La relación entre la ley y el Internet está condenada a ser “complicada”. El ejemplo más visible (y políticamente sensible) de las dificultades involucradas en la regulación de este conjunto de tecnologías descentralizadas, mayoritariamente privadas y transnacionales es el caso del contenido que circula en las plataformas de redes sociales. Es verdad que el Internet ha revolucionado las maneras en que la sociedad se expresa y se informa al multiplicar nuestras oportunidades de diseminar y conocer información a una escala global y con un costo mínimo. No obstante, la literatura ha destacado las consecuencias negativas de tener a actores privados gobernando el flujo informativo en el planeta sin transparencia ni rendición de cuentas. Censura discrecional, desinformación, interferencia electoral, abuso en línea e incitación al odio son acusaciones directas hacia los intermediarios digitales, quienes no solo han permitido sino exacerbado la proliferación de contenidos dañinos e ilegales. Lo que alguna vez fue un llamado cauto para la regulación de las plataformas hoy es un grito de auxilio. 

Nicholas Suzor señala que las cuestiones de gobernanza digital son problemas constitucionales porque involucran las reglas que establecen cómo nuestros espacios sociales compartidos están constituidos y cómo se toman las decisiones que afectan nuestras vidas. En efecto, cuando tres o cuatro empresas trasnacionales determinan unilateralmente la configuración de la “esfera pública digital”, el Estado permite una interferencia intensa en el ejercicio de la libertad de expresión de los usuarios y de otros derechos como la privacidad y la igualdad. Se trata de una cuestión genuinamente constitucional en nuestra democracia. La pregunta es hasta qué punto el constitucionalismo tradicional constituye un marco teórico útil para limitar el poder de estos intermediarios digitales y proteger los derechos humanos de los usuarios. ¿Es el Internet demasiado “grande” para la Constitución? 

El constitucionalismo digital como proyecto académico

En la academia se ha ido consolidando el término de “constitucionalismo digital” para referirse en términos amplios a la discusión sobre la incorporación de los derechos, principios y valores constitucionales en los entornos digitales. Tal es el caso de autores notables como el mismo Suzor, Oreste Pollicino y Giovanni De Gregorio. Respaldada por una tradición jurídica de más de tres siglos, la etiqueta es pegajosa. Siempre suena bien limitar el poder y proteger derechos, y más aún en comunidades virtuales que parecieran eludir las leyes ‘terrenales”. 

En un loable esfuerzo de sistematización, Edoardo Celeste ha identificado algunas de las reacciones del derecho constitucional frente a la digitalización – desde las respuestas clásicas a nivel estatal como reformas legales y sentencias que imponen límites al poder de las plataformas y reconocen nuevos derechos, hasta instrumentos no estatales y más novedosos como Cartas de Derechos Digitales promovidas por organizaciones de la sociedad civil, decisiones de organizaciones como ICANN y normativas internas de las empresas. De modo que el objeto de estudio del constitucionalismo digital podría ser tanto el Digital Services Act de la Unión Europea como el Consejo Asesor de Contenidos de Meta (antes Facebook), abriendo así la puerta a pensar la Constitución en ámbitos privados y trasnacionales. Es precisamente al integrar respuestas normativas que no provienen de estructurales estatales ni de la política institucionalizada cuando el constitucionalismo digital hace su apuesta más promisoria: echar mano del rico bagaje constitucional acumulado durante siglos para racionalizar el poder de agentes que no están anclados al Estado y operan más allá de fronteras territoriales.  

No obstante, la constitucionalización de los intermediarios digitales y, en particular, de las plataformas de redes sociales, puede significar muchas cosas. Celeste reconoce que la literatura no es uniforme respecto de cuándo y cómo surge una estructura, proceso o norma constitucional en el ciberespacio. Por ejemplo, las empresas no necesariamente tienen que emular la representación, las elecciones periódicas o instalar un sistema de administración de justicia en el ámbito privado para “constitucionalizarse”. Aún faltan acuerdos específicos sobre qué implicaría democratizar una plataforma, respetar el principio de igualdad y no discriminación en el acceso a servicios digitales, o garantizar el debido proceso en la moderación de contenidos en línea. Esta falta de precisión – si bien es comprensible en un campo incipiente – conlleva al menos tres peligros a tomarse en cuenta. 

El constitucionalismo digital como paliativo, camisa de fuerza y estrategia de marketing

Entre las virtudes del constitucionalismo digital está proporcionar un lenguaje común que permite a gobiernos, empresas, organizaciones civiles y usuarios la articulación de problemas y soluciones. Ante experiencias negativas e intuiciones de injusticia, la reacción casi automática de quienes utilizamos el Internet es recurrir a la cultura de los derechos para formular nuestras denuncias. El discurso constitucional es uno que nos es familiar y, a pesar de que, jurídicamente hablando, las plataformas digitales no están obligadas a respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, la presión social se canaliza fácilmente a través de esta narrativa centenaria. Dependientes como son de sus clientes, las plataformas reaccionan al escándalo y realinean su actuar (así sea insuficiente y tardíamente, como en Cambridge Analytica, la pandemia del coronavirus y el asedio al Capitolio). 

Aun reconociendo su valor como herramienta de movilización ciudadana, un primer peligro para el constitucionalismo digital es que el proyecto se limite a utilizar el lente constitucional para describir viejos problemas y reclamar un lugar en la mesa sin mayor aporte a su solución. Áreas como la regulación, la propiedad intelectual y la competencia económica tienen ya buen camino recorrido en el análisis de los retos jurídicos que involucran las tecnologías digitales, y mal haríamos en no dialogar con ellas pretendiendo descubrir el agua caliente. El reclamo territorial del ciberespacio debe comprometernos como constitucionalistas a contribuciones teóricas concretas a nivel de competencias, procedimientos y remedios. Éstas, además, deben ser producto de conversaciones sostenidas con otros campos y disciplinas. De no ser así, la etiqueta será un mero paliativo que posponga debates y retrase las reformas que sí podrían transformar la realidad – como alertaba Anne Peters hace varios años respecto de los riesgos del “constitucionalismo global”. 

Un segundo peligro es que el constitucionalismo digital se convierta en una camisa de fuerza para los usuarios. El paradigma constitucional ha demostrado sus limitaciones para enfrentar la inequidad socioeconómica y el poder de las grandes corporaciones. Es más bien rara la sentencia que impone límites a la concentración de propiedad en aras del interés público; que se aventura a analizar daños sistémicos, o que explora remedios estructurales. Si bien los tribunales han adoptado diversas doctrinas y constructos judiciales que permiten exigir el respeto de los derechos humanos a particulares (tales como la eficacia horizontal y los efectos “indirectos” o de “irradiación”) la estructura de los derechos sigue centrada en la relación entre el Estado y las personas. Reproducir acríticamente este discurso sin un replanteamiento teórico lejos de abonar a un Internet más justo puede atrincherar intereses privados e inmovilizar la litigiosidad ciudadana. 

Finalmente, un tercer peligro es que el constitucionalismo digital funcione como una simple estrategia de marketing. Tanto Estados como empresas recurren cada vez más al vocabulario constitucional para mejorar su imagen frente a los ciudadanos o posicionar sus servicios, sin que su adopción refleje ejercicios de auto-restricción, apertura de avenidas legales o experiencias de libertad, participación, privacidad, seguridad y dignidad. La buena prensa de la Constitución solo debe legitimar gobiernos y empresas que traduzcan normativamente sus valores, no así ensayos de retórica que creen la ilusión de limitar el poder corporativo y proteger los derechos fundamentales sin acciones concretas.

La ruta hacia adelante para el constitucionalismo digital

En la complicada relación entre la ley y el Internet, hemos visto que el constitucionalismo digital ofrece un lenguaje común para el Estado, las empresas, las organizaciones civiles y los usuarios, además de constituir una herramienta de movilización ciudadana en un campo de gran asimetría entre quienes prestan servicios y quienes los consumen. En su vertiente sociológica, el constitucionalismo digital proporciona también un marco teórico que permite pensar la Constitución fuera del Estado y explicar la aparición de ejercicios “constitucionales” de auto-restricción en los ámbitos privado y transnacional. 

El uso del término, sin embargo, no está exento de peligros. El constitucionalismo digital puede fácilmente 1) convertirse en un paliativo que no abone gran cosa a la solución del tremendo lío que representa la gobernanza digital; 2) tejer una camisa de fuerza para los usuarios que pretendan movilizarse directamente contra las empresas digitales, o 3) servir solamente como estrategia de venta. Ninguno de los tres peligros debe tomarse con ligereza. Solo en la medida en que el proyecto académico aterrice los valores constitucionales con medidas normativas concretas y reformule teóricamente las limitaciones que hereda, es que el constitucionalismo digital honrará la tradición que le da su nombre.

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