Frederick Schauer (2008) afirmaba que la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense tiene una “estructura Hohfeliana”, esto es, que se trata de un derecho frente al gobierno y sólo frente al gobierno. Únicamente en circunstancias excepcionales incluye un derecho de protección frente a las actividades de terceros. Esta comprensión de la libertad de expresión como una libertad negativa frente al Estado, acompañada de excepciones puntuales (no importa cuántas), sería la base del modelo estadounidense, apuntalada por los principios de desconfianza en el gobierno, absoluta neutralidad estatal, no redistribución y una estricta distinción entre público y privado (Ammori, 2012).

Hasta mediados del siglo XX, las controversias en torno a la libertad de expresión solían versar sobre cuestiones de cantidad, esto es, hasta dónde se extendía dicho derecho (Schauer, 1983). La tradición liberal fue ampliando paulatinamente el alcance del mismo bajo la concepción de que era una libertad negativa que ofrecía una especie coraza frente a las posibles intromisiones del Estado. Se pasó de una interpretación restrictiva de dicho derecho, como la que se contiene en celebérrimas sentencias como Abrams v. United States (250 U.S. 616 [1919]), donde se recogen algunos los conocidos votos disidentes del juez Oliver Holmes y de Luois Brandeis, a una concepción que tornó la línea de disidencia inaugurada por ambos en mayoritaria durante el periodo de la Corte Warren. Desde entonces, la Corte fue desarrollando una compleja jurisprudencia que excluía casi por completo las limitaciones de contenido.  Esta línea doctrinal se ha trasladado, por ejemplo, a los debates sobre los discursos de odio. La aproximación de la jurisprudencia estadounidense ha estado guiada por la premisa de que el Estado no debe favorecer unos mensajes sobre otros (Greenawalt, 1995). Como se indica en la sentencia Police Department of City of Chicago v. Mosley (208 U.S. 92 [1972]), “el gobierno no tiene la facultad de restringir discursos debido a su mensaje, ideas, temática o contenido”; y continúa, “las exclusiones selectivas del foro público no pueden estar únicamente basadas en el contenido, o venir justificadas solo por el contenido”. El estrecho margen para legitimar ciertas regulaciones de contenido sólo se cumpliría en algunos casos de discurso obsceno, difamación, “fighting words” o discurso intimidatorio.

No obstante, la interpretación hohfeliana de este derecho no ha estado exenta de excepciones. Estas, sin embargo, siempre se han planteado como singularidades a una regla general, incluso cuando el ámbito de aplicación de las mismas fuera cuantitativa y cualitativamente muy importante. Tres han sido los argumentos que han justificado grandes excepciones a la regla general planteada en el apartado anterior: escasez, reglas neutrales respecto a contenido y acción estatal / foro público. La primera está intrínsecamente ligada al desarrollo de la radiodifusión y la distribución de licencias, mientras que la segunda excepción fue creada alrededor de la distinción entre limitaciones de contenido y limitaciones neutrales respecto a contenido. Las primeras delimitan qué puede ser dicho, mientras que las segundas están relacionadas con cómo se estructura el debate público. Dejamos el comentario de estas dos excepciones para la próxima entrada del blog.

La última excepción apareció de la mano de los debates en torno al “derecho de acceso”, esto es, al derecho a poder participar en los lugares considerados como foro público. El Tribunal Supremo estadounidense extendió este derecho más allá de las vías públicas, donde había tenido lugar tradicionalmente, a los espacios “privados” donde se estaba administrando un lugar de naturaleza cuasi-pública o ejerciendo una función estatal. En este sentido, en Marsh v. Alabama (326 US 501 [1945]) se reconoció el derecho a distribuir panfletos en las aceras de un pueblo que era propiedad de una empresa. El tribunal consideró en su argumentación que, pese que el pueblo fuera propiedad de una entidad privada, sus calles estaban abiertas para uso público y en ellas la empresa ejercía una función estatal. 

Una vez repasado someramente el esquema general surge la pregunta de cómo adaptar este modelo al desarrollo de la esfera pública digital y, en particular, a la gobernanza de las redes sociales. El desarrollo de las nuevas tecnologías y, en especial, de internet ha cambiado los hábitos de intercambio de información. Siguiendo a Balkin (2018), podríamos afirmar que se ha pasado de una relación dual a una triangular. Hasta el siglo XXI, las regulaciones tenían primordialmente un carácter dual. En un lado se situaban los gobiernos y en el otro los hablantes, fueran particulares o empresas de comunicación. Actualmente, sin embargo, un tercer grupo de actores han irrumpido con fuerza: serían las empresas que controlan las redes sociales y que gobiernan la plataforma en la que los ciudadanos se expresan. Este cambio, además, siguiendo las palabras de la Corte Suprema estadounidense (Packingham v. North Carolina, 582 U.S. [2017]), ha tenido un carácter paradigmático, ya que las redes sociales se han convertido en plaza pública moderna. 

En este contexto, ¿qué tipo de actividad ejercen las plataformas digitales cuando filtran y moderan contenido? ¿Se les aplicaría la primera enmienda en la relación entre ellas y el Estado?  ¿Y en la relación entre ellas y los particulares que las utilizan? Hasta ahora, los principios básicos que rigen el internet en Estados Unidos se encuentran en la sección 230 de la Communications Decency Act (CDA), de 1996. En ella se indica, por un lado, que ningún proveedor de servicios en internet será responsable por el contenido que terceros publiquen en su plataforma. Por otro lado, la norma también excluye a los operadores de responsabilidad civil en las acciones de moderación o remoción de contenido publicado por terceros debido a su consideración como obsceno, excesivamente violento, amenazador, etc., sin importar si este está protegido o no constitucionalmente. Según dicha norma, las plataformas digitales pueden establecer sus normas comunitarias con unos estándares diferentes a la Primera Enmienda. 

Aquí se sitúa la primera paradoja. Internet es el principal foro de discusión democrática, pero se rige por unos estándares en libertad de expresión diferentes a los marcados constitucionalmente. Todo depende de la decisión de las empresas a las que pertenecen las distintas redes sociales, erigidos en los nuevos gobernadores de la esfera pública digital (Klonick, 2018). Esto se debe a lo que Schauer denominaba como la “estructura hohfeliana”, esto es, a una interpretación de la Primera Enmienda que la concibe eminentemente como un derecho de defensa frente al Estado. 

Ha habido intentos de aplicar a las redes sociales los estándares de la primera enmienda, de la mano de la excepción de la acción estatal / foro público. Precisamente, este fue el argumento utilizado por el expresidente Donald Trump (y otros) en la demanda interpuesta contra Twitter por el cierre de su cuenta de usuario (Donald J. Trump et al. v. Twitter Inc. et al., 21-cv-08378-JD [N.D. Cal. May. 6, 2022]). Sin embargo, lejos de aceptar esta vía jurisprudencial, la Corte Suprema estadounidense (Moody v. NetChoice, 603 U.S. 707 [2024]) ha asimilado la actividad de moderación de las plataformas digitales a la dirección editorial que ejercían los medios de comunicación tradicionales y, siguiendo sus precedentes (Miami Herald Pub. Co. v. Tornillo, 418 U.S. 241 [1974]), ha establecido que la interferencia del gobierno con esa actividad implica a la Primera Enmienda. La regulación federal o estatal no puede alterar las decisiones de las plataformas e imponer sus preferencias, aunque sea bajo la justificación de la neutralidad. Cualquier posible intento de regulación se tendría que enfrentar al estándar del escrutinio estricto.

En este punto puede vislumbrarse la segunda paradoja del debate en torno a la Primera Enmienda y las redes sociales. En el contexto de la esfera digital ha operado una especie de cambio de roles. Si normalmente los sectores republicanos han sido renuentes a la intervención en la esfera empresarial, en este campo han litigado para extender la aplicación de los estándares constitucionales al ciberespacio. La aplicación de los estándares de la primera enmienda dificultaría mucho la moderación de contenido en las redes, que ellos entienden que tiene un sesgo anticonservador. En sentido contrario, desde el campo progresista, usualmente más cercano a la limitación del poder empresarial, se ha visto con enorme suspicacia la aplicación de los estándares en materia de contenido de la Primera Enmienda a las redes sociales, precisamente por la razón contraria. Haría muy difícil cualquier política de moderación que trate de frenar el ciber-acoso o las fake-news, pudiendo hacer de las redes un escenario todavía más hostil para un debate público sano. Hasta ahora, confiaban más en la sensatez de las grandes corporaciones digitales. Como bien ha visto Víctor Vázquez (2025), este intercambio de roles puede verse alterado en el futuro próximo, dada la nueva postura que han tomado los señores de Internet en el comienzo del segundo mandato de Trump.

Pareciera que las opciones pendulan entre otorgar un poder cuasi-absoluto a las corporaciones digitales para configurar la plaza pública digital a su antojo o aplicar la Primera Enmienda a las mismas, con las limitaciones a la moderación de contenido que ello conlleva. Desde la visión europea, no parece que se trate de dos opciones óptimas. Quizás estas paradojas no sean sino la muestra de la necesidad de abandonar una interpretación del derecho a la libertad de expresión, nacida en el siglo XIX, que no constituye un marco adecuado para discutir de los problemas que se plantean en el siglo XXI. En el mientras tanto, y desde dentro de la lógica del contexto estadounidense, ¿cabe pensar en otras opciones? A esta pregunta trataremos de responder en la siguiente entrada del blog.

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