A lo largo de la historia, la humanidad ha atravesado momentos clave donde el derecho y la ética se han unido para redefinir nuestra relación con la vida y el planeta: desde la abolición de la esclavitud y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, hasta la prohibición del DDT, el Protocolo de Montreal y el Acuerdo de París. Cada uno de estos hitos nos recuerda que cuando el derecho escucha a la ética, y a la ciencia, somos capaces de proteger no solo a los seres humanos, sino también a la Naturaleza que hace posible nuestra existencia.

La reciente Opinión Consultiva OC-32/23 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, notificada el 3 de julio de 2025, es uno de esos hitos. Un documento que, aunque surge en un contexto de emergencia climática, representa un esfuerzo valiente y se convierte en una herramienta poderosa para transformar la relación entre los Estados, los pueblos y la Naturaleza.

Durante décadas, la ciencia climática lanzó advertencias claras, pero el puente hacia la acción política y jurídica permanecía incompleto. Apenas en 1988 vimos nacer el IPCC, un esfuerzo colectivo que comenzó a articular la ciencia con la política climática global, en un contexto donde hasta entonces los científicos trabajaban en gran medida de forma aislada en sus laboratorios. De manera similar, esta OC representa el paso que faltaba para afirmar que la crisis climática no es solo un asunto técnico o ambiental, sino, ante todo, un asunto de derechos humanos y de derechos de la Naturaleza.

La Corte reconoce que el cambio climático no es un fenómeno abstracto: sus impactos amenazan la vida en todas sus formas, la salud de los seres vivos, el ambiente y las expresiones culturales que dan sentido a nuestras comunidades. Pero va aún más lejos. La Corte establece que los Estados tienen obligaciones concretas e inmediatas, derivadas del derecho internacional de los derechos humanos y del principio de no regresividad. No solo se trata de proteger a las generaciones presentes, sino también a las futuras y a la propia Naturaleza como sujeto de derechos.

El documento no se queda en meras declaraciones: define obligaciones claras de mitigación y adaptación, exige medidas preventivas y reparadoras, y enfatiza la obligación de actuar bajo el principio de precaución. Reconoce, además, que los Estados tienen responsabilidades diferenciadas, determinadas por sus contribuciones históricas al problema y sus capacidades actuales para enfrentarlo. Asimismo, eleva la prohibición de causar daños significativos más allá de las fronteras al nivel de norma imperativa de derecho internacional (jus cogens), consolidando un estándar ético y jurídico de alcance global.

Estas obligaciones no surgen en el vacío: son el resultado de un largo recorrido de toma de conciencia ambiental que empezó mucho antes de los actuales marcos jurídicos. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo se rindió ante el hechizo de la industria y la química, creyendo que el progreso no tendría límites ni consecuencias. Sin embargo, voces visionarias como las de Fairfield Osborn y Jean Dorst advirtieron que ese avance desmedido era un juego peligroso que amenazaba el equilibrio planetario. La humanidad, eufórica por su aparente dominio tecnológico, olvidó que habitaba un lugar frágil, dependiente de sistemas naturales interconectados y delicados.

Rachel Carson, en su obra Primavera Silenciosa, encendió una alarma global que condujo a la prohibición del DDT, un pesticida que se acumulaba en los ecosistemas y dañaba la salud humana. Su libro desató una verdadera primavera de indignación pública y presión política que, años después, inspiró la creación de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) en EE.UU. Carson fue una mujer valiente, que enfrentó la presión feroz de la industria química decidida a desacreditarla. Sin ella, la acumulación de químicos habría seguido, afectando a las generaciones de aquel presente y también a las futuras, es decir, a nosotros mismos.

Clair Patterson, en los años 60, desafió a la poderosa industria petrolera y a los fabricantes de aditivos con plomo. Fue su lucha la que logró la eliminación progresiva del plomo en la gasolina en EE.UU, finalizada en 1995, y más tarde replicada en Europa. Muchos llamarían a esa valentía «activismo» en tono despectivo, como si defender la vida fuera un exceso. Pero qué bien que lo hicieron. Gracias a esa mezcla de ciencia y coraje, hoy el mundo todavía tiene pájaros que cantan y niños que respiran sin plomo.

El logro de Carson y Patterson se une a otra gran conquista colectiva: la defensa de la capa de ozono. Antes de que el cambio climático ocupara el centro de la agenda, la humanidad ya había demostrado su capacidad de alterar un sistema planetario esencial: abrimos un hueco en el cielo, literal y simbólicamente. La amenaza no era abstracta: implicaba mutaciones genéticas, cáncer de piel y daños irreversibles a los ecosistemas. La respuesta, sin embargo, fue inusitadamente rápida: en 1985 se adoptó la Convención de Viena para la Protección de la Capa de Ozono, que sentó el marco de cooperación internacional, y en 1987 se firmó el Protocolo de Montreal, que estableció la eliminación progresiva de los clorofluorocarbonos y otras sustancias destructoras del ozono. Este protocolo sigue siendo uno de los mayores éxitos de la diplomacia ambiental. El caso del ozono demostró que la comunidad internacional puede actuar cuando la ciencia es clara y el peligro, inminente. Hoy, frente a la crisis climática, no podemos permitirnos romper el cielo dos veces.

A partir de la década de 1960, ese conocimiento científico empezó a filtrarse más allá de los laboratorios, impulsado por obras como Primavera Silenciosa y por el surgimiento de los movimientos ecologistas. En los años 70 y 80, con la aparición de organizaciones como Greenpeace y WWF, la sociedad civil se consolidó como un actor clave, capaz de traducir la evidencia científica en exigencia pública y presión política. Desde entonces, ciencia y ciudadanía han forjado una alianza indispensable, un pilar que sostiene hoy la respuesta global frente a la crisis climática. Esta convergencia disuelve el falso antagonismo entre “expertos” y “gente común”: la ciencia necesita de la sociedad para incidir en el mundo, y la sociedad necesita de la ciencia para orientar su acción.

La OC, fruto de la ciencia jurídica, no solo reconoce la importancia de la participación pública y el acceso a la información, sino también consagra el derecho a la ciencia como un elemento esencial para garantizar políticas climáticas efectivas y justas. En definitiva, es en esa sinergia donde se encuentra la mayor esperanza: en la capacidad conjunta de transformar la evidencia en derecho, la conciencia en acción y la indignación en medidas concretas que protejan la vida y la Naturaleza.

Hoy, mientras las olas devoran las costas y los incendios arrasan los bosques, la OC es un faro jurídico y moral. Este avance se suma a un logro regional extraordinario: el Acuerdo de Escazú. Juntos, el Acuerdo y la Opinión Consultiva forman una llave jurídica y ética sin precedentes para América Latina y el Caribe. Herramientas esenciales para enfrentar la emergencia climática y asegurar la protección de los derechos humanos y de la Naturaleza en toda su diversidad.

El planeta ya habló. La ciencia ya habló. Ahora nos toca a nosotros convertir el derecho en acción.

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