El derecho a una buena administración supone un rasgo de la globalización jurídica, con incidencia también, claro, en Iberoamérica, región donde existe una Carta iberoamericana de derechos y deberes de los ciudadanos ante la administración pública, de 2013, impulsada por el CLAD como soft law que se refiere a él repetidamente, así como legislación que incluye este derecho (por ejemplo en la República Dominicana).
En el ámbito europeo, éste está previsto en el art. 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, y en numerosa jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Reconocido en diversos países (así, en la Constitución italiana, art. 97, buon andamento, o en la Constitución Finlandesa, art. 16), lo está también implícitamente en la Constitución española (principios de eficacia, eficiencia, economía, objetividad) y explícitamente en diversos estatutos de Autonomía de última generación y otras leyes vigentes.
El derecho a una buena administración pone fin, ni más ni menos al paradigma dominante tradicional en el Derecho público, que ha sostenido la indiferencia del núcleo discrecional para el Derecho (sólo ocupado en limitar la discrecionalidad administrativa mediante los elementos reglados y los principios generales del Derecho, como el de interdicción de la arbitrariedad). Con las obligaciones de buena administración que se derivan de este derecho, singularmente de diligencia debida o debido cuidado en la toma de decisiones, ya no hay libertad omnímoda de elección entre alternativas indiferentes para el Derecho cuando hay discrecionalidad. Ésta no es arbitrariedad y debe ser buena administración. Las decisiones negligentes o corruptas no nos pueden ser indiferentes.
La defensa y promoción de la buena administración requieren un diálogo y colaboración entre el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial y un despliegue de numerosas técnicas jurídicas, algunas de las cuales sólo podemos aludir ahora y que sólo en parte han sido incorporadas en las leyes de transparencia y buen gobierno: desde la mejora regulatoria o better regulation, hasta el reforzamiento de los controles externos no judiciales de la administración, pasando por la regulación de los lobbies, la importancia de que exista una infraestructura de integridad o el papel de las cartas de servicios como instrumentos jurídicos de fijación de estándares obligatorios de buena administración, por citar sólo algunas.
Asimismo, la configuración de la buena administración como un derecho con contenidos cívicos o colectivos, exigible por los ciudadanos en general (incluso frente a aquéllos privados que ejercen funciones públicas o prestan servicios de interés general) exige diseños normativos y una jurisprudencia que reconozca la defensa del cumplimiento de las obligaciones de buena administración por parte de cualquier ciudadano. En ese sentido, cabe aludir a la reforma italiana conocida como Brunetta, que en 2009 modificó la legislación procesal italiana y estableció lo que la doctrina ha denominado una class action pública en garantía de la buena administración, que permite a los ciudadanos defender ésta en ciertos supuestos. También cabe recordar la acción pública prevista en la constitución de Colombia en defensa de la “moralidad administrativa” que permite a los ciudadanos colombianos defender la buena administración. Desde el ámbito de la contratación pública, cualificadas voces en España han propuesto ya apostar por una apertura de la legitimación e, incluso, por el establecimiento de una acción pública en esta materia vinculada a este derecho.
En esta nueva fase, el papel del control judicial en la protección del derecho a una buena administración es crucial. Es preciso tomar consciencia de la revolución silenciosa que ha tenido lugar en la jurisprudencia del TEDH, en la europea y en el Tribunal Supremo español, quienes, con toda naturalidad, han pasado en los últimos años de controlar la discrecionalidad en base meramente al principio de interdicción de la arbitrariedad, entendido como ilegalidad de lo no motivado y de lo irracional, a un control más sutil y exigente, comprobando la diligente ponderación de alternativas e intereses implicados y una motivación que no sólo exista y sea racional, sino además suficiente y congruente con el expediente (contamos ya con un análisis de esta jurisprudencia, con más de 80 sentencias analizadas).
A modo de ejemplo, podemos citar la sentencia del Tribunal Supremo español de 4 de noviembre de 2021, la cual señala “Como se desprende de lo dicho por el Tribunal Supremo el principio de buena administración tiene una base constitucional y legal indiscutible. Podemos distinguir dos manifestaciones del mismo, por un lado constituye un deber y exigencia a la propia Administración que debe guiar su actuación bajo los parámetros referidos, entre los que se encuentra la diligencia y la actividad temporánea; por otro, un derecho del administrado, que como tal puede hacerse valer ante la Administración en defensa de sus intereses”.
En ese sentido, la labor judicial tiene ante sí el reto de garantizar la buena administración estableciendo un estándar de diligencia en el debido cuidado en la ponderación administrativa en cada caso, a falta, aún en España, de un estándar normativo general, que sí existe en otros países y en el sector privado para la diligencia de un administrador (Ley española de Sociedades de Capital, modificada por la Ley 31/2014, de 3 de diciembre, arts. 225 y 226).
En esa dirección, el Tribunal de Cuentas español ha señalado que la diligencia exigible a un gestor público es superior a la del gestor privado, puesto que se trata de una diligencia cualificada, ya que “el gestor de fondos públicos está obligado a una diligencia cualificada en la administración de los mismos, que es superior a la exigible al gestor de un patrimonio privado” (Sentencia 16/2004, de 29 de julio). Siendo preciso lo que se ha venido denominando como “agotar la diligencia” como afirma la 4/2006, de 29 de marzo, entre otras.
En fin, el siglo XXI debería ser el siglo de la buena administración, de acuerdo con Cassese, recuperando así elementos destacados hace más de un siglo ya por Hauriou. En el siglo XXI, el Derecho público puede y debe contribuir a la buena administración, la prevención de la mala administración y de la corrupción, y a la reacción contra éstas. En ese sentido, si, como ha sido dicho, del paradigma de la burocracia weberiana se pasó al de la nueva gestión pública y de éste al de la gobernanza, en la actualidad, todos los desarrollos internacionales apuntan a un nuevo paso hacia el buen gobierno y la buena administración (véase “Public Administration after “New Public Management””, OCDE, 2010).
El Derecho, en el concierto de las ciencias sociales, no puede, no debería, renunciar a su parte de responsabilidad en la garantía de la calidad de lo público en el marco de un Estado Social y Democrático de Derecho que funcione y no sea fallido. Palabras como evaluación normativa ex ante o ex post, Derecho conductual y nudges, cargas administrativas, principio de precaución social, plan anual normativo, consultas al público, grupos de presión, conflictos de intereses, indicadores y principios de buen gobierno y de buena regulación, entre otras, se han incorporado ya a la lengua de la buena administración y de los Derechos del siglo XXI y han llegado para quedarse.
Cita recomendada: Juli Ponce Solé, “El Derecho público y la mejora de la gestión pública: el derecho a una buena administración”, IberICONnect, 7 de diciembre de 2021. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2021/12/el-derecho-publico-y-la-mejora-de-la-gestion-publica-el-derecho-a-una-buena-administracion/
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