El constitucionalismo contemporáneo podría describirse con la fórmula constitucionalismo de los derechos, como se titula el libro de Luis Prieto Sachís. En su descripción de lo que entiende este autor por neoconstitucionalismo (expresión objeto de diversas críticas, y que comparto, en particular la absoluta imprecisión sobre qué es el neoconstitucionalismo y magníficamente recogidas por Manuel Atienza) señala que una de sus notas características es “la rematerialización constitucional” consistente en que, junto a normas formales y de competencia, se incorporan al texto constitucional “normas sustantivas que pretenden trazar límites negativos y vínculos positivos” (26) a los poderes públicos. Junto a este elemento, se encuentra la aplicación directa de la constitución y, principalmente, de los derechos (28). El efecto de esta forma de comprender las relaciones entre la Constitución y el orden jurídico ha pasado por desvirtuar la importancia de los elementos del “viejo” constitucionalismo, acusándolo de formalista. Con ello se desconoce, como lo advertía Atienza que en el Derecho, en tanto que un fenómeno de autoridad, “las razones formales (que apelan a la autoridad y no al contenido) tienen una importancia fundamental” (199).
El riesgo de la actitud antiformalista, en esta línea, es desdibujar elementos claves del “viejo” constitucionalismo y que, quiérase o no, explican y justifican este constitucionalismo de los derechos. Se trata, ni más ni menos, de la función de la Constitución como controladora del poder político y configuradora del poder jurídico. Esta función se articula, hoy en día, en torno a dos líneas o ejes claves. De un lado, la garantía de los derechos y, con ello, cierta primacía de la parte dogmática de la Constitución sobre la estructural. Esto, bajo el entendido de que el Estado (la estructura del poder jurídico) se legitima en función de la realización de los derechos.
Junto a ella, la otra vertiente o el otro eje es la regulación del poder. Este opera bajo dos principios. De un lado, la separación de funciones a partir de su especialización, que caracteriza al principio de separación de poderes; y, por otro, la competencia compartida entre instituciones, que es expresión del principio de división del poder, como lo ha planteado Ferrajoli. (189). Así, el primero se apoya en la idea de independencia y, el segundo, en la inter-dependencia (190).
La cuestión es qué tanto peso se otorga a una y otra vertiente del paradigma de control jurídico del poder. Hacia ambos extremos encontraremos versiones caricaturescas, que terminan por disolver las posibilidades de realización de este paradigma. Así, el populismo de los derechos, que desvirtúa cualquier papel regulador de la legislación, termina convirtiendo a los derechos en expresión del poder de turno y, a la larga, en un mecanismo de opresión y exclusión. Por su lado, el populismo de las estructuras, conduce al ritualismo y a la pérdida de peso de lo sustantivo, con los mismos efectos perniciosos.
Incurrir en uno u otro extremo no siempre es producto de la necedad. También de la ingenuidad. El debate colombiano en torno a la convocatoria a consulta popular que ha realizado el presidente Gustavo Petro lo ilustra.
El contexto es el siguiente. El presidente, conforme a la regulación vigente, envió al senado colombiano una propuesta de convocatoria a consulta popular. En una votación que se ha cuestionado, se negó la petición. En concepto de unos, la votación fue irregular y, por lo tanto, no hubo decisión. Para otros, fue regular y, por ello, la convocatoria fue negada. El presidente, apoyándose en la idea de que la votación fue irregular, decidió aplicar la excepción de inconstitucionalidad y convocó directamente la consulta popular.
Si la votación fue o no irregular y si la excepción de inconstitucionalidad cabía o no frente a la actuación del senado no es de interés en este momento. Interesa la comprensión del mandato constitucional y la interpretación de la regulación legal. Y es que la regulación vigente lleva a dos cuestiones que se tornan problemáticas cuando se confrontan con los dos ejes relativos al paradigma comentado. De un lado, el mandato constitucional que asigna una función compartida entre el presidente y el Senado para la convocatoria de una consulta popular y, por otra, la manera de entender el silencio del Senado.
En cuanto al primero, el artículo 104 de la Constitución de Colombia de 1991, establece que “el Presidente de la República, con la firma de todos los ministros y previo concepto favorable del Senado de la República, podrá consultar al pueblo decisiones de trascendencia nacional”. En relación con éste, para algunos, la decisión del presidente de convocar directamente al pueblo, alegando la irregularidad de la actuación del senado, constituye una forma de desconocimiento del principio de separación de poderes. Para otros, tal decisión es desarrollo del principio de democracia participativa, previsto en la propia constitución colombiana. Es decir, aplicación directa de los derechos.
La cuestión es que ambas posturas se equivocan. La aplicación directa de los derechos no está en la base de la postura del presidente, pues no está en duda si el pueblo tiene derecho o no a participar. Tampoco el principio de separación, pues (al margen del tema de la excepción de inconstitucionalidad), el presidente no está impidiendo el ejercicio de la función legislativa. Tampoco se trata de lo que, por ejemplo Prakas y Yoo, llaman departamentalismo (departmentalism), en tanto que no se pone en cuestión la potestad de cada órgano para interpretar la Constitución y, tampoco, la supremacía de la interpretación por parte de la Corte Constitucional que, en todo caso, está prevista en el artículo 241 de la Constitución. Se trata de un problema de división de poderes.
El artículo 104 de la Constitución colombiana es ejemplo de una fórmula de control del poder, que podría entenderse como pesos y contrapesos, en el que el ejercicio de una competencia de un órgano está sujeta a la conformidad de otro órgano. Usuales ejemplos de ello es la conformación de tribunales superiores (ej. El nombramiento presidencial está sujeto a aprobación parlamentaria). En el caso de la convocatoria a consulta popular en Colombia se ha optado por una fórmula que fija la iniciativa en el presidente y sus ministros (es decir, un acto de gobierno) pero condiciona tal iniciativa a la conformidad del Senado. Así, se busca, por un lado, evitar el abuso de las formas de democracia directa y, por otro, proteger la democracia representativa.
Visto desde otro punto de vista, se trata de una regla de competencia o, más específicamente, power confering rule, complejo: si el senado ha dado concepto favorable y todos los ministros firman, el presidente es competente para convocar a una consulta popular.
Esto muestra que se trata de una estructura normativa dirigida a controlar el ejercicio del poder. Así, antes que separar funciones, éstas se integran en una fórmula condicionada, que refleja inter-dependencia. Únicamente el gobierno tiene potestad para convocar al pueblo, pero debe lograr conformidad de la cámara alta. Se trata de un caso de colaboración armónica, previsto en el artículo 113 de la Constitución colombiana y que, la Corte Constitucional, en sentencia C-247/13, ha señalado que se está orientada a la consecución de los objetivos previstos en el artículo 2 de la Constitución.
Esta situación evoca lo que Kavanagh (3) expresa como constitucionalismo colaborativo, en tanto que refleja su idea de que el principio de separación de poderes puede entenderse, más que como un combate entre órganos estatales (principalmente legislador y juez constitucional), como una alianza basada en la colaboración para el logro de los objetivos constitucionales y la defensa de los derechos. Así, la colaboración sería la base de la comprensión de las competencias fijadas en la constitución; así, antes que separación de poderes, habría poderes compartidos (92).
Esta idea de colaboración y de inter-dependencia permite abordar el problema del silencio. Conforme al literal c del artículo 33 de la Ley 1757 de 2015 estatuaria de mecanismos de participación ciudadana, la consulta popular debe realizarse dentro de los tres meses “siguientes a la fecha del concepto previo de la corporación pública respectiva o del vencimiento del plazo indicado para ello”. Según algunos, en caso de silencio (sea efectivo por inacción o por irregularidad del acto senatorial) el presidente puede convocar a la consulta, pues está autorizado en tanto que ha vencido el plazo para la actuación senatorial. Esta interpretación, se ha alegado, se apoya en la garantía de la democracia participativa.
En efecto, la aplicación directa de los derechos obligaría a optar por aquella interpretación que maximice el goce de los derechos. En esta lógica, ampliar las posibilidades de que el presidente convoque a consulta popular.
Según otros, el silencio del Senado simplemente inhabilita al presidente para convocar. El apoyo de este argumento se encuentra en la fórmula del artículo 104 constitucional que establece una regla, como ya se dijo, de competencia. Así, en caso de no cumplirse las condiciones de ejercicio, esto es, concepto positivo y previo del Senado, no se activa la competencia presidencial.
En contra de este argumento se ha indicado que es un ejemplo de exceso ritual o un burdo formalismo. Sin embargo, esta misma lectura mina el goce de los derechos en abstracto. La interdicción de la arbitrariedad, grosso modo, apunta a evitar el capricho, sujetando las actuaciones estatales a parámetros normativos. Entre tales parámetros está, de manera central, rodear el ejercicio de los derechos de garantías tales que dicho ejercicio se estime legítimo. Así, cuando se fijan términos para ejercer el derecho de defensa, no sólo se ordena el procedimiento, sino que se reduce la posibilidad de que acuse el ejercicio de este derecho como abusivo, por, por ejemplo, dilatar el proceso.
En el caso de la consulta popular colombiana, su ejercicio legítimo se apoya, no en la intención del presidente, sino en la confluencia de dos poderes. Es decir, el principio de división del poder es condición de garantía del derecho a la democracia participativa.
Este último punto pone de relieve cómo la estructura institucional y el sistema “formal” (separación de poderes y división del poder) se articula para convertirse en la base para la garantía de los derechos constitucionales. En suma, el propósito del constitucionalismo es uno solo y los medios ideados y construidos en la larga evolución del Estado, deben entenderse complementariamente y no como antagónicos.