Chile está atravesando un momento constitucional único. A finales de octubre de 2020, el pueblo chileno votó abrumadoramente -por primera vez en la historia del país- a favor de la adopción de una nueva Constitución y de hacerlo a través de una asamblea constituyente. La percepción de que la Constitución se ha convertido en un obstáculo para el cambio político, más que en una vía para lograrlo, es la esencia del momento constituyente del país. Esta contribución se centra en dos aspectos: en primer lugar, se examinan algunas de las principales causas del drástico cambio constitucional que se está produciendo, haciendo hincapié en el papel del Tribunal Constitucional como factor clave para desencadenar el impulso constituyente. En segundo lugar, se comenta el proceso constituyente chileno como un caso distintivo de renovación democrática, es decir, un caso en el que la decadencia es democrática, donde el funcionamiento normal (pero imperfecto) del sistema constitucional puede conducir a su propia destrucción, en una suerte de implosión institucional, seguida de un momento de creación constitucional.
¿Cómo llegamos hasta aquí?
Como se sabe, la Constitución de 1980 fue redactada por una comisión compuesta en su mayoría por hombres, todos ellos simpatizantes del régimen de Augusto Pinochet (1973-1980), sin ninguna discusión pública, con partidos políticos proscritos y sin registros electorales fiables para garantizar la confianza en el resultado del plebiscito con el que fue aprobada. Y, por supuesto, en medio de violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos.
En 1989, cuando Pinochet ya había perdido el plebiscito que le habría permitido seguir siendo presidente durante ocho años más y el país se preparaba para celebrar sus primeras elecciones presidenciales desde 1970, los partidos de la oposición y los leales al régimen de Pinochet negociaron un paquete de reformas constitucionales que no tocó los cimientos de la arquitectura constitucional chilena. Se necesitaron quince años para renegociar una reforma constitucional que, si bien introdujo importantes modificaciones (como la facultad otorgada al Tribunal Constitucional de revisar la aplicabilidad de las leyes), tampoco eliminó los fundamentos del régimen constitucional heredado de la dictadura. A pesar de ello, el entonces presidente Ricardo Lagos proclamó que Chile tenía una nueva constitución, que no dividiría a los chilenos.
Pero ello no era tal. Sólo se necesitaron unos pocos años para que las calles se llenaran de manifestantes, especial, aunque no exclusivamente estudiantes, que se manifestaron, primero, a favor de un sistema educativo no comercializado y, posteriormente, a favor del medio ambiente, los derechos de la mujer, la seguridad social, entre otros temas. Sus demandas pronto se convirtieron en una demanda constitucional, ya que se encontraron contra un muro que parecía imbatible: la Constitución. Era la Constitución la que impedía la modificación radical del sistema neoliberal que Pinochet nos había legado.
Una implosión institucional
Nunca antes en la historia del país se había llevado a cabo un cambio constitucional por medios democráticos, en el sentido de mecanismos que permitan la participación de los ciudadanos en el proceso de creación constitucional. Hace casi cincuenta años se terminó con la Constitución de 1925 con el bombardeo del palacio presidencial de La Moneda. Y, unos años más tarde, una junta militar elaboró una Constitución a su medida.
Una de las características más interesantes del proceso chileno es la decadencia democrática y la capacidad de renovación de la propia democracia. En general, pensamos en la democracia decayendo; y ciertamente lo está en demasiados lugares del mundo. Sin embargo, el caso chileno ofrece una forma de ver el tema en que la decadencia de la democracia es también democrática. Lo que quiero decir es que ha sido el propio régimen democrático el que, precisamente por su funcionamiento tal como fue diseñado, ha perdido su legitimidad. No es que haya habido una falla en un sistema correctamente diseñado. El sistema operó como debía y, por lo mismo, generó su propio declive. Ciertamente podemos atribuir el llamado «estallido social» a una serie de factores como, por ejemplo, el hecho de que el sistema electoral binominal haya sido sustituido por uno proporcional sin tocar el régimen marcadamente presidencialista, generando así un bloqueo que ha hecho prácticamente imposible gobernar. Pero la decadencia se ha producido, por así decirlo, en el marco de las mismas instituciones que están terminando y que hoy en día requieren una reforma, una abolición o una renovación.
En este último sentido, se está produciendo una renovación democrática. Es la propia democracia la que hoy ofrece una oportunidad al pueblo chileno para corregir los problemas institucionales que han resultado de esta crisis constitucional. Y este proceso de renovación merece un examen cuidadoso, que excede por cierto lo que puedo abordar acá. Permítanme solo mencionar tres aspectos.
Primero, como se ha dicho, después de las manifestaciones la élite política no tuvo más remedio que acordar una hoja de ruta constituyente. Mientras que millones de personas se manifestaban en las calles y renombrados analistas insistían en que mirar la Constitución era un asunto «fetiche«, el abrumador voto a favor de la nueva Constitución indica que esta demanda no era una expresión de mera subjetividad juvenil, sino más bien un sentimiento generalizado entre la ciudadanía.
En segundo lugar, el proceso constitucional chileno no tiene precedentes en el mundo en la medida en que es el primero en asegurar la paridad de género. Es, como explica Marcela Prieto Rudolphy, una manera feminista de repensar la Constitución. Quizás una de las movilizaciones que más interés ha despertado en la ciudadanía ha sido la de las marchas masivas, pacíficas y convocadas por mujeres. Del mismo modo, ha sido la demanda de igualdad y el llamado de atención a la violencia de género lo que ha movilizado a muchas mujeres y, con ello, las ha obligado a tomar posición en el proceso político. No es trivial que la revista Time haya nombrado a un colectivo feminista de arte chileno entre las más destacadas del año.
En tercer lugar, una cuestión central es cómo el proceso calibrará las expectativas que ciudadanos y ciudadanas tienen de los resultados. La insistencia (correcta, por cierto) en que los problemas en el ámbito de los derechos sociales -salud, educación y pensiones- son problemas constitucionales ha hecho que el proceso de redacción de la nueva Constitución cargue con altas expectativas. Sin embargo, no es sólo la Constitución a la que debemos mirar, sino la forma en que se constituya el Congreso que le siga y, especialmente, la práctica constitucional a que el texto dé origen. Es, como he argumentado en otra parte, la «intención del constituyente» lo que quizás importa más que el texto en sí: el poder constituyente de Chile querrá un cierto tipo de Estado y ciertas formas de organizar la distribución de poderes. En cuanto a la cuestión de los derechos, el poder constituyente buscará una cierta distribución de los recursos que permita el respeto y la protección efectiva de los derechos sociales a una población que se ha articulado como consumidora, más que como ciudadana.
Una constitución COVID-19 y sus «Zoom-hall meetings”
Uno de los aspectos más interesantes del proceso que conduce al plebiscito -y que sin duda continuará- tiene que ver con las restricciones impuestas por la pandemia. Por un lado, la crisis sanitaria -que afectó mucho a Chile debido, entre otros factores, a la actitud arrogante de sus gobernantes– obligó a poner fin a las protestas masivas. Esto fue significativo, no solo por el rol crítico que la protesta ha tenido, como muestra en su texto Domingo Lovera. La temperatura constitucional bajó, especialmente durante los duros meses de invierno (mayo a septiembre) cuando la pandemia golpeó con gran fuerza, quitando el color y la vitalidad que caracterizaron el despertar constitucional hasta marzo. Y como no hubo protestas, tampoco hubo violaciones masivas de los derechos humanos, como fue la norma durante los meses anteriores a la llegada del coronavirus.
Por otro lado, la pandemia generó un grado de conexión social o, más precisamente, constitucional sin precedentes. Como se hizo costumbre tener clases, conferencias y todo tipo de reuniones a través de Zoom, se produjo una verdadera explosión de reuniones entre expertas, no expertas y ciudadanos interesados. Era literalmente imposible hacer un seguimiento del número de eventos que se organizaban cada día antes del plebiscito. Estas verdaderas reuniones «Zoom-hall meetings» han estado conectando a personas que se encontraban en lugares muy distantes, lo que en un contexto no pandémico habría sido muy difícil, si no imposible de hacer. En este sentido, la crisis sanitaria ha empujado a los chilenos y chilenas a mantener conversaciones como nunca antes lo habíamos hecho: conectar con las demandas e ideas de aquellos que están unidos con otros por los mismos intereses – cambiar la constitución – pero que no necesariamente habían participado en deliberaciones conjuntas sobre la constitución. En este sentido crítico, el proceso constituyente de Chile está marcado por la pandemia y, a medida que la crisis se sigue desarrollando, el proceso constituyente quizá sea distintivamente un proceso COVID-19.
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