La reforma judicial impulsada por el expresidente López Obrador ha suscitado un álgido y prolongado debate. Primero éste giró en torno a las deficiencias de los cambios propuestos, luego al desaseado proceso de aprobación y, recientemente, a las prácticas perniciosas que se presentaron en los poco concurridos comicios judiciales de junio pasado. No obstante, la tormenta continúa. Los retos son múltiples y oscilan entre la institucionalización de las relaciones entre las instituciones cúspide de la judicatura federal —Suprema Corte de Justicia, Tribunal de Disciplina Judicial, Órgano de Administración Judicial y Tribunal Electoral— y la permanencia de los funcionarios en sus puestos. 

La Suprema Corte, en particular, tiene frente a sí el desafío de definir el papel que pretende desempeñar tanto en el sistema de justicia, como en la política y la sociedad mexicana. Pero si la definición colegiada de este papel es un reto significativo, aún mayor importante es que el proceso de transición en curso sea lo menos áspero posible. Dado que la reforma estableció que ahora el tribunal debe funcionar sólo en Pleno y estar integrado por nueve y no 11 ministros, garantizar su operación cotidiana implica necesariamente diseñar una estrategia para atender la voluminosa carga de trabajo que implica procesar anualmente alrededor de 15 mil asuntos y elaborar aproximadamente tres mil sentencias. Hasta ahora, sin embargo, sabemos poco sobre lo qué se hará para enfrentar este problema.

 

Por fin en el cargo

Las personas electas para cubrir 875 de las 881 vacantes que la reforma abrió en la judicatura federal —dos personas no asistieron a la toma de protesta y cuatro vacantes no se ocuparon— asumieron funciones el 1 de septiembre, incluidos los integrantes de la Corte. Para ellas y ellos, la jornada fue especialmente prolongada porque coincidió con la entrega del primer informe de Gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum, e incluyó una ceremonia tradicional de purificación y entrega de bastón de mando y servicio, así como una sesión solemne de instalación del tribunal. En ella, Hugo Aguilar Ortiz, ya como presidente de la Corte, pronunció un discurso en el que destacó algunos episodios de la historia judicial para subrayar la importancia del momento actual.

En su visión, “[l]a reforma judicial de 2024 respondió a tres grandes exigencias: legitimidad democrática, austeridad, transparencia y combate a la corrupción, y alcanzar una justicia real y verdadera”. En cuanto al primer aspecto, planteó que el voto popular ha brindado a la Corte una “legitimidad inédita”, aunque reconoció que esta legitimidad y la confianza en el tribunal “no se decreta, sino que se va a ganar, día a día a través de la rectitud de nuestras decisiones, la cercanía en nuestro trato y la coherencia en nuestras decisiones”. Quizá por ello aprovechó la ocasión para enviar mensajes concordia a autoridades federales, integrantes de la judicatura y de organismos internacionales de derechos humanos, así como a pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas, academia, agrupaciones de abogados, empresariado y sociedad civil organizada. 

Sobre la austeridad y la corrupción, anunció que la Corte promoverá la reducción de remuneraciones de altos funcionarios, la eliminación de seguros y prestaciones privadas en todo el Poder Judicial, e impulsará que el Tribunal de Disciplina ejerza a plenitud sus facultades. Estas palabras sirvieron para alinearse a la retórica de austeridad que tantas tensiones ha generado recientemente en la colación gobernante, pero también para dejar claro que la Corte intentará continuar asumiendo el liderazgo de toda la judicatura. 

Respecto a lo jurisdiccional, señaló que impulsará una justicia pluricultural y humanista, que favorezca la protección de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, y cuente con perspectiva de género e inclusión social. Y aunque subrayó la intención de combatir el rezago judicial y la necesidad de emitir acuerdos generales para atenderlo, no dio mayores señales sobre lo que se hará para hacer frente a la desaparición de las salas, órganos que hasta hace poco emitían nueve de cada diez sentencias. 

 

Un problema crónico

Uno de los propósitos de las reformas judiciales del último siglo ha sido enfrentar la expansiva carga de trabajo del Poder Judicial en general y la Suprema Corte en particular. Esta expansión ha sido propiciada por dinámicas sociales —crecimiento demográfico, urbanización, alfabetización— y jurídicas —alta litigiosidad, crecimiento de la abogacía–, y en el caso de la Corte por un diseño institucional híbrido, donde convergen atribuciones de casación y control constitucional. Los cambios a este diseño se concentraron inicialmente en ampliar las capacidades materiales de resolución de casos mediante la creación de salas en la Corte y luego de tribunales inferiores. Esto después se acompañó de disposiciones que buscaron enfocar al tribunal en la resolución de asuntos de índole constitucional. Aunque estos cambios produjeron consecuencias evidentes en el funcionamiento del tribunal y su papel político y social, la carga de trabajo ha continuado en ascenso. 

De acuerdo con datos oficiales recientes, en el periodo 1997-2024 ingresaron más 299 mil asuntos a la Corte y egresaron más de 280 mil (Gráfica 1). El promedio anual de ingresos y egresos superó en estas tres décadas los 10 mil, pese a la caída que propició el COVID-19. Las cifras repuntaron tras la pandemia dando lugar a una media anual de 14,752 ingresos y 13,884 egresos. Desde luego no todos estos asuntos desembocaron en una sentencia. La información disponible en las ediciones más recientes del Censo de Impartición de Justicia Federal revela, por un lado, que la cantidad de sentencias emitidas por el tribunal ha presentado un tenue descenso y, por el otro, que la proporción de sentencias analizadas y aprobadas por las salas ha sido equivalente o superior al 90% del total (Gráfica 2). 

El significado de estos datos es más claro cuando se les pondera frente a los de otras naciones. Mientras que en el cuatrienio 2020-2023 la Corte mexicana dictó en 3,101.7 sentencias por año, la Corte Constitucional colombiana 506.2 y la Suprema Corte de Estados Unidos 62.7. Desde luego estas diferencias se explican por el diseño de la jurisdicción constitucional, la incidencia del litigio, entre otros factores. La Corte de los Estados Unidos, por ejemplo, funciona casi por completo en pleno y cuenta con facultades amplias de selección de casos, lo cual le ha permitido definir su propia agenda y administrar su carga de trabajo. La Corte colombiana, además de poseer ciertas facultades de selección, cuenta no sólo con la Sala Plena, sino con múltiples salas dedicadas a la selección, revisión y seguimiento de casos. Aun así, el contraste es revelador del problema que implica la extinción de las salas. 

 

Un dilema urgente

La reforma judicial modificó las normas que regulan el acceso a la titularidad de órganos jurisdiccionales, pero no hizo cambios sustantivos a las competencias de esos órganos. ¿Qué alternativas se vislumbran para que la Corte pueda procesar 15 mil asuntos y elaborar tres mil sentencias? La más elemental sería crecer el personal jurisdiccional para ampliar las capacidades de resolución, una opción que luce poco factible dada el discurso de austeridad. 

La historia y las comunicaciones recientes indican que la delegación es quizá la alternativa más viable. Su implementación, como ha ocurrido antes y lo ha anunciado la nueva integración, podría hacerse mediante la facultad constitucional que permite la Corte regular su competencia y las de los tribunales inferiores. En el Comunicado 4 que las nuevas ministras y ministros emitieron antes de asumir el dieron a conocer se encontraban elaborando instrumentos que permitan “una mejor distribución de los asuntos, en su caso, remitirlos a Tribunales Colegiados, Tribunales Regionales o Juzgados de Distrito para la mayor prontitud en el despacho de los mismos.” De ser esta la ruta, será necesario volver a las viejas discusiones sobre las fronteras entre constitucionalidad y legalidad, y la “importancia y trascendencia” de los asuntos seleccionados por la Corte.

La delegación en órganos inferiores podría complementarse con la creación de estructuras organizacionales como las que en otros momentos se han implementado frente a reformas disruptivas. En los años posteriores a la reforma judicial de 1994, la Corte creó un área —la Unidad de Controversias Constitucionales y Acciones de Inconstitucionalidad— que se dedicó no sólo a tramitar, sino a elaborar los proyectos de resolución de estas dos figuras de control constitucional. Entre 1996 y 2005, esta área produjo el 70% de las sentencias de ambas figuras, lo cual facilitó por un lado la implementación de la reforma, pero, por el otro, produjo uniformidad en los criterios y distanció a los jueces del litigio y la interpretación constitucional. 

El dilema es claro y, aunque las ministras y ministros son conscientes de ello. El primer acuerdo general que emitieron se enfocó, precisamente, en regular la competencia de la Corte, buscando, entre otras cuestiones, ampliar el uso de tecnología y facilitar la agregación de asuntos por semejanza o familiaridad temática. Pese a su relevancia, no parece que el acuerdo esté atacando el problema de manera sustancial. Ojalá que en el futuro próximo el análisis interno cristalice en una estrategia institucional que dé certeza sobre cómo trabajará el tribunal en los tiempos por venir.

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