El 7 de diciembre de 2020 celebramos el veinte aniversario de la proclamación solemne de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea (UE). Como es bien sabido, el texto no estaba originalmente llamado a producir una gran transformación en el Derecho de la UE o en el estatuto jurídico de sus ciudadanos, mucho menos a lanzar ningún mensaje respecto a la constitucionalización del proceso de integración europeo. La intención era mucho más limitada: se trataba de hacer visibles para los ciudadanos los derechos fundamentales que la Unión les venía reconociendo como principios generales desde la célebre sentencia Stauder (1969) del Tribunal de Justicia de la UE (TJUE). Tal y como indicaba la decisión relativa a la elaboración de la Carta (Anexo IV, Conclusiones del Consejo Europeo de Colonia, 3-4 junio de 1999), ningún derecho fundamental nuevo había de reconocerse, tampoco se transformarían los mecanismos para hacer valer esos derechos ante la justicia nacional o europea y la naturaleza jurídica de la Carta quedaba a la espera de una decisión ulterior de los jefes de Estado y de Gobierno de los Estados miembros. La operación parecía, al menos inicialmente, de mero maquillaje. Y, ante tantas limitaciones, no era de extrañar que reconocidas voces en el ámbito del Derecho de la UE pusieran en duda la utilidad del catálogo de derechos que podía surgir de tan limitado mandato (Weiler).

A pesar de ello, veinte años después, el potencial transformador de la Carta y su contribución a la constitucionalización del proceso de integración europeo parecen indiscutibles (Lenaerts). A pesar de que la Carta comenzó su andadura sin ser un instrumento jurídicamente vinculante, el texto comenzó pronto a ser utilizado por las instituciones europeas y por tribunales nacionales y europeos (Díaz Crego o Iglesias Sánchez), y ese proceso se aceleró cuando, nueve años después de su proclamación solemne, la Carta se convirtió en parte del Derecho originario de la UE (art. 6.1 del Tratado de la Unión Europea– TUE) gracias a la entrada en vigor del Tratado de Lisboa (2009). El nuevo estatus jurídico de la Carta la ubica en el centro de la arquitectura constitucional de la UE: la Carta no es sólo el catálogo de derechos fundamentales de la UE, sino una pieza clave para dotar de contenido a los valores fundacionales de la Unión, entre los que se incluyen los “derechos humanos” (art. 2 TUE). 

En los últimos años, la Carta ha sido utilizada en sentencias clave para el proyecto europeo. Desde el punto de vista sustantivo, recuérdese el Digital Rights Ireland, en el que el TJUE declaraba la nulidad de la controvertida Directiva de retención de datos por vulnerar los derechos a la vida privada y a la protección de datos personales (arts. 7 y 8 Carta). O el caso F., en el que el TJUE prohibía el uso de exámenes psicológicos para determinar la orientación sexual de solicitantes de asilo (art. 7 Carta), o el caso Léger, en el que el TJUE apuntaba que la prohibición de donar sangre impuesta a hombres que hubieran mantenido relaciones sexuales con otros hombres podía considerarse una discriminación por razón de orientación sexual (art. 21 de la Carta). O la serie de casos iniciados con el seminal Aranyosi y Căldăraru (seguido por Celmer, ML, Dorobantu o L y P), en los que el TJUE ha impuesto límites a la ejecuciones de euroórdenes cuando la persona pueda sufrir malos tratos por las condiciones de reclusión en el Estado miembro de destino (art. 4 Carta) o se crea fundadamente que no tendrá un proceso equitativo debido a la falta de independencia del poder judicial de ese Estado (art. 47 Carta). O, en línea con esta jurisprudencia, las notabilísimas sentencias en las que el TJUE ha definido las garantías que deben respetar las autoridades de los Estados miembros en relación con la independencia e imparcialidad de sus jueces ex artículos 2 y 19 TUE y 47 de la Carta (Associação Sindical dos Juízes Portugueses, Comisión c. Polonia (independencia de tribunales ordinarios), A.K., Comisión c. Polonia (independencia del Tribunal Supremo) o la recientísima A.B. y otros). 

Si la lista de casos notables en los que el TJUE ha hecho uso de la Carta para avanzar en la delimitación del contenido de derechos fundamentales específicos es extensa, no lo es menos la saga en la que el tribunal ha delimitado su ámbito de aplicación y sus relaciones con los catálogos de derechos nacionales y el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Si en Åkerberg Fransson, el TJUE apuntaba claramente que la Carta se aplica allí donde se aplica el Derecho de la UE, disipando así ciertas dudas sobre una posible interpretación restrictiva de su artículo 51 (Eeckhout, Sarmiento o Spaventa), las recientes sentencias del TJUE referidas a la independencia de los órganos jurisdiccionales nacionales parecen haber extendido el ámbito de aplicación de la Carta a todos los “ámbitos cubiertos por el Derecho de la Unión” (Spieker). Realizando una lectura conjunta de los artículos 2 y 19 TUE y 47 de la Carta, el TJUE ha así indicado que todos los órganos jurisdiccionales nacionales, en su calidad de jueces ordinarios de Derecho de la UE, han de respetar los estándares de imparcialidad e independencia que se derivan del artículo 47 de la Carta y ello ante la mera posibilidad de que apliquen, en algún momento, el Derecho de la UE (A.B. y otros). Una afirmación cuya trascendencia no escapa a nadie dados los ataques a la independencia del poder judicial que se viven en algunos Estados miembros (Comisión Europea, Informe de 2020 sobre el Estado de Derecho). 

Complementando a Åkerberg Fransson, los casos Melloni y M.A.S y M.B han marcado la línea interpretativa del TJUE en relación con el artículo 53 de la Carta y, por tanto, de las relaciones entre el catálogo de derechos de la UE y los nacionales, una compleja cuestión que lleva años siendo objeto de discusión entre los especialistas del Derecho de la UE (Lenaerts o  Rauchegger). Y, en relación con el Convenio Europeo de Derechos Humanos y a la espera de que la negociación política salve el impasse impuesto por la sentencia del TJUE sobre el proyecto de tratado de adhesión de la UE al Convenio (Dictamen 2/13, de 18 de diciembre de 2014), la posición del TJUE pasa por afirmar que el Convenio marca un mínimo común denominador a respetar por la UE, pero que la protección de derechos en la UE puede ser más elevada (Menci, interpretando el art. 52.3 Carta).

Así pues, veinte años después de la proclamación solemne de la Carta y a pesar de las dudas iniciales sobre su potencial transformador, el balance parece positivo: la Carta forma parte ya del corazón de la arquitectura constitucional de la UE y está llamada a servir de instrumento clave para delimitar el contenido de los derechos fundamentales y los valores fundacionales sobre los que se asienta la Unión. No obstante, hay que señalar que la garantía efectiva de los derechos fundamentales en la Unión no puede darse por sentada. Apenas hace unos meses, el Parlamento Europeo expresaba su preocupación por el retroceso en materia de derechos fundamentales en algunos Estados miembros (Informe anual del Parlamento Europeo sobre la situación de los derechos fundamentales en la UE, noviembre de 2020), y la Comisión europea recogía el guante definiendo la necesidad de mejorar la aplicación de la Carta en los Estados miembros como uno de los cuatro pilares de su nueva Estrategia de la Comisión Europea para reforzar la aplicación de la Carta de los Derechos Fundamentales en la UE (diciembre 2020). El futuro nos dirá si la Carta juega un papel relevante en la mejora de la garantía de los derechos fundamentales en todos los Estados de la Unión. 

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