El acceso a la justicia es uno de los problemas más graves que enfrentan las personas en el mundo para acudir a los tribunales y resolver pacíficamente sus conflictos. Por lo tanto, la ONU contempla expresamente “facilitar el acceso a la justicia para toda la población”, dentro de los 17 Objetivos de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. La premisa detrás de este objetivo es clara: “el acceso igualitario a la justicia es esencial para proteger los derechos de las personas, resolver disputas y garantizar que las poblaciones vulnerables no sean marginadas ni maltratadas.”

A pesar de la reciente reforma judicial, México está muy lejos de alcanzar este objetivo. Uno de los diagnósticos elaborados hace casi 25 años identificó al menos cuatro factores que alimentan el problema del acceso a la justicia en el país: la brecha entre el diseño institucional y las condiciones reales de operación de tribunales, ministerios públicos y comisiones de derechos humanos; la inclinación de la sociedad mexicana a resolver conflictos por vías no institucionales; la desatención a la formación y regulación de la profesión jurídica; y la ausencia de normas y políticas judiciales basadas en evidencia.

Un cuarto de siglo después, el problema persiste. El país lleva dos décadas sumido en una crisis de violencia, cuyos efectos son evidentes en el aumento de homicidios y desapariciones, la diversificación de las actividades del crimen organizado y la profundización de la militarización, entre otros aspectos. Además, el sistema de justicia penal experimentó una transformación significativa, al pasar de un modelo adversarial a uno oral y acusatorio; los ministerios públicos obtuvieron autonomía respecto a los gobiernos federal y estatales, pero mantuvieron algunas de sus prácticas más nocivas; y, aunque las escuelas de derecho se multiplicaron, la regulación de la profesión jurídica sigue siendo deficiente.

Pese a la gravedad de estos problemas, la reciente reforma judicial no ataca las brechas estructurales que generan un acceso a la justicia desigual en México. Aunque en el discurso de quienes la promovieron, la reforma se presentó como un esfuerzo por democratizar el sistema judicial, en realidad no fue así. Lo que se promovió fue, con altos costos, la elección popular de jueces y magistrados, pero no una democratización en la atención y servicios brindados por los juzgados federales y estatales. Dicho de otro modo, aunque ahora la ciudadanía puede votar por las personas que ocuparán los cargos jurisdiccionales, la posibilidad de acceder efectivamente a los tribunales sigue siendo igual o incluso más limitada que antes porque no se mejoraron las capacidades institucionales para atender a la población ni tampoco hubo una reforma a las fiscalías del país. 

Como se ha discutido ampliamente en este y otros espacios, los cambios constitucionales y legales afectaron negativamente la independencia de los tribunales, al ordenar el cese de todas las juezas y jueces en funciones y establecer un diseño institucional que limita el desempeño de quienes los reemplazarán, tanto ex ante—mediante la elección por voto popular—como ex post—a través de un Tribunal de Disciplina Judicial con amplias facultades de revisión y sanción.

Por otra parte, es cuestionable que la reforma haya sido avalada por la mayoría de la ciudadanía a través del voto. Los resultados de la elección judicial del 1 de junio mostraron el bajo interés ciudadano en la reforma. La participación en las casillas electorales alcanzó apenas el 13.0 % de la lista nominal , muy por debajo de la registrada en las elecciones intermedias de 2021 (52.7 %), en las presidenciales de 2024 (61.0 %) e incluso en la consulta de revocación de mandato de 2022 (17.8 %). Además, gran parte del voto fue guiada mediante “acordeones”—también conocidos como “torpedos”, “machetes” o “chuletas”—que las facciones de la coalición gobernante distribuyeron entre el electorado. Por lo que no se puede asegurar que el voto haya sido libre e informado.

Lo que sí es seguro es que las brechas en el acceso a la justicia persistirán cuando las personas electas asuman sus cargos el próximo 1 de septiembre. Esto afectará no sólo a quienes integren los órganos federales de mayor jerarquía—Suprema Corte de Justicia, Tribunal de Disciplina Judicial, Tribunal Electoral y el órgano de administración judicial—sino también a todas las personas que ejerzan como magistradas o encabecen juzgados federales o locales. Los desafíos que enfrentarán son múltiples: reducir los tiempos de resolución de casos, elaborar y difundir sentencias y criterios jurisprudenciales, fortalecer los mecanismos alternativos de solución de controversias y las defensorías públicas, así como generar estrategias de difusión del conocimiento jurídico para públicos especializados y no especializados, entre otros.

Entre todos estos retos, hay uno que destaca por su estrecha relación con las condiciones materiales que facilitan o dificultan la prestación de servicios judiciales y, por ende, el acceso a la justicia: fortalecer las capacidades institucionales de los tribunales y reducir las marcadas disparidades entre Poder Judicial de la Federación y los poderes judiciales estatales para atender una carga de trabajo en constante expansión. Según los Censos Nacionales de Impartición de Justicia que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) elabora para los ámbitos federal y estatal, en 2014 la judicatura federal registró el ingreso de 1.05 millones de asuntos, mientras que los poderes judiciales estatales recibieron 1.83 millones. Diez años después, estas cifras aumentaron a 1.5 y 2.5 millones, respectivamente. Para procesar dichos asuntos, la judicatura federal cuenta con 947 órganos jurisdiccionales, 1,647 jueces y magistrados y una plantilla de poco menos de 55,000 personas. Por su parte, los poderes judiciales locales suman en conjunto 3,791 órganos, en los que laboran 5,025 jueces y magistrados, además de casi 75,000 empleados.

El número de jueces, el personal y la cantidad de órganos jurisdiccionales son solo algunos de los indicadores disponibles para analizar las capacidades institucionales de los poderes judiciales. Aunque estos datos no permiten construir una imagen integral, sí ofrecen pistas relevantes sobre cuestiones que requieren atención urgente, como mejorar el número de jueces disponibles para atender a la población. En 2018-2019, según datos del Centro de Estudios de Justicia de las Américas (CEJA), la tasa de jueces por cada 100,000 habitantes era de 15.4 en Uruguay, 12.5 en Costa Rica y 11.6 en Argentina. 

México, en cambio, tiene tasas mucho más bajas que estos países, de acuerdo con los datos del INEGI correspondientes a 2022. La tasa a nivel federal es 1.26 por cada 100,000 habitantes y la media estatal de 4.49. Además, como se muestra en la gráfica siguiente, la disparidad entre entidades es considerable, con tasas que oscilan entre 11.5 en Campeche y 2.1 en Chiapas. La Ciudad de México registra la cifra más alta (117.5), mientras que Veracruz presenta la más baja (32.6). Esta variación también es evidente en el personal que labora en los poderes judiciales en el país. La judicatura federal cuenta con una tasa de 41.8 empleados por cada 100,000 habitantes, mientras que los poderes judiciales locales presentan, en promedio, una tasa de 63.69.

Jueces, magistrados y personal judicial en México, 2022

Tasa por cada 100 mil habitantes

Fuente: elaboración propia con datos de los Censos Nacionales de Impartición de Justicia Federal y Estatal 2023.

 

La reforma judicial no sentó las bases para mejorar las capacidades institucionales de los poderes judiciales. Tampoco promovió cambios para hacer menos complejo y costoso litigar, ni intentó mejorar la regulación de la profesión jurídica. Este panorama es poco alentador y empeora cuando se toma en cuenta la austeridad selectiva para reducir instituciones de transparencia y rendición de cuentas que inició en 2018 con la llegada de MORENA (Movimiento Regeneración Nacional) al poder. En efecto, aunque los abusos y malas prácticas  en los juzgados han persistido y se han inclusive diversificado, el problema de las capacidades institucionales no ha mejorado. ¿Qué es posible entonces hacer ante este panorama? Como en otros países, el uso de la tecnología es, a primera vista, la vía más asequible y menos costosa para paliar las deficiencias estatales. 

La tecnología ofrece agilizar los procesos legales y digitalizar expedientes.  Para implementarla, se requiere presupuesto y capacidades institucionales. Una forma elemental pero reveladora de comenzar a comprender esta cuestión es analizando la infraestructura informática de los poderes judiciales. Como se aprecia en la gráfica siguiente, salvo en Sonora y en la judicatura federal, la tasa de equipos de cómputo por empleado en México es menor a uno. A pesar de que no todas las personas que trabajan en los tribunales pueden requerir de uno de estos equipos para realizar sus tareas, el gráfico indica las posibles deficiencias que existen en el funcionamiento o ampliación de los servicios de justicia digital.  

 

Equipos de cómputo de los poderes judiciales federal y locales en México, 2022

Tasa por empleado

Fuente: elaboración propia con datos de los Censos Nacionales de Impartición de Justicia Federal y Estatal 2023. 

 

Mejorar las capacidades institucionales (federales y estatales) en la atención de las personas que acceden a la justicia en México es indispensable para transformar su impartición. Es claro que la reforma judicial no estuvo encaminada a desarrollar estas capacidades institucionales sino a reemplazar a las personas que encabezan sus tribunales y juzgados por otras afines a la coalición gobernante. Por lo tanto, México perdió la oportunidad de reformar las condiciones materiales que se requieren para que las personas tengan un acceso a la justicia más igualitario. La democratización de la justicia tiene que ver, entonces, con fortalecer las instituciones del Estado para garantizar su acceso en mejores condiciones para la población.

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