En noviembre de 1932 Carl Schmitt dio un discurso ante la patronal alemana de industriales del hierro y acero, que más tarde se publicó con el título “Estado fuerte y economía sana”. Allí defendió la necesidad de un Estado fuerte para Alemania, autoritario en lo político y garante de la libertad individual en el ámbito de la economía. Un “Estado total cualitativo” capaz de decidir sobre quien es amigo y quién enemigo, cuya expresión más cercana era, en palabras del propio Schmitt, el Estado fascista.
Como reacción a estas ideas, y al giro conservador de los gabinetes de derecha que gobernaron los últimos años de la República de Weimar, el jurista socialdemócrata Hermann Heller publicó un breve texto titulado ¿Liberalismo autoritario? En él acusa a Schmitt –y a los representantes de ese liberalismo autoritario- de defender los intereses de la clase dominante y atacar los fundamentos del Estado social de derecho, y claro, de la Constitución democrática de 1919.
Tal vez sean, precisamente, las resonancias contemporáneas del pensamiento de Heller las que han conducido al redescubrimiento de este artículo, que hasta hace poco más de una década permanecía prácticamente ignorado fuera del estrecho círculo de especialistas en la República de Weimar. Publicado por primera vez en 1933 en Die Neue Rundschau e incorporado en 1971 a sus obras completas, el texto no alcanzó proyección internacional hasta que Bonnie Litschewski Paulson, Stanley L. Paulson y Alexander Somek lo tradujeron al inglés en 2015 y lo incluyeron en un número especial de la European Law Journal. Más recientemente, en 2020, fue traducido al francés por Grégoire Chamayou y publicado junto con el discurso de Schmitt. Finalmente, en 2023 apareció por primera vez en español, en la excelente traducción de Ramiro Kiel y Nicolás Fraile, que es la edición que citamos en esta columna.
Aunque a primera vista parezca una expresión contradictoria, el concepto de liberalismo autoritario no lo es. Describe una corriente que recoge la tradicional desconfianza del liberalismo clásico hacia la intervención política en la economía y al mismo tiempo manifiesta —como ocurrió en el contexto de la Alemania de Weimar— un creciente rechazo al régimen democrático, en favor de soluciones autocráticas o dictatoriales. Esta fórmula articula así una defensa ideológica del libre mercado y el capitalismo, acompañada por una erosión de los principios democráticos.
Recordemos que cuando Heller escribe este artículo, la democracia de Weimar ya había emprendido un proceso de declive sin retorno. En marzo de 1930 Heinrich Brüning inauguró el período conocido como Präsidialregierung (gobierno presidencial) durante el cual el parlamento nunca más logró formar una mayoría y el Presidente del Reich gobernó mayormente por medio de los decretos habilitados por el famoso artículo 48 de la Constitución. Todos los gabinetes que se sucedieron, y en particular el de Franz von Papen, se caracterizaron por una serie de medidas políticas y económicas que tendieron a desmantelar el Estado social.
Heller identifica en la intervención de Schmitt —quien ya actuaba entonces como asesor gubernamental del Reich— una justificación de ese tipo de medidas y de ejercicio del poder que engloba con el concepto de liberalismo autoritario. Lo autoritario, advierte, se manifiesta como una impugnación directa al Estado democrático. Se trata de un ataque a la democracia y a sus procedimientos de decisión, que puede explicarse en parte por la debilidad y la falta de capacidad de la República de Weimar para afrontar las dificultades de la posguerra. Pero que se origina, ante todo, en una «creencia milagrosa en la dictadura» (67): la convicción de millones de personas de que la solución a todos sus problemas no proviene del debate parlamentario, sino de la figura de un líder.
Una de sus consecuencias es la concentración del poder en el Ejecutivo. El liberalismo autoritario no se limita a combinar una política económica liberal con el aumento de la represión: también se manifiesta en la apropiación de las decisiones económicas por parte del Poder Ejecutivo, mediante el uso intensivo de decretos. Esta ofensiva antidemocrática socava el origen mismo de la decisión democrática: el parlamento. Y no lo hace solo en el terreno económico, como lo ejemplifica el célebre caso Prusia contra Reich de 1932, que enfrentó en bandos opuestos a los mismísimos Heller y Schmitt.
Lo particular de este autoritarismo, sin embargo, es que a diferencia de expresiones anteriores, es liberal en lo económico. Se posiciona de manera contundente sobre la forma económica capitalista. Tan pronto como se habla de economía, “el Estado “autoritario” renuncia por completo a su autoridad y sus voceros presuntamente conservadores conocen solo el eslogan: ¡Libertad de la economía respecto del Estado!” (69). El liberalismo autoritario se expresa así en la separación entre Estado y economía.
Con ejemplos tomados de la gestión del canciller Franz von Papen durante la República de Weimar, Heller describe al liberalismo autoritario como una ofensiva sistemática contra el Estado de bienestar. Se trata de retirar el financiamiento público de la salud, del seguro de desempleo y de toda política cultural, especialmente la educativa. El trabajo deja de ser visto como un derecho y se lo concibe como una obligación. Esta supuesta no interferencia en la economía, denuncia Heller, es meramente ideológica. Porque el Estado no renuncia a subvencionar a los grandes bancos, las grandes industrias y los grandes terratenientes, sino que se concentra solo en el “desmantelamiento autoritario de la política social” (69).
La advertencia helleriana sobre el liberalismo autoritario adquiere una relevancia particular para el constitucionalismo democrático. Cuando este tipo de liberalismo avanza, las instituciones propias del Estado de derecho son deslegitimadas, representadas como un mero “sinsentido racionalista” (67). Esa era la búsqueda de Schmitt y de los enemigos de la República. La Constitución de Weimar —que había consagrado el Estado social y democrático de derecho— fue reducida ad absurdum.
La teoría constitucional de Heller ofrece herramientas conceptuales valiosas para enfrentar el liberalismo autoritario. Salvando las distancias históricas y los inevitables anacronismos, su pensamiento proporciona claves interpretativas vigentes para analizar los desafíos actuales. La erosión de la democracia como mecanismo para fortalecer el capitalismo no solo fue una constante de su tiempo, sino que sigue operando en el nuestro. Por eso, el análisis helleriano conserva una potencia explicativa notable.
En este sentido, Anthoula Malkopoulou ha destacado el potencial de las ideas de Heller para articular una propuesta de autodefensa democrática que supere las limitaciones de la llamada democracia militante o defensiva —aquella que se restringe a diseñar mecanismos para prohibir o contener a partidos que atentan contra el sistema democrático—. Heller no solo señala, en su artículo de 1933, los peligros del liberalismo autoritario para el constitucionalismo democrático, sino que enfatiza la importancia de la defensa activa y ciudadana del mismo.
Las medidas impulsadas por el gabinete de von Papen, representativas del liberalismo autoritario, no beneficiaban al 90 % de la población. Ningún Estado, sostiene Heller, “será un Estado fuerte si no consigue fortalecerse económicamente frente a los bancos, la industria y el agro, y aumentar el entusiasmo por el Estado [Staatsfreudigkeit] mediante una organización de la economía que, en primer lugar, cubra las necesidades del noventa por ciento” (p. 70). La democracia no se protege únicamente prohibiendo a sus enemigos, sino mediante acciones positivas del Estado que promuevan la justicia social y la integración cultural. No hay democracia viable en contextos marcados por desigualdades económicas, sociales y culturales. La democracia se convierte en algo digno de ser defendido cuando ofrece condiciones materiales justas que hacen de su experiencia cotidiana una razón para sostenerla.
Como advierte en nuestros tiempos Wendy Brown, el neoliberalismo ha contribuido durante décadas a fomentar una cultura política profundamente antidemocrática. Una de sus herramientas más eficaces ha sido la de ampliar las desigualdades hasta niveles impensados hace poco. El llamado de Heller a reflexionar sobre las condiciones materiales de la democracia y sobre el rol de la ciudadanía en su defensa resulta, como mínimo, una fuente de inspiración para quienes partimos desde la convicción de que la democracia y su constitución deben ser defendidas.