El caso de Karla María Estrella —una ciudadana sonorense sancionada por un comentario en redes sociales— encendió las alarmas sobre los límites y excesos en la aplicación del concepto de violencia política de género en México. Se trató de un tuit crítico, sin insultos ni amenazas, que atribuía la candidatura de una diputada a un vínculo conyugal. Previsiblemente, el precedente podría influir en el estándar de protección de la libertad de expresión en el entorno digital, por lo que vale la pena examinar sus implicaciones más allá del expediente concreto.
La Sala Especializada del Tribunal Electoral (TEPJF) resolvió que Karla incurrió en violencia política contra las mujeres en razón de género (VPG). Con ese trasfondo, activó un paquete de medidas que reconfiguran el estándar de respuesta institucional ante expresiones críticas: una multa; la eliminación del mensaje original; la emisión de una disculpa pública pre-redactada a ser emitida durante 30 días en su cuenta de X (antes Twitter); la asistencia a un curso obligatorio sobre VPG y su inscripción en el registro nacional de personas sancionadas. La resolución fue confirmada posteriormente por la Sala Superior del TEPJF.
El caso condensa, a mi juicio, una tendencia en la jurisdicción electoral de los últimos años donde el Derecho comienza a funcionar como vehículo operativo de una ética oficializada. No cuestiono los fines igualitarios, sino el modo de implementación: se activan herramientas sancionadoras que convierten directrices sobre justicia social, identidad o lenguaje en mandatos punitivos, desplazando el rol de garantía y afectando la libertad de expresión. Sobre todo, revela que se ha judicializado una sanción de tipo expresiva como herramienta de control, sacrificando la dignidad de la persona en nombre de la ejemplaridad. La consecuencia es exhibir y degradar a la infractora, reduciendo su estatus cívico frente a la comunidad digital.
En este caso, el propósito inmediato que la sentencia comunica no parece ser la restitución de derechos supuestamente vulnerados —cuestión discutible a la luz del expediente—, sino la fijación de criterios de aceptabilidad discursiva: a) resulta jurídicamente inaceptable atribuir la obtención de un cargo público de una mujer a su vínculo conyugal por considerarse un estereotipo de género; b) una manifestación aislada en redes puede reputarse ‘violencia simbólica’ si reproduce ese estereotipo aun sin daño probado; y c) se consideran legítimos los remedios expresivo-coercitivos (disculpa pública, curso obligatorio, registro). Con ello se instaura un régimen de ejemplaridad en el que se sanciona la desviación respecto de tales criterios, más que la generación de un daño jurídicamente acreditado.
La medida contra Karla se caracteriza por trasladar al terreno del Derecho la estigmatización en forma de sanción como public shaming en la nueva plaza digital. Históricamente existieron mecanismos de exposición y escarnio: la práctica de obligar a los infractores a usar letras simbólicas (como Hester Prynne en la novela La Letra Escarlata); tatuajes visibles en el rostro; la amputación de extremidades o el uso de jaulas para la exhibición. Hoy se reanima esa práctica en un entorno digital.
El problema de todo es que se rebaja el estatus cívico del infractor, se comunica que posee menor dignidad que sus iguales en una relación paternal Estado-ciudadano. ¿Qué mejor ejemplo de paternalismo que una sentencia donde se le prescribe al ciudadano, palabra por palabra, el texto de la retractación y la periodicidad de su recitación?
No se trata de un episodio aislado, sino de una tendencia sancionadora que la Sala Especializada consolidó en diversos asuntos. Muestro dos de los más representativos: el primero en 2021, cuando ordenó como reparación la difusión de una “sincera disculpa” durante 30 días en Facebook. El segundo, en 2022, cuando obligó a diversos influencers a publicar en sus redes una declaración de reconocimiento de ilicitud y a cumplir una medida correctiva de carácter formativo, con exhortos a una “actuación ética”, aun cuando no se trataba de un caso de violencia política de género.
A la luz de lo anterior, corresponde evaluar qué modelo sancionatorio justifica este tipo de reacción institucional. El enfoque consecuencialista, en sus variantes utilitaristas, exige que el castigo maximice beneficios sociales. Desde esta lógica la medida no supera una relación de proporcionalidad entre la gravedad de la infracción y la severidad de la sanción. No hay evidencia de que castigar de ese modo genere un efecto disuasorio general relevante ni que proteja de forma tangible los derechos políticos de la supuesta víctima o reduzca ningún fenómeno estructural de violencia de género en la política.
Tampoco puede justificarse como una reacción retributiva. Ésta solo tendría sentido si hubiera una falta objetivamente antijurídica y un daño concreto. Pero aquí la conducta sancionada fue una opinión crítica, sin expresiones violentas o vejatorias claras. Más allá de la intención subjetiva del mensaje, la sentencia no demuestra lesividad material ni ancla el reproche en una ilicitud verificable, por lo que el fundamento retributivo resulta insuficiente.
En los hechos, la función que se ha asignado a este tipo de sentencias es la imposición de un modelo de humillación que opera como técnica de control. La imposición de disculpas y la inscripción en un registro de VPG funcionan como mecanismos de internalización y reproducción de una determinada visión del bien, nacida para visibilizar estructuras de exclusión y reconocer identidades marginadas, pero hoy instrumentada mediante la reeducación emocional y lingüística y la estigmatización de la disidencia.
Ese acercamiento anticipaba una reacción adversa. La repetición forzada de la “disculpa” generó en redes sociales reacciones críticas e irónicas y terminó por minar la propia credibilidad de la denunciante. La pena simbólica generó solidaridad con la persona sancionada y no con la víctima. Este caso ilustra que, cuando se desbordan las funciones del Derecho y se transforma en herramienta de control discursivo o de sanción ideológica, el sistema termina erosionando su autoridad.
La paradoja del caso Karla Estrella revela con claridad la miopía del razonamiento judicial que dio origen a la sentencia: ignorándose el contexto digital, la viralidad de la pena simbólica y la recepción social del mensaje punitivo. Al concentrarse en la sanción moralizante, estableciendo cómo debe comportarse una “buena ciudadana” y cuál es la forma correcta de pensar sobre género y política, la sentencia falla como medida de prevención general, como reparación y como medida de corrección del infractor.
Pero el problema no es solo la medida, también la calificación de VPG descansa en una definición abierta que se aplica de forma automática a una crítica política individual. Calificar como violencia política de género un acto de crítica individual dirigido contra una mujer que ostenta poder institucional es un uso desviado de una figura construida para proteger a una clase históricamente vulnerada.
Pero ¿hasta qué punto es jurídicamente sostenible anclar una afirmación estructural de desigualdad (que refiere a una clase) en un acto individual de crítica política dirigido contra una mujer empoderada en lo institucional? ¿No es acaso una consecuencia de la ambigüedad o imprecisión en la definición de violencia contra las mujeres uno de los factores que facilita decisiones sancionadoras expansivas, descontextualizadas y, en ocasiones, regresivas? El género se usa como categoría automática de imputación: se presume que, si la víctima es mujer, y el acto la afecta, entonces hay VPG —aunque la conducta no tenga ningún elemento explícito o implícito de discriminación por género y aunque no se presenten asimetrías de poder frente la presunta víctima (en el caso más bien se dio a la inversa).
Partiendo del reconocimiento de la legitimidad del reclamo frente a la violencia que sufren las mujeres, mi crítica se dirige al modo en que ese reclamo ha sido institucionalizado: se optó por una respuesta punitiva y, peor aún, se la aplica de forma expansiva para sancionar opiniones. El problema no es la legítima exigencia de las mujeres de proteger sus derechos, sino la traslación poco cuidada de ciertas categorías al terreno sancionador y su uso por autoridades para restringir el debate público. Ese uso abusivo del Derecho puede debilitar instituciones valiosas —legalidad, tipicidad, reserva de ley, proporcionalidad— y, sobre todo, deteriorar el espacio común de deliberación al desincentivar el disenso y elevar el costo del ejercicio de la libertad de expresión.
Aun admitiendo la utilidad de un “núcleo mínimo” justiciable en materia de VPG (Dixon:2025), dejo para una reflexión ulterior una duda razonable: dada la pluralidad de corrientes y los desacuerdos definicionales que el propio feminismo asume, ¿es realmente posible fijar una definición mínima estable y operativa para el Derecho sin excluir visiones relevantes ni reintroducir ambigüedades que se presten a abuso? Sirva, pues, el caso de Karla para recalibrar nuestros estándares en VPG sobre la base de un núcleo mínimo —igual libertad y dignidad de las mujeres, y protección frente a menoscabos reales y probados— y, en general, para fijar un límite claro: el juez puede dialogar con corrientes plurales; pero, en sede punitiva, ¿no debería el ius puniendi operar únicamente con reglas cerradas, tipicidad material, prueba de daño y proporcionalidad?
Cita recomendada: Leopoldo Gama, «Las paradojas del castigo moralizante: lecciones del caso Karla Estrella», IberICONnect, 17 de septiembre de 2025. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2025/09/las-paradojas-del-castigo-moralizante-lecciones-del-caso-karla-estrella/
This insightful analysis effectively critiques how legal measures against online speech can stifle free expression and erode judicial authority, particularly when applying broad definitions of gender violence to isolated incidents.