El avance de gobiernos autoritarios elegidos democráticamente y de partidos de ultraderecha que socavan los principios mismos de la democracia constitucional ha reavivado un viejo dilema del constitucionalismo moderno: ¿debe la democracia defenderse de sus enemigos, incluso a costa de suspender sus fundamentos? La pregunta, que parece escrita para el presente, tiene su origen en los años de entreguerras, cuando las democracias europeas se desplomaban ante el avance del fascismo y del nazismo.
Fue el jurista y filósofo alemán Karl Loewenstein, exiliado en Estados Unidos, quien acuñó en 1937 el concepto de Streitbare Demokratie, traducido como “democracia militante”. En dos célebres artículos publicados en la revista American Political Science Review, Loewenstein argumentó que las democracias estaban condenadas a la autodestrucción si persistían en un formalismo ingenuo que les impedía actuar frente a sus enemigos internos. Desde su perspectiva, si la democracia está convencida de que aún no ha cumplido su destino, entonces “debe hacerse militante”.
Esa idea, formulada en el exilio frente a la tragedia de la República de Weimar, encontró su cristalización institucional más clara en la Ley Fundamental de Bonn de 1949. La “democracia militante” se tradujo allí en un conjunto de disposiciones destinadas a impedir el retorno del totalitarismo: la prohibición de asociaciones (art. 9), la pérdida de derechos fundamentales por su abuso (art. 18) y la posibilidad de prohibir partidos antidemocráticos (art. 21). A esto se añadió la llamada “cláusula de eternidad” (art. 79.3), que protege de toda reforma el núcleo duro del orden constitucional alemán: la dignidad humana, el principio democrático, el Estado de derecho y el Estado social.
Durante décadas, este modelo permaneció relativamente silencioso en la teoría constitucional. Sin embargo, en los últimos años, con la expansión global de los movimientos autoritarios, la noción de democracia militante ha vuelto al centro del debate. En Europa, y particularmente en Alemania, el concepto fue recuperado para repensar los límites constitucionales ante el avance del partido AfD (Alternative für Deutschland). En América Latina, el tema reaparece ante fallos como el del Supremo Tribunal Federal de Brasil sobre los ataques al régimen democrático por parte del expresidente Bolsonaro o a raíz de la Opinión Consultiva solicitada por Guatemala a la Corte Interamericana sobre democracia y su protección. En los Estados Unidos ha sido un tema candente ante las discusiones sobre la posible inhabilitación de Donald Trump para una segunda presidencia.
En este contexto, resulta pertinente retomar los debates del período de Weimar, en los que comenzó a formularse una cuestión central: ¿es posible que una democracia se defienda a sí misma sin traicionar sus principios? ¿Qué función cumple la teoría constitucional en esa defensa? ¿Existen marcos teóricos más idóneos para pensarla? Y, en particular, ¿qué papel desempeñó la teoría de Hans Kelsen en ese escenario?
La apuesta formalista de Kelsen frente al problema del poder ha sido con frecuencia acusada de vaciar de valores y defensas axiológicas al derecho y, por extensión, a la democracia. Sin embargo, estas lecturas suelen descontextualizar el pensamiento de quien fuera uno de los principales defensores de la democracia constitucional de su tiempo. Porque cuando Kelsen argumenta la primacía del derecho frente al poder, lo hace para combatir a quienes eran los enemigos más férreos de la democracia de Weimar. Y era, en ese sentido, una voz muy solitaria.
Un texto que sintetiza perfectamente la mirada kelseniana sobre el dilema de la democracia militante en el contexto de Weimar es Verteidigung der Demokratie “Defensa de la Democracia”, publicado en 1932, pocos meses antes del ascenso de Hitler. Es uno de sus escritos menos conocidos sobre el tema —y solo recientemente traducido al español—, en el que Kelsen adopta un tono inusualmente apasionado y crudamente realista de la realidad que afrontaba.
El diagnóstico es implacable y al mismo tiempo certero: “no hay ninguna constitución en el mundo que sea tan ajena a su pueblo como ésta, ninguna a la que una parte tan grande del pueblo contemple con tanta frialdad e indiferencia, y, en parte aún mayor, con tanto odio y desprecio”. La constitución de Weimar, a la que denomina aquí “la constitución más democrática del mundo” está en crisis porque su pueblo ya no cree en ella.
Así es como asistimos, dice Kelsen, “al extraño espectáculo de que la democracia pretenda ser abolida por medio de sus propias formas; de que un pueblo reclame que se le retiren los derechos que él mismo se ha otorgado, porque se le ha hecho creer que su mayor mal es precisamente su propio derecho”. Frente a este escenario cabe preguntarse si es necesario defender la democracia más allá del plano teórico, incluso contra ese pueblo que ya no la quiere o contra una mayoría que quiere destruirla.
La respuesta de Kelsen es contundente. Plantear esta pregunta equivale a negarla. La democracia es, desde su perspectiva, la forma de Estado que menos se defiende frente a sus enemigos y que si quiere mantenerse fiel a sí misma, debe tolerar incluso un movimiento orientado a su destrucción. Porque “una democracia que intenta mantenerse contra la voluntad de la mayoría, o incluso por la fuerza, ha dejado de ser democracia”.
Quien está a favor de la democracia, defiende Kelsen, “no debe caer en la fatal contradicción de recurrir a la dictadura para salvarla”, debe “permanecer fiel a su bandera, incluso si el barco se hunde; y solo puede llevar consigo, en las profundidades, la esperanza de que el ideal de la libertad es indestructible, y que cuanto más hondo caiga, con mayor pasión volverá a resurgir”.
¿Significa esto desarmar a la democracia frente a quienes buscan destruirla? Desde la perspectiva de la democracia militante, la posición de Kelsen podría parecer ingenua o incluso suicida. Sin embargo, esa lectura suele simplificar en exceso su pensamiento o reducirlo a ciertos escritos.
En 1953, Kelsen publicó ¿Qué es la justicia?, un texto breve pero decisivo, donde retoma varias de sus ideas anteriores y, al mismo tiempo, profundiza y aclara otras. Una de ellas es, precisamente, la defensa de la democracia. Allí se pregunta si una democracia puede seguir siendo tolerante si se defiende de actividades antidemocráticas. Su respuesta es afirmativa, aunque sujeta a una condición fundamental: que no reprima las expresiones pacíficas de opiniones antidemocráticas.
Esto implica que la democracia no es indiferente frente a la violencia. Un gobierno democrático —sostiene Kelsen— tiene el derecho de “evitar, con los instrumentos adecuados, todo intento que pretenda derrocarlo violentamente”. El ejercicio de ese derecho no contradice el principio democrático ni el de tolerancia. Ciertamente, resulta difícil trazar la línea entre la mera difusión de ideas y la preparación de un golpe autoritario; pero, para Kelsen, la supervivencia de la democracia depende precisamente de saber encontrar y sostener esa frontera.
Así, Kelsen nunca negó que el Estado democrático tenga el derecho —y el deber— de reprimir la violencia o los intentos de derrocamiento. La diferencia crucial está en el límite: la democracia puede y debe defenderse de la violencia, pero no de las ideas. Mientras las expresiones antidemocráticas sean pacíficas, su represión destruiría aquello que la distingue de la autocracia. La tolerancia —dice Kelsen— no es debilidad moral ni indiferencia de valores, sino un valor en sí mismo, inseparable de la libertad de pensamiento.
Desde esta perspectiva, el relativismo kelseniano —a menudo malinterpretado— no equivale a la ausencia de convicciones. Es, más bien, la creencia de que ningún grupo puede arrogarse la verdad absoluta y que la legitimidad democrática radica en permitir la coexistencia de visiones diversas. Como ha señalado Sara Lagi, Kelsen entendía el relativismo no como neutralidad moral, sino como una ética de la tolerancia: la forma mental y, al mismo tiempo, el valor fundante de la democracia.
Lo que más tarde Loewenstein denominaría democracia militante buscó corregir los errores de Weimar y, en cierto sentido, también los límites que atribuía al pensamiento kelseniano. Pero su fórmula —defender la democracia mediante medidas antidemocráticas— encierra una paradoja que Kelsen había comprendido antes que nadie: cuando la democracia se salva negando su esencia, ya no es democracia lo que se ha salvado.
En tiempos en que la defensa de la democracia constitucional ha dejado de ser una cuestión meramente teórica, las ideas de Kelsen invitan a repensar los límites y los alcances de esa defensa. Releerlo hoy puede ofrecer un aire renovado a la teoría constitucional, al poner el énfasis no en la suspensión de derechos, sino en su afirmación. En este punto, su pensamiento dialoga con la literatura contemporánea que ha recuperado, por ejemplo, a Hermann Heller, para pensar una democracia militante que no se funde en la restricción de libertades, sino en la construcción de una igualdad robusta que despierte el deseo de defenderla, como propusimos en la columna anterior. También resuena con las lúcidas advertencias de Nuria Alabao, cuando señala que la verdadera defensa de la democracia no se logra con prohibiciones sino profundizando su sustancia, con más democracia.