la  Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, estableciera en su artículo 14 que uno de los criterios de actuación de los poderes públicos habría de ser “la implantación de un lenguaje no sexista en el ámbito administrativo y su fomento en la totalidad de las relaciones sociales, culturales y artísticas”. De hecho, el 6 de marzo de 2020, las Mesas del Congreso de los Diputados y del Senado, en reunión conjunta, aprobaron el primer Plan de Igualdad de las Cortes Generales. Estructurado en ocho ejes, el último de ellos «se dirige a facilitar la utilización de lenguaje no sexista en la comunicación y en los documentos que se elaboran en las Cámaras».

Las fórmulas usadas en el nuevo articulado del Reglamento ponen de manifiesto la diversidad de opciones que permiten hacer inclusivo el lenguaje jurídico. Desde los más obvios desdobles – diputados y diputadas, Presidente y Presidenta, ciudadanos y ciudadanas – al uso de sustantivos que de manera genérica designan órganos – Presidencia, Vicepresidencia, Secretarías -, pasando por el uso de expresiones encabezadas por el pronombre “quienes” o de términos como “miembros” o “persona/s”. Más allá de lo relativo a la estructura interna del Congreso, la regulación de sus funciones lleva también a que se cambien o amplíen términos para hacerlos inclusivos. Así, por ejemplo, se hace referencia al Rey o a la Reina en varios artículos, o se habla de candidato y candidata al regular el procedimiento de investidura de quien acabará ocupando la presidencia del ejecutivo, de la misma forma que cuando se regulan los nombramientos de las vocalías del Consejo General del Poder Judicial se menciona a Jueces, Juezas, Magistrados y Magistradas. Llama la atención que, como suele ser habitual en este tipo de reformas, se haya colado algún olvido cómo cuando en el nuevo artículo 200, al regular la exposición del Defensor o Defensora del Pueblo de su informe anual ante la cámara, se opta en el primer apartado del artículo por esa duplicación de términos mientras que en el segundo se usa solo el masculino. Imagino que, en este caso, optar por un término como Defensoría del Pueblo, cuando no es tal la denominación constitucional de la institución (art. 54 CE), no se consideró apropiado.

Habrá quienes piensen, más allá de las obligaciones legales, que se trata de una reforma secundaria, incluso innecesaria, y que no supone ninguna transformación radical de lo que hasta ahora había sido el funcionamiento del Congreso. Para quienes nos dedicamos al Derecho y lo pensamos como una herramienta de transformación social, y por tanto somos muy conscientes del valor de las palabras, y de cómo las mismas, al igual que las normas, son el resultado de relaciones de poder, los cambios realizados en el Reglamento eran necesarios desde hace décadas. Una constatación más que evidente si con las lentes del feminismo jurídico somos conscientes de cómo las normas y las instituciones han reflejado durante siglos unas estructuras de poder patriarcales y androcéntricas, en las que los hombres y lo masculino hemos representado lo universal y en el que la exclusión de las mujeres del lenguaje ha sido una expresión más de su devaluado estatus de ciudadanía. 

Cuando el 10 de octubre de 1843, la reina Isabel II, se situó en el solar donde antiguamente se levantaba el Convento del Espíritu Santo y colocó la primera piedra del edificio de la carrera de San Jerónimo, las mujeres no estaban ni se las esperaba en el ejercicio del poder, aunque paradójicamente entonces la Jefatura del Estado estuviera ocupada por una de ellas. En consecuencia, el nombre que todavía hoy vemos en la cabecera del edificio respondió a una realidad que no era otra que la exclusión de las mujeres de los espacios de representación, monopolizados por los hombres que eran los que, se entendía, encarnaban por una suerte de legitimidad natural la soberanía nacional. Se tardaría casi un siglo en reconocerle a las ciudadanas el derecho de sufragio y durante décadas después se mantendría en nuestro país todo un aparato jurídico en el que ellas eran consideradas una suerte de “menores de edad” bajo la tutela siempre masculina. La diligencia de buen padre de familia, tal y como todavía hoy leemos en varios artículos del Código Civil, era la norma jurídica y cultural. O sea, puro y duro patriarcado “de coacción”. Todo un edificio que solo a partir de 1975 empezó a derribarse en un país, el nuestro, en el que hasta hace pocas décadas el diccionario de la RAE definía la palabra “jueza” como “la mujer del juez”.

Las revisiones del lenguaje jurídico y de los conceptos que durante siglos han nutrido la Ciencia del Derecho no son necesarias solo por atender a ese lema tan repetido de que “lo que no se nombra no existe”, que también, sino porque es una cuestión de justicia y de adecuación a la realidad que las normas incorporen las diversas subjetividades que componemos ese pueblo en el que reside la soberanía, todavía lastrado en su concepción constitucional por un orden de género  binario y excluyente. Una inclusión que, por cierto, nunca ha sido bien recibida por la Real Academia Española de la Lengua, si bien ha sido significativo el avance en cuanto a la actuación de las Administraciones públicas en esta materia, a través, por ejemplo, de la elaboración de guías que ayuden a su personal adecuar al lenguaje a la realidad diversa de los humanos.  Sirva como ejemplo la publicada por el Ministerio de Justicia en 2023.

Incorporar términos no marcados por un masculino excluyente es solo una dimensión, podríamos convenir en que la más simbólica y expresiva, de todo un cambio más profundo de agenda política que tiene que ver con la incorporación al pacto de convivencia de los cuerpos, las vivencias y las realidades de las mujeres, que durante tantísimo tiempo, y en el mejor de los casos,  fueron interpretadas y leídas por hombres en su nombre. Es decir, más allá de la potencia simbólica y transformadora de las palabras, una reforma como la aprobada este verano en España constituye un paso adelante en el compromiso de revisar un sistema constitucional que, cercano ya a sus cincuenta años de vida, está lastrado no solo por un lenguaje sino por una cosmovisión de los sujetos, de los derechos y de las instituciones centrada en los intereses e imaginarios masculinos. Una revisión que nuestra Constitución pide a gritos desde hace años pero que, me temo, seguirá siendo un horizonte a la espera de mejores tiempos para la igualdad y la conversación democrática. Esperemos que, a la espera de esas mejores condiciones,  los cambios reglamentarios puedan actuar  como una especie de mutación constitucional que, como mínimo, nos obligue a los operadores jurídicos a pensar e interpretar las normas considerando todos y cada uno de los cuerpos que deberían caber en ellas. Con la diligencia no del buen padre de familia sino de quienes están comprometidos con el mandato constitucional que nos obliga a remover los obstáculos que impiden la igualdad real de todos los sujetos. Es decir, desde el compromiso por superar el orden binario de género que sigue estando en la base de los modernos pactos constitucionales y de un lenguaje que, como bien nos dejó claro Lewis Carroll en su Alicia, siempre ha estado en manos de quienes se han considerado legítimos detentadores del poder.

 


Cita recomendada: Octavio Salazar Benítez, «El Congreso de los Diputados y de las Diputadas», IberICONnect, 24 de septiembre de 2025. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2025/09/el-congreso-de-los-diputados-y-de-las-diputadas/

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