A través de este ejercicio de escritura intento entender algunas incomodidades que me generó la crítica de la Urracca Parlanchina (Lina Céspedes) a las políticas de la identidad, artículo que agradezco mucho por motivar la discusión de temas que, tal como conversamos con Micaela Alterio, generan mucho pánico moral incluso entre las propias feministas que va desde el borramiento de las mujeres al miedo al backlash.

Comparto su premisa conceptual relativa a que el género es una performance, “una compleja red de significados que se tejen a nivel individual y social en una retroalimentación constante. La performance del género es una especie de danza de largo aliento en la que el individuo y la sociedad alternan y traslapan sus roles de actor, público y crítico”. Sin embargo, su nota me incomoda, una incomodidad que celebro y espero ir desarmando y entendiendo con estas reflexiones.

Una primera afirmación provocativa la encuentro cuando enuncia que “hay derechos que se ganaron a costa de etiquetas vitalicias”. Pareciera desdeñar luchas cuyas complejidades (articulación de aliades, ampliación de sus integrantes -gays primero, lesbianas, después, y luego bisexuales, trans, queer y cualquier grupo cuya sexualidad exceda los cánones de la cisexualidad y la heterosexualidad hegemónicas) exceden el rótulo de etiquetas vitalicias y estancas.

Cuestiona que los significados del sexo/género (acá yo prefiero usar un guión entre esos dos términos en lugar de la barra inclinada que expresa oposición entre ambos) sean fácilmente manipulables a nivel individual. No obstante, en la realidad muchas personas que efectivamente sí viven un sexo-género rebelde a las etiquetas, mientras que otras personas no. La fluidez de género no es un capricho para la gran mayoría de los seres que así lo sienten y viven. Que haya alguna persona para quien sí sea un capricho, no invalida que para muchas otras la fluidez de género es una forma de vida. Y es cierto que esto puede contribuir a “sembrar de manera irresponsable las semillas del pánico respecto del sexo, la identidad y la sexualidad”, pero ello no puede ser motivo para descalificar la lucha sobre los derechos LGBTIQ+, que de caprichosa poco tiene, más cuando son conocidas las estadísticas respecto de la baja expectativa de vida, la violencia, y la falta de acceso a derechos como la salud, educación y vivienda.

Tal como dice Lina, la utilización descuidada del lenguaje de género seguramente sea aprovechada por quienes buscan criticarlo como una ideología peligrosa para las mujeres y la niñez. Luego afirma que dicho descuido es llevado a cabo por parte de la izquierda. No conozco mucho sobre los matices de la política en Colombia, pero pareciera atribuirle demasiada responsabilidad a toda una orientación política por lo hecho por Florián, y más desorientador es frente al contexto general, mundial y regional, donde es casi imposible conocer qué es hoy la izquierda o la derecha.

Lina reconoce que la identidad de género se basa en la experiencia común de la discriminación sufrida. Pero ello, dice, tiene dos reparos. Por un lado, cuestiona que el cúmulo de letras LGBTIQ+ busque uniformar las vivencias de personas tan disímiles. No comparto esta premisa. La identificación y activación política en función de experiencias comunes de privación de derechos, de vivencias de ciudadanías de segunda, de represión policial, de familias diversas, etc. en ningún momento busca uniformar a personas cuyas vivencias son tan disímiles como lo es la vivencia de cada ser humano más allá de su o sus géneros u orientación sexual -u orientaciones sexuales. A diferencia de Lina, no creo que la lucha por la identidad de las personas LGBTIQ+, o puesto en otros términos, de las personas que no son ni cis ni hetero, deba “pasar por un intenso proceso de diferenciación en aras de crear una identidad que les permita hablar de su discriminación como grupo”. Sí creo, como también lo afirma Lina, que comparten un piso mínimo de experiencias comunes que se repiten y que sirven para identificar y catalizar el reclamo por el reconocimiento de derechos. Por ello, no creo que los discursos de la identidad reduzcan necesariamente la vida a una etiqueta. Ciertamente destacan características y experiencias que se repiten y comparten quienes habitan el grupo identitario (vidas precarias de discriminación y violencia y un temple-resiliencia impresionante para hacer frente a ello), pero no anulan lo infinito de sus particularidades.

Su segundo reparo se centra en la premisa epistemológica según la cual quienes son parte de la experiencia común de ostracismo y del conocimiento particular que les une, excluyen a los demás como conocedores de la discriminación y violencia. Demás está decir que coincido con Lina, que tal experiencia y conocimiento permite “la cohesión alrededor de una agenda compartida, la promoción de un sentido de pertenencia y la oposición organizada frente a lo considerado como sentido común o normal hasta el momento”. Pero a diferencia de ella, de acá no puedo deducir que las políticas de la identidad consideren que las personas que no son parte de tal experiencia no puedan conocer, imaginar, y hasta sentir cómo es esa experiencia de exclusión, violencia, discriminación, alegría, orgullo aunque no ocurra de primera mano, en la propia carne.

Por el contrario, el proceso de reconocimiento de derechos de grupos vulnerabilizados tiene como premisa fundamental crear alianzas con otros grupos sociales y políticos (estudiantes, partidos políticos, gremios, grupos de mujeres, personas con discapacidad, etc.) que no transitan necesariamente el mismo tipo de no-reconocimiento jurídico y social. Las alianzas son posibles justamente porque les aliades pueden hacer el ejercicio de imaginar, de estar lo más cerca posible, de la piel o en los pies de quien es sojuzgade. Con esto no quiero decir que se pueda sentir-experimentar lo mismo, no sería tan soberbia, pero sí creo que las personas pueden acercarse en gran medida a conocer una vivencia vital de martirio y de negación de derechos. Para ello es necesaria una predisposición de escucha y conocimiento abierta, curiosa, no cerrada a esa experiencia que no es igual a la propia. En este sentido, me parece exagerado pensar que  las políticas de la identidad presuponen una persona definida en términos estáticos que no se vincula y expulsa a quien no es como ella y que esto “supone una cortapisa tajante a la posibilidad de imaginar y de entender a les otres, y que implica una sentencia de muerte para la comunicación y la comprensión intelectual del mundo”. No todo conocimiento es totalmente subjetivo y dudo que tanto las personas LGBTIQ+, como  cualquier otro ser humano más o menos bien intencionado, nieguen la objetividad de las estadísticas concretas y abrumadoras sobre la violación de sus derechos.

En lo expuesto más arriba ya adelanto que no creo que necesariamente se produzca una confusión entre experiencia e identidad en las políticas de la identidad, que según Lina, tienden a reducir a los individuos a sus experiencias. No digo que esto no suceda o pueda suceder. Sólo digo que no afirmaría ello de forma tan tajante, tan omnicomprensiva como lo hace Lina respecto de estas tres cuestiones: “(i) la identificación del todo con la parte: el individuo es esa parte de la experiencia que permite sostener la identidad; (ii) la suposición de que todos los individuos con la misma identidad sufren las mismas discriminaciones y (iii) la intensificación de la “otredad” que impide a personas o grupos que no exhiben las características fundantes de la identidad participar o colaborar en las demandas y movilizaciones de un grupo identitario discriminado”. Mi experiencia trabajando con personas y organizaciones LGBTIQ+ y madres y padres de niñes trans y gays, no refleja el sectarismo retratado. Por el contrario, diría que la capacidad de formar alianzas y el respeto por la diversidad dentro y fuera del movimiento LGBTIQ+ ha sido su rasgo destacado.   

Entiendo el atractivo por nociones menos estáticas y más clásicas de la movilización política y la noción de interés que acomoda la resistencia de Lina. Pero, en un mundo que está lejos de ser ideal, donde un conservadurismo ascendente reacciona en especial contra los avances en el reconocimiento de los derechos de mujeres, niñes y personas LGBTIQ+ en general, no pareciera ser hoy una postura viable de acción política. Tal vez sea demasiado amable, idealista, frente a una realidad que nos mata.

Para finalizar, me parece importante destacar que la discusión propuesta por Lina no creo que invalide la crítica sustantiva al género binario, sino que se enfoca en aspectos más estratégicos-metodológicos. Tanto en el mundo biológico (cualquiera sea el parámetro que se tomen, hormonas, genes, genitales internos, externos, etc.), como en el social (como lo ha demostrado el feminismo de segunda generación cuestionando roles de género que restringe a la mujer al ámbito privado, o el feminismo queer que rechaza que el género esté atado de una manera esencial a una supuesta verdad sexo-biológica), no existe tal binarismo de sexo-género en términos estáticos y opuestos de varón/mujer, sino una graduación, variación, fluidez, matices de ellos tanto en la adultez como en la infancia (https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/9/4260/13.pdf). La esencialización del sexo-género en términos binarios y biológicos que cierto feminismo y posturas conservadoras adoptan, justamente atenta contra el entendimiento no encorsetado de la identidad que Lina pareciera enarbolar y que, sin dudas, celebro.


Cita recomendada: Laura Saldivia «Ridiculizar el género binario sí, no la lucha por la identidad», IberICONnect, 2 de octubre de 2025. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2025/10/ridiculizar-el-genero-binario-si-no-la-lucha-por-la-identidad

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