El escenario tecnológico y la digitalización de las relaciones interpersonales supone un gran avance que no es necesario manifestar. Sin embargo, también posee una vertiente negativa. Lo mismo que la tecnología nos facilita la vida, se puede convertir en un instrumentos de dominación y control. Y si se cometen delitos en el entorno analógico, también es obvio que estos se van a producir en el ciberespacio, ese lugar donde se desarrolla la cibersociedad, integrada por aquellos individuos que se relacionan personal, económica y laboralmente de manera virtual.

Los delitos que se presentan en este tipo de relaciones son de muchas clases, alcanzando sin duda mucha relevancia los que afectan al patrimonio y los que tienen como objetivo a sujetos pasivos especialmente indefensos (la pornografía infantil es uno de los delitos que ocupa el “top” de las estadísticas junto a las estafas informáticas).

En este escenario no es descabellado hablar de que la tecnología constituye un nuevo elemento para agredir a las mujeres, constituyendo una nueva manifestación de la violencia de género.

Como es sabido, la violencia que ejercen los hombres sobre las mujeres por el hecho de ser mujeres tradicionalmente se ha identificado con la violencia física, lo que es lógico si se vincula la idea de agresión con la de violencia. Tomando en consideración que el concepto de violencia ha sufrido una espiritualización desde el punto de vista de su identificación social, también se habla de violencia cuando se producen ataques a la libertad sexual, la salud psíquica, la intimidad, la integridad moral o la dignidad.

Desde el punto de vista punitivo quizá no sea adecuada esta vinculación entre violencia y transgresión de la norma, pero lo cierto es que socialmente se emplea la denominación de “violencia de género” o “sobre la mujer” para aludir a la vulneración de derechos que sufrimos las mujeres cuando somos atacadas por los hombres por razón de nuestro género. Y, la desigualdad no solo no ha desaparecido del entorno virtual, sino que este es, precisamente, un instrumento muy poderoso de control hacia las mujeres. Es necesario recordar que las mujeres que no se someten se las castiga por rebelarse o discrepar (SAP Vizcaya 64/2016).

En este sentido se constata la presencia de, al menos, dos clases de ataque: por un lado, las agresiones que padecen mujeres que manifiestan sus opiniones, quejas o modo de vida a través de redes sociales, por atacantes que no suelen tener una relación personal con ellas; por otro, los atentados que sufren las mujeres por sus parejas o exparejas, donde se combinan acciones con la actividad en redes sociales, con actos de control en el día a día en la esfera privada.

Por lo que hace a los ataques en el ámbito público, se producen por el mero hecho de ser mujeres, por pertenecer a grupos discrepantes, por ser feministas, por destacar en algún ámbito, etc. Pueden ser desde acciones irrelevantes desde el punto de vista penal (ninguneos, cuestionar sus afirmaciones con argumentos circulares que pretenden llevarlas al absurdo) hasta lesiones importantes (vejaciones, insultos, acosos). Con ello, se pretende expulsar a la mujer de la red social por la “inconveniencia” de sus manifestaciones, lo que puede llegar a producirse si los ataques son masivos (recuérdese el caso de la voluntaria de cruz roja cuya imagen abrazando a un muchacho senegalés hizo que cerrara todos sus perfiles). Es cierto que frente a estos ataques se puede activar la denuncia de las cuentas acosadoras a través de los servicios de la red social. Pero no lo es menos que resulta sencillo abrir un nuevo perfil acosador y también que es prácticamente imposible denunciar a todas las cuentas cuando se trata de un ataque masivo. Quienes así actúan pretenden dominar y controlar las manifestaciones que se consideran no ajustadas al canon machista y producir la muerte digital de la mujer afectada, que o bien desaparece totalmente del entorno virtual o bien se ve condenada al anonimato perdiendo proyección social.

Por otro lado, es cada vez más común encontrar situaciones de dominación y control por parte de las parejas o exparejas utilizando el medio tecnológico para ello. Y esto resulta muy sencillo para los agresores, porque la falta de formación específica en materia de delitos tecnológicos hace difícil reconocer las prácticas dirigidas a mantener el sometimiento de las mujeres sobre todo si los operadores jurídicos  siguen anclados en  teorías habilitadas para un mundo no tecnificado.

El control tecnológico es una realidad incontestable. Es patente como el agresor quiere saber en todo momento dónde está la mujer, o con quién habla o se relaciona, lo que resulta  sencillo si se producen volcados de información en el espacio virtual o si se utilizan herramientas de geolocalización o grabación. 

Con ello, las mujeres, se pueden ver sometidas a lesiones contra su intimidad, honor, integridad moral y dignidad en el ámbito de las redes sociales, donde estos bienes jurídicos quedan especialmente expuestos. Así, se incrementa su vulnerabilidad y, por ende, su necesidad de protección. Se trata de hechos amenazantes o coactivos que muchas veces tienen que ver con la intención de minar la reputación digital de la mujer con la finalidad de conseguir su muerte laboral y/o social. El acoso y la denominada pornovenganza suelen ser las actuaciones mas comunes que, en caso de materializarse, pueden llevar hasta el suicidio de la víctima (así ocurrió desgraciadamente en el conocido caso IVECO). Además, se detecta la presencia de otro tipo de delitos como el quebrantamiento de órdenes de alejamiento o comunicación. Los tribunales en España han condenado por alguno de estos delitos con publicaciones en el estado de WhatsApp (SAP de Santa Cruz de Tenerife 17/2020, de 28 de enero), que se dirigen a amedrentar a la mujer. 

Pero, más allá de estos comportamientos públicos, encontramos situaciones realmente peligrosas que se desenvuelven en el ámbito privado. Me refiero a la costumbre que se está adoptando de revisar los instrumentos tecnológicos de la mujer (SAP de Madrid 242/2015): exigirle sus contraseñas para acceder a sus redes sociales o su correo electrónico o revisar sus conversaciones a través de mensajería o simplemente hackear dichos dispositivos o cuentas, lo que se ha de vincular con la idea de que los celos son una manifestación de amor y que si no hay nada que esconder su pareja puede perfectamente acceder a su información íntima lo que lleva a situaciones de aislamiento y control, caldo de cultivo de violencias más graves.

Además, la tecnología nacida para facilitar la localización de personas ante una situación de vulnerabilidad o riesgo también es utilizada para llevar a cabo ciberespionaje, instalando programas sin conocimiento de la víctima que facilitan su geolocalización o incluso envían imágenes de los lugares o personas que se encuentran en su radio de acción, lo que es utilizado por el agresor para producir situaciones de acoso.

Por lo tanto, resulta imprescindible emprender una tarea de concienciación y educación sobre los riesgos que entrañan determinadas actividades y su naturaleza no neutra, sino claramente lesiva, lo que supone una labor por parte de los poderes públicos dirigida tanto a formar a los usuarios como a los operadores jurídicos a fin de garantizar una mayor seguridad en el uso de instrumentos cotidianos, necesarios y muy útiles si son bien empleados.


Cita recomendada: Paz Lloria Simposio «Digitalización y derechos fundamentales» Parte I: El control tecnológico como violencia sobre la mujer , 9 de noviembre de 2021. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2021/11/introduccion-al-simposio-digitalizacion-y-derechos-fundamentales-tiempos-de-cambio-para-el-constitucionalismo-analogico/

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