Durante los últimos meses, en el debate sobre el derrumbe del Poder Judicial, actores políticos y miembros del gremio han reprochado a la Ministra Presidenta de la Corte su presunta inacción, falta de visión estratégica y desconexión con el pulso político. Más que un fallo individual, ello revela una racionalidad judicial que vuelve sus propias virtudes en obstáculos. Presiones externas y condiciones internas preexistentes mermaron la capacidad de respuesta.
La crítica presidencial tampoco irrumpió de forma súbita: entre 2019 y junio de 2023, el entonces presidente cuestionó la legitimidad judicial en 312 conferencias matutinas y Jaime Cárdenas, desde 2019, ya había puesto en el horizonte la idea de elegir democráticamente a integrantes de nuestras altas cortes.
Antes de febrero de 2024, la comunicación de la SCJN se limitó a defender la independencia y la carrera judicial sin desmontar la propuesta de elección popular de jueces; sin autocrítica ni rendición de cuentas, aquella defensa sonó corporativa y la contrapropuesta llegó tarde.
Ya existían diagnósticos sobre problemas estructurales previos a 2024. Cuando la crisis se agudizó, las acciones de la Ministra fueron reactivas y desaprovecharon recursos clave —Canal Judicial, Centro de Estudios Constitucionales y Escuela Federal de Formación Judicial—, perdiendo la oportunidad de articular un relato sólido que contrarrestara al Ejecutivo. La miopía estratégica y la falta de autocrítica permitieron que la narrativa externa prevaleciera y dejaron al Poder Judicial sin defensas eficaces frente a la reforma.
Sin embargo, conviene preguntar si estamos ante una simple falla de liderazgo o, en cambio, si lo que se revela es más bien una patología más profunda de la identidad judicial dominante, una forma de racionalidad moldeada por décadas en donde la virtud se convirtió más bien en obstáculo.
En la Ética a Nicómaco, Aristóteles sostiene que toda excelencia moral se define por el término medio (mesótēs) determinado por la sabiduría práctica (phrónesis) entre dos extremos viciosos. Así, la magnanimidad (megalopsychía) es la virtud de quien, consciente de su mérito real, acepta honores sólo cuando sirven al bien común, evitando tanto la pusilanimidad, que minusvalora el propio valor, como la hýbris, un orgullo desmesurado que sobrestima sus capacidades y desprecia el equilibrio. Esta mesura se complementa con la templanza (sōphrosýnē), que modera placeres y ambiciones, y con la valentía (andreía), que permite afrontar riesgos sin caer en cobardía ni temeridad. Todo ello se orienta a la justicia (dikaiosýnē), virtud que da a cada uno lo que corresponde y funda la legitimidad de las decisiones públicas. Pero la justicia, advierte Aristóteles, sólo puede sostenerse cuando el actor mantiene la prudencia (phrónesis) suficiente para leer el contexto y ajustar sus acciones al bien superior de la comunidad política (télos), evitando que la virtud cotidiana se deslice, por exceso o defecto, hacia el vicio.
Frente a la crisis provocada por la reforma judicial emergieron diversas formas de orgullo judicial que conviene distinguir. Una primera, legítima, puede entenderse como resistencia digna: reafirmación del papel contramayoritario del juez frente al intento de subordinarlo bajo el discurso de “democratización”. Es también lealtad al pacto fundante del que surge la judicatura, aún bajo reglas nuevas, siempre que se base en convicciones constitucionales profundas y no en la defensa de privilegios.
Ese orgullo se expresó en decisiones divergentes: quienes optaron por permanecer o postularse bajo una reforma regresiva para defender derechos desde dentro, y quienes renunciaron públicamente como forma de denuncia ante un sistema que limita la autonomía judicial. Ambas posturas pueden conservar legitimidad siempre que respondan a convicciones éticas sólidas, aunque es inevitable que estén también atravesadas por circunstancias y motivaciones personales.
Desde una perspectiva aristotélica, el orgullo judicial como virtud puede degenerar en vicio. Y eso fue, en parte, lo que ocurrió: el orgullo se transformó en hýbris, una forma de ensimismamiento corporativo y ceguera estratégica que impidió anticipar o reaccionar con coordinación ante la reforma judicial. No se trata de negar la complejidad del contexto, sino de reconocer que faltó phrónesis, la sabiduría práctica para distinguir qué concesiones tácticas eran necesarias y qué batallas valía la pena dar.
La Presidencia de la Corte encarnó esa hybris institucional: una fidelidad excesiva al ideal del juez aislado, ajeno a todo cálculo político. Lo que en lo ordinario es virtud —la templanza ante presiones externas— en lo extraordinario se convirtió en obstáculo para liderar estratégicamente. Ese exceso de virtud impidió distinguir entre traición de principios y concesiones legítimas para salvaguardar el núcleo del Estado de Derecho.
Esa misma hybris, inflada más allá del justo medio, explica en parte la falta de autocrítica institucional y la escasa capacidad de respuesta oportuna. Incluso los actuales llamados a no votar en la elección judicial —envueltos en discursos de dignidad— no son otra cosa que el eco de ese orgullo mal calibrado: una renuncia que, paradójicamente, facilita la captura que se pretende denunciar. La elección popular colocó al juez de carrera en un escenario donde honores y reconocimiento dependen ya no del mérito técnico, sino de la competencia plebiscitaria: fue un duro golpe no solo a su orgullo sino también a la propia función jurisdiccional. De ahí que algunos menosprecien a quienes se postularon y prediquen la abstención electoral.
Un magistrado de circuito retirado señaló recientemente que la Ministra Presidenta, formada en la tradición del juez apolítico, enfrentó una crisis de legitimidad extraordinaria sin las herramientas estratégicas necesarias. Su neutralidad, que en condiciones normales habría sido virtud, terminó paralizando a la Corte en un momento que requería visión política y liderazgo.
Coincido con esa lectura y destaco algunos de sus ejes:
- Negociación política y pureza judicial. La idea de evitar todo trato político para preservar la imparcialidad —inspirada en la sōphrosýnē— funciona en tiempos ordinarios. Pero en una crisis, la abstención total se convierte en exceso: una hýbris de pureza que impide defender lo esencial.
- Ética del aislamiento. El modelo del juez que se aísla para decidir conforme a la ley debe matizarse con phrónesis. Un encierro absoluto ciega ante el contexto y anula la posibilidad de preservar institucionalmente el bien común.
- Lo extraordinario exige más. La coyuntura requería salir del molde técnico: ejercer andreía (valentía) y phrónesis (prudencia) para anticipar riesgos y actuar con estrategia. Aferrarse únicamente al rol técnico fue, en ese marco, pusilanimidad institucional.
- Ceder para preservar. Se sugiere que la Ministra Presidenta pudo —y quizás debió— hacer concesiones tácticas para evitar un colapso mayor. No para traicionar principios, sino para custodiar lo esencial. Es el arte de la magnanimidad prudente: ceder en lo accesorio para proteger lo sustantivo.
En suma, la defensa de la independencia judicial no demandaba solo principios y orgullo, sino también estrategias políticas lúcidas. Ese orgullo que antes fue signo de dignidad, se transformó durante la reforma de 2024 en pasividad envuelta en virtud. Una miopía estratégica típica de élites habituadas a operar dentro de canales tradicionales que de pronto dejaron de tener efecto.
Ahí están los hechos: la falta de un plan coordinado en los diálogos por la reforma, la presentación tardía de una contrapropuesta por parte de la ministra presidenta, la apuesta ingenua a acciones de inconstitucionalidad o amparos contra una reforma ya vigente, y la descoordinación entre jueces, algunos desdibujando los límites entre una resistencia institucional y expresiones de activismo político y los respaldos y rechazos al paro judicial por parte de los titulares de órganos judiciales.
Todo esto reveló no solo desarticulación, sino una preocupante falta de anticipación estratégica: se creyó que el prestigio y, sobre todo, que el meta- relato sobre la legitimidad de un Poder Judicial “tradicional” serían suficientes para contener la embestida. Y no bastaron. Ese orgullo judicial, legítimo en origen, derivó en refugio corporativo, incapaz de ajustar tono, tiempo y táctica al momento.
Cierto, las condiciones eran adversas: restricciones jurídicas, asimetrías políticas y un entorno mediático hostil limitaron la acción directa. Pero aun dentro de esos márgenes hubo decisiones clave que reflejaron una hýbris judicial: como la estrategia rigorista del Comité de Evaluación, que impuso filtros de admisión desproporcionados en un contexto que requería apertura y visión de conjunto.
El gremio mantuvo el télos de la independencia, pero careció de phrónesis para distinguir entre concesión táctica y claudicación. La magnanimidad, en sentido aristotélico, habría exigido una combinación de firmeza y flexibilidad.
Cuando el orgullo se vuelve pureza sin estrategia, se convierte en hýbris: cierra puertas, paraliza, y hoy se traduce en llamados a no votar sin ofrecer una salida institucional concreta. Se queda en un plano retórico y sobre todo políticamente estéril y cómodo para el nihilismo práctico. Pero la verdadera virtud política exige algo más: intervenir en las nuevas reglas, resistir desde dentro y preservar lo esencial.
Cita recomendada: Leopoldo Gama, «Orgullo judicial y crisis constitucional: entre el vicio y la virtud», IberICONnect, 31 de mayo de 2025. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2025/05/orgullo-judicial-y-crisis-constitucional-entre-el-vicio-y-la-virtud/