Esta es la PARTE I del Simposio «El debate en torno a la consulta popular en Colombia«.
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La reciente decisión del presidente Petro de convocar, mediante un “decretazo”, una Consulta Popular Nacional ofrece una oportunidad clave para revisar el complejo recorrido normativo y jurisprudencial que ha tenido este mecanismo de participación en Colombia. Desde su inclusión en el ordenamiento jurídico en los años ochenta, la consulta popular ha experimentado más cierres que aperturas, a pesar de haber surgido en un momento de fuerte demanda social por democratización local, en un contexto marcado por la apertura post-Frente Nacional y procesos de paz emergentes. En 1986, el Acto Legislativo 01 introdujo dos reformas fundamentales: permitió por primera vez la elección popular de alcaldes, vista como un paso clave hacia la democracia local e incorporó la figura de la consulta popular municipal para decidir sobre asuntos de interés colectivo. Este instrumento fue reglamentado posteriormente por la Ley 42 de 1989, que introdujo una innovación destacada: la posibilidad de iniciativa ciudadana. Además de alcaldes, concejales o juntas de acción comunal, los propios ciudadanos podían solicitar la convocatoria mediante la recolección de firmas del 5 % del censo electoral.
Esta apertura fue una respuesta institucional a solicitudes de diversos movimientos sociales y organizaciones cívicas que buscaban fortalecer la democracia de Colombia. Desde su origen, la consulta popular estuvo vinculada al empoderamiento ciudadano y a una creciente desconfianza hacia las élites centralizadas. Sin embargo, no se hizo ninguna consulta popular hasta octubre de 1991, momento en el que ya se había expedido la Constitución de 1991.
Durante la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, la figura de la consulta popular fue retomada desde los primeros momentos del proceso deliberativo, pues ya estaba contemplada en el “Proyecto de Acto Reformatorio de la Constitución Política No. 2”, presentado por el Gobierno Nacional el 15 de febrero de 1991, cuando aún se discutía una reforma parcial a la Constitución de 1886. Dicho proyecto incorporaba tanto la consulta popular nacional, una novedad frente al Acto Legislativo 01 de 1986, que solo reconocía la consulta municipal, como las consultas territoriales. El texto finalmente aprobado por la Asamblea Constituyente conservó, en su mayor parte, esta formulación inicial. La única modificación sustancial introducida al artículo 104 (relativo a la consulta nacional) fue la obligatoriedad del resultado, ya que la propuesta gubernamental no contemplaba este efecto jurídico. No obstante, se mantuvo intacto el exigente procedimiento de convocatoria: la firma de todos los ministros y el concepto favorable del Senado, lo que refleja la intención del Ejecutivo de condicionar el uso del mecanismo a un consenso casi unánime de la clase política. En cuanto a la consulta territorial, recogida en el artículo 105, no se introdujeron variaciones frente al proyecto del gobierno de César Gaviria, preservando así la iniciativa en cabeza exclusiva de los ejecutivos locales y sujeta a la reglamentación posterior del legislador.
La nueva Constitución eliminó la posibilidad directa de convocatoria ciudadana o de corporaciones locales, centralizando así el control sobre la iniciativa en autoridades ejecutivas. Aunque la Constitución buscó fortalecer la participación, su diseño cauteloso limitó desde el inicio la activación autónoma del mecanismo. La consulta popular quedó condicionada a un amplio consenso entre élites políticas, evitando usos disruptivos. Esta estructura, aunque garantizaba estabilidad institucional, restringió significativamente la espontaneidad participativa originalmente proclamada.
Tras la Constitución de 1991, la regulación y aplicación práctica de la consulta popular atravesó distintas etapas, mostrando una evolución desde expectativas iniciales hacia cierres normativos y jurisprudenciales restrictivos. La Sentencia T-470 de 1992 marcó una primera restricción jurisprudencial a la consulta popular al anular la realizada en Tunja por incumplir requisitos formales, como la ausencia de control previo judicial y fallas en la formulación de la pregunta. Más allá del caso específico, el fallo estableció una línea clara: la participación ciudadana solo es válida si se ajusta rigurosamente a los procedimientos definidos por la ley. La Corte no defendió una interpretación sustantiva o expansiva del derecho a participar (art. 40 CP), sino que reafirmó una visión formalista según la cual todo ejercicio democrático debe estar previamente autorizado y vigilado por el orden legal y judicial. Esto que en principio se debería entender como la base del Estado de Derecho, se muestra mucho más problemático al observar los cierres institucionales sucesivos que seguirían en los años posteriores.
En 1994, la Ley 134 definió detalladamente su aplicación y añadió un primer cierre legislativo: un requisito que no había contemplado el constituyente: un umbral significativo (una tercera parte de los ciudadanos que hagan parte del censo electoral) para la validez de las consultas, dificultando su implementación efectiva. Según datos obtenidos de la Registraduría, y contrastados con datos de la MOE, el 36% de las consultas territoriales que se han intentado en el país, han fracaso por no alcanzar el umbral, además la única consulta nacional que se ha realizado en el país, la Consulta Anticorrupción de 2018, también fracasó porque no alcanzó el umbral.
Posteriormente, la Ley 1757 de 2015, permitió que la Consulta pudiera venir desde abajo, volviendo al modelo propuesto casi 30 años antes en la Ley 42 de 1989. Sin embargo, también impuso restricciones temáticas, excluyendo la posibilidad de hacer consultas de iniciativa ciudadana sobre asuntos de iniciativa gubernamental, fiscales, tributarios, relaciones internacionales, amnistías o temas de orden público. Estas limitaciones, sumadas a la exigencia del aval del Senado para consultas nacionales, representan claros cierres legislativos que han restringido considerablemente su uso práctico.
Paralelamente, la jurisprudencia de la Corte Constitucional jugó un papel decisivo y en ocasiones contradictorio. La Sentencia T-123 de 2009, sobre la consulta popular en Nemocón (Cundinamarca), donde la ciudadanía se pronunció en contra de la construcción de un relleno sanitario regional, consolidó una segunda gran restricción jurisprudencial: el principio de participación quedó subordinado a un estricto control competencial. La Corte estableció que solo pueden consultarse asuntos dentro del ámbito de competencia de la autoridad convocante, anulando el resultado por tratarse de un tema ambiental regional, bajo jurisdicción de la CAR, no del municipio. Aunque reconoció el valor simbólico de la participación, la Corte reafirmó que esta no puede prevalecer sobre la distribución legal de competencias. Así, la voluntad democrática expresada en la consulta fue despojada de eficacia práctica, reforzando una visión en la que la democracia participativa es legítima, pero solo dentro de límites técnicos, formales y jerárquicos.
En los años 2010, el uso de la consulta popular resurgió con fuerza por reivindicaciones ambientales frente a proyectos extractivos. En 2013, la Consulta Popular de Piedras (Tolima), en respuesta a un proyecto minero de AngloGold Ashanti, rechazó contundentemente la minería local, convirtiéndose en un referente para otros municipios. Entre 2016 y 2017 lo que podría denominarse una “rebelión localista y participativa”, impulsada por una serie de decisiones judiciales que parecían abrir el camino a un mayor protagonismo de las entidades territoriales frente al modelo extractivo. Fallos como la Sentencia T-445/16 (sobre la consulta minera de Pijao y que abrió el paso a un gran número de consultas minero-energéticas en el país), la Sentencia T-121/17 (que permitía hacer una consulta para prohibir las corridas de toros en Bogotá) y el Auto 053/17 (que ratifica la T-445/16 en Sala Plena) fueron interpretados como señales de apertura hacia una democracia participativa con efectos jurídicos reales.
Estas decisiones judiciales despertaron una oleada de expectativas ciudadanas y una activación sin precedentes de mecanismos de participación, especialmente frente a proyectos minero-energéticos. En menos de un año se celebraron ocho consultas populares sobre minería, todas superaron el umbral del 33 % del censo y el voto por el “No” superó el 95 %. Otras 54 consultas estaban en preparación. Lo más notable es que esta movilización ocurrió a pesar de las condiciones formales adversas, como el alto umbral de participación, y de la oposición explícita de instituciones como la Procuraduría, la Registraduría y el Gobierno Nacional. Aun así, las comunidades lograron poner en marcha estos mecanismos, enviando un mensaje inequívoco sobre su voluntad de incidir en decisiones que afectan directamente sus territorios.
Sin embargo, este impulso inicial provocó una pronta reacción institucional restrictiva, que reconfiguró rápidamente los límites del alcance de estas consultas.
La creciente preocupación del gobierno nacional y de los sectores extractivos frente a la expansión de las consultas populares ambientales, junto con un cambio significativo de los magistrados de la Corte Constitucional derivó en un giro jurisprudencial restrictivo. En la Sentencia SU-095 de 2018, la Corte Constitucional resolvió que los municipios no pueden prohibir actividades extractivas mediante consultas populares, al considerar que la propiedad del subsuelo y de los recursos naturales corresponde exclusivamente al Estado central. Esta posición fue reafirmada por las sentencias C-053/19 y SU-411/20, consolidando una doctrina según la cual las autoridades territoriales no pueden impedir actividades extractivas por vía participativa. Es decir, añadiendo una nueva materia vetada a la Consulta Popular. Aunque la Corte ha exhortado reiteradamente al Congreso a crear un nuevo mecanismo de participación que logre la concertación entre Nación y territorios, 7 años después, ese marco normativo aún no existe, dejando a las comunidades sin herramientas eficaces para incidir en decisiones sobre el uso del subsuelo.
En paralelo, la Corte también limitó la participación ciudadana en otros temas. El Auto 031/18 declaró la nulidad de la Sentencia T-121/17, que había habilitado una consulta popular en Bogotá sobre las corridas de toros, argumentando desconocimiento del precedente constitucional. Confirmada luego con la SU-056/18. Con ello, el alto tribunal cerró la posibilidad de utilizar este mecanismo para pronunciarse sobre espectáculos taurinos, reforzando así una lectura formalista y restrictiva de la participación también en ámbitos no económicos.
El retroceso en el alcance de la consulta popular ha sido marcado y sistemático, acompañado por un estancamiento legislativo que persiste a pesar de los reiterados exhortos de la Corte Constitucional para desarrollar mecanismos efectivos de concertación en el tema minero. A lo largo de tres décadas, la figura de la Consulta ha sufrido una acumulación de cierres: primero normativos, mediante umbrales restrictivos y temas vetados; luego jurisprudenciales, al limitar su eficacia frente a decisiones mineras o culturales. Aunque nació como una herramienta de empoderamiento ciudadano en el marco de una apertura democrática, la consulta ha sido progresivamente encapsulada en una arquitectura institucional que desactiva su potencial disruptivo. Este recorrido ilustra no solo los límites del instrumento, sino la forma en que el orden jurídico ha gestionado, y en ocasiones contenido, la expresión directa de la soberanía popular. El reciente anuncio de la suspensión por parte del Consejo de Estado del “decretazo” del presidente Petro, debido a la falta de concepto favorable del Senado, confirma que esa tensión no ha desaparecido: sigue siendo uno de los ejes centrales del debate sobre la democracia participativa en Colombia.