Esta es la PARTE II  del Simposio «El debate en torno a la consulta popular en Colombia».

Puedes leer la INTRODUCCIÓN aquí.


Nuestra tradición democrática y de estabilidad institucional

¿Puede un proyecto político transformador profundizar una democracia limitada sin sacrificar su estabilidad institucional? Esta es la pregunta que hoy se impone frente a la coyuntura que vive el constitucionalismo colombiano.

Desde la segunda mitad del siglo XX, Colombia ha mantenido una notable estabilidad democrática e institucional. Mientras que durante la Guerra Fría buena parte de América Latina cayó bajo dictaduras militares —como las de Augusto Pinochet en Chile (1973-1990) o la Junta Militar Argentina y su “Proceso de Reorganización Nacional” (1976-1983)—, Colombia se distinguió por la continuidad de gobiernos civiles elegidos por voto popular, con la única interrupción del régimen del general Gustavo Rojas Pinilla entre 1953 y 1957.

Este no es un asunto menor. En una región históricamente propensa a los autoritarismos, Colombia ha demostrado una sorprendente resistencia a los proyectos personalistas y caudillistas. En el actual contexto de “profundización del declive democrático mundial”, esta tradición debe ser reconocida como un capital institucional que merece protección y cuidado.

Ahora bien, destacar esa estabilidad no implica idealizar el sistema político colombiano. La nuestra ha sido —y en parte sigue siendo— una democracia coexistente con profundas desigualdades, exclusión sistemática y violencia estructural. Reconocer el valor de nuestro legado institucional no debe hacernos perder de vista sus límites y el carácter paradójico de nuestro sistema político.

Desde esta tensión es que debe leerse el ascenso de Gustavo Petro a la Presidencia de la República. Tal como señalé en una columna reciente, el proyecto político que él representa constituye una oportunidad única para renovar y profundizar la democracia colombiana. Con todas sus contradicciones, encarna una forma de republicanismo constitucional —más incluyente y transformador— que ha sido históricamente marginado de los pactos institucionales dominantes.

Tres modelos constitucionales en disputa

En La sala de máquinas de la Constitución: dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810–2010), Roberto Gargarella propone una valiosa tipología para comprender los distintos proyectos constitucionales que han coexistido y competido en la región. Su análisis parte de dos principios fundamentales del constitucionalismo: la autonomía individual —entendida como la libertad del individuo frente al poder estatal y las imposiciones sociales— y el autogobierno colectivo —que alude a los mecanismos mediante los cuales una comunidad puede gobernarse a sí misma.

A partir de estos ideales, Gargarella identifica tres grandes corrientes constitucionales en América Latina:

  • El “modelo conservador”, surgido desde los inicios de la independencia, adoptó una visión restrictiva tanto de la autonomía individual como del autogobierno colectivo. Defendía un orden constitucional protector de una noción particular del bien común —a menudo alineada con los valores defendidos por la Iglesia Católica—, al tiempo que promovía un sistema elitista y receloso de la soberanía popular.
  • El “modelo republicano”, por contraste, abrazó con firmeza el ideal del autogobierno colectivo, incluso a costa de limitar la autonomía individual cuando así lo requería el bienestar común. Fue la corriente más comprometida con la ampliación de derechos sociales como condición para una ciudadanía efectiva y participativa.
  • El “modelo liberal”, en cambio, priorizó la autonomía individual sobre el gobierno de las mayorías. Bajo esta óptica, el orden constitucional debía garantizar ante todo la libertad personal, lo que implicaba imponer límites severos al poder de las mayorías, percibidas como potenciales amenazas a la libertad individual.

Gargarella argumenta que, tras las revoluciones democráticas de 1848 en Europa —que provocaron un profundo temor entre las élites latinoamericanas—, liberales y conservadores sellaron una alianza que dio lugar a lo que denomina un “constitucionalismo de fusión”. Este acuerdo político-constitucional buscó contener al republicanismo y se estructuró sobre tres pilares:

  • Una “mirada estrecha sobre los derechos”, que quedaban reducidos a los derechos civiles y rechazaba cualquier aspiración de establecer protecciones sociales;
  • Una defensa irrestricta del derecho a la propiedad privada; y
  • Una visión limitada de los derechos políticos “como derechos reservados para unos pocos”.

En el caso colombiano, esta fusión ha sido dominante desde finales del siglo XIX con la Constitución de 1886, y especialmente desde la reforma constitucional de 1910, que moderó los elementos más autoritarios de la Hegemonía Conservadora y le abrió las puertas del sistema político a los liberales. Aunque la Constitución de 1991 introdujo importantes elementos de la tradición republicana —como los derechos sociales y la participación ciudadana—, el núcleo institucional del sistema político continuó estando fuertemente marcado por el legado liberal-conservador.

¿Hacia una nueva fusión constitucional?

Desde esta perspectiva, el proceso constituyente ambiguamente impulsado por el gobierno de Gustavo Petro puede interpretarse como el intento más ambicioso de reconfigurar el orden constitucional colombiano a partir de una matriz republicana: una que prioriza el autogobierno colectivo, amplía la participación ciudadana y entiende los derechos sociales como condiciones indispensables para el ejercicio efectivo de la ciudadanía. En una tradición marcada por el elitismo constitucional, esta apuesta no debería ser descartada con ligereza.

Sin embargo, sus implicaciones también generan serias preocupaciones. En lugar de fortalecer una democracia deliberativa y participativa, el camino hacia una Asamblea Constituyente —tal como se ha esbozado hasta ahora— podría socavar los avances institucionales consagrados en la Constitución de 1991. Esta, con todas sus limitaciones, ha representado un esfuerzo significativo por conjugar pluralismo político, garantía de derechos fundamentales, instrumentos de democracia participativa y mecanismos efectivos de control al poder estatal.

El riesgo que tenemos ante nosotros es claro: en nombre de una ampliación de la democracia, podría consolidarse una deriva personalista que concentre poder, debilite los contrapesos institucionales y fracture los consensos mínimos que sostienen la convivencia democrática. La historia constitucional latinoamericana muestra con frecuencia cómo los proyectos de refundación, cuando se adelantan sin reglas claras ni consensos amplios, terminan reforzando el autoritarismo en vez de desmontarlo.

Es innegable que el gobierno de Petro ha obligado al país a confrontar temas largamente postergados: la reforma agraria, la justicia tributaria, el racismo estructural, la desigualdad persistente, la importancia de los derechos de los trabajadores, la necesidad de una justicia redistributiva que enfrente la desigualdad profundamente arraigado en nuestra sociedad, entre otros. Esa es, sin duda, una contribución valiosa al debate democrático. Pero si ese impulso transformador se canaliza por vías prohibidas institucionalmente —como una constituyente convocada por medio de una “octava papeleta”—, el proyecto que se pretendía emancipador podría terminar convirtiéndose en una amenaza para el orden constitucional.

El republicanismo contemporáneo, que puede encontrarse en las obras de autores como Philip Pettit, Jürgen Habermas y Cristina Lafont, defiende la importancia de la soberanía popular como valor central de los regímenes democráticos. No obstante, reconoce que la democracia no se agota en la movilización popular ni en la voluntad de las mayorías. También se nutre de reglas, procedimientos y límites que permiten contener el poder, incluso el que se ejerce en nombre del pueblo.

Como señala Habermas, en el Estado democrático de derecho la soberanía popular “ya no se concentra en un colectivo, en la presencia físicamente aprehensible de los ciudadanos reunidos”, sino que “se hace valer en la circulación de deliberaciones y decisiones estructuradas racionalmente” mediante reglas y procedimientos que permiten la institucionalización jurídica de los procedimientos discursivos que hacen posible el surgimiento mismo de la opinión pública y la voluntad popular. Es esto lo que permite a Habermas afirmar “el principio de que en el Estado de derecho no puede haber soberano alguno”, sin que por ello pierda “la soberanía popular ni un ápice de su contenido radical-democrático”.

En este sentido, fortalecer los elementos republicanos de nuestro constitucionalismo no requiere demoler la Constitución de 1991, sino cumplir la promesa aún inconclusa de inclusión, justicia social y participación ciudadana que ella misma proclamó. Y, para ello, el gobierno debe aprovechar los procedimientos jurídicos que permiten la canalización discursiva de nuestros desacuerdos, como las reglas para la tramitación de leyes y actos legislativos. Y, a su vez, la oposición tiene el deber de discutir sobre las propuestas gubernamentales, en lugar de apelar a trampas y atajos que eluden la deliberación democrática, como el llamado “filibusterismo”, con el cual se intentó hundir la reforma pensional.

El gobierno también puede, por supuesto, apelar a los mecanismos de democracia participativa previstos en nuestro ordenamiento jurídico, siempre que se respeten las reglas procedimentales que los regulan y las cuales excluyen, claro está, los “decretazos” para convocar consultas populares y otros demonios.

Ahora bien, incluso si se opta por la vía constituyente, esto debe hacerse respetando los procedimientos institucionales establecidos y no mediante los exabruptos jurídicos esbozados por el Ministro de Justicia Eduardo Montealegre. De lo contrario, se corre el riesgo de socavar nuestra frágil, pero vigente, democracia constitucional. En un momento crítico como este, marcado por la polarización corrosiva y el crecimiento de la violencia política, el legado del presidente Petro dependerá no solo de las causas que defienda, sino —y quizá sobre todo— de los medios que elija para alcanzarlas.

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