En el Perú, un importante sector de economistas, abogados, académicos y políticos sostienen que la minería es el primer – si no el único – motor de desarrollo y aseguran que los corredores económicos mineros son el camino para alcanzar los objetivos para el desarrollo sostenible. Este mismo sector ha ensayado conceptos acorde a sus teorías e intereses, uno de ellos es el de corredor minero definido como una serie de puntos extractivos geográficamente próximos que integran total o parcialmente sus procesos productivos para hacer más eficiente la extracción y flujo de materia prima. Como es de esperar, esta definición técnica se queda muy corta cuando se contrapone con la experiencia de los centenares de pueblos cuyos territorios son atravesados por estos corredores. En primer lugar, el término desarrollo queda descolocado. El desarrollo – o mejor dicho la propuesta hegemónica de desarrollo – que la gran inversión promete es ciega a parte importante de sus necesidades y dinámicas. En segundo lugar, no se trata de corredores de desarrollo económico en regiones donde se realiza actividad minera, sino de una serie de inversiones orientadas casi exclusivamente a viabilizar la extracción de minerales. Por supuesto dichas inversiones vienen acompañadas de normas, políticas públicas y programas sociales orientados a reducir el descontento de la población y a neutralizar la resistencia en dichos territorios.
Esto es lo que ocurre en el Corredor Minero Norte (CMN) ubicado en las regiones de Ancash, La Libertad, Cajamarca y Amazonas. El CMN busca generar condiciones para el desarrollo de la actividad extractiva en la zona. Para ello, se proyectan grandes inversiones en infraestructura portuaria, vial y energética en la zona. Las regiones atravesadas por el CMN concentran casi el 50% de la producción nacional de Oro y lideran en producción de cobre. Se trata también de las regiones más golpeadas por la pobreza.
Cajamarca, que produce el 23% del oro a nivel nacional tiene a 16 de los 20 distritos más pobres del país. Lo mismo ocurre en La Libertad, una región en la que más del 30% de la población vive en condiciones de pobreza o pobreza extrema.
Como es de esperar, los mismos que preconizan los beneficios de los corredores mineros culpan a la propia población por la situación en la que esta se encuentra. De acuerdo a la CONFIEP, la resistencia a proyectos mineros, como Conga, y los altos índices de conflictividad social en la zona han frenado la inversión y condenando a los pueblos al atraso y a la pobreza. Su análisis facilista no considera otros factores estructurales que inciden en la pobreza monetaria en las regiones ni mucho menos el impacto de todos los beneficios concedidos por el Estado que le han permitido a la gran minería librarse de responsabilidades fiscales y sociales. Tampoco considera que el impacto ambiental de estos proyectos dejaría sin medios de vida a generaciones de personas que dependen de la agricultura familiar.
Dos megaproyectos hidroeléctricos ejemplifican claramente esta disociación entre visiones de desarrollo: Chadín II y Río Grande I y II. El proyecto Chadín II busca construir una represa en el Río Marañón de 175 metros de altura que inundará 32 kms de valles altamente ricos y productivos para generar 700 MV de energía eléctrica. Río abajo, los proyectos Río Grande I y II planean hacer lo mismo con otros 56 kms de valles para generar 750 MV. Colectivamente los proyectos generarían aproximadamente 5000 puestos de trabajo durante los cinco primeros años y poco más de cincuenta durante los siguientes cuarenta años.
Si de por sí los puntos a favor de estos proyectos parecen insuficientes, los puntos en contra demuestran que su implementación sería un desastre en varios niveles. En primer lugar, la producción de energía eléctrica para el comercio y la exportación carece de sentido considerando que actualmente hay otras formas de generar energía mucho más económicas y prácticas. Esta energía tampoco le serviría al país debido a que existe un superávit de energía eléctrica. En segundo lugar, la implementación de estos proyectos afectaría severamente a las las comunidades campesinas y nativas de tres regiones, desplazaría a miles de personas y generaría pérdidas socioeconómicas irreparables. En tercer lugar, represar el río no solo lo eliminaría toda posibilidad de desarrollo alternativo en la zona, sino que también destruiría más de una veintena de sitios arqueológicos, algunos de los cuales datan de hace más 8000 años. Por último, considerando la pérdida de rentabilidad agrícola, pesquera y los costos ambientales, se estima que cada MV generado le significaría al Estado costos ambientales de 6.200 soles en Chadin II y 11.000 soles en Río Grande I y II.
Queda claro que esta visión sobre el desarrollo económico está centrada en las necesidades de la minería y la gran inversión, necesidades que no sólo van en detrimento de los intereses de la población local, sino que también limitan la capacidad del Estado de apostar por otros horizontes de desarrollo, como la actividad agrícola o turística. De hecho se estima que, con algo de inversión, la cantidad de puestos de trabajo que el agro y el turismo generarían en el mediano y largo plazo excedería a los empleos que ofrecen los proyectos hidroeléctricos. Lamentablemente esto no ha hecho que el Gobierno invierta en la zona, que las empresas dejen de presionar a la población ni que la sangre deje de correr en el Marañón.
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