Es difícil evaluar cuánto hemos avanzado desde 1972, cuando Salvador Allende acusó a las corporaciones transnacionales por socavar “la estructura política del mundo” (Allende, 1972). Para algunas, el auge de la empresa y derechos humanos (business and human rights) como el nuevo lenguaje con el que encuadramos la relación entre Estado, derecho y corporaciones tiene tintes de tragedia; una batalla en donde se ha perdido la pregunta realmente importante: si la inversión extranjera realmente promueve el desarrollo y, concomitantemente, qué debemos entender por desarrollo (Pahuja y Saunders, 2019). Sin pasar por alto la necesidad de esta crítica “radical” y circunscribiendo mi análisis al área, quizá micro, de la empresa y derechos humanos, el avance desde 1972 ha sido significativo. Que sea en la dirección correcta sigue en juego.

En el contexto judicial – el objeto de este texto – casos recientes muestran cierta disposición a imponer responsabilidad civil a las corporaciones por violaciones a derechos humanos cometidas en el extranjero. En Vedanta Resources plc. v Lungowe (2019) y Okpabi v. Royal Dutch Shell Plc (2021), la Corte Suprema del Reino Unido sostuvo que las corporaciones pueden tener un deber de cuidado transnacional (transnational duty of care) que las hace potencialmente responsables por los abusos a derechos humanos cometidos por sus subsidiarias. Asimismo, la Suprema Corte de Canadá determinó que una empresa canadiense puede ser demandada por complicidad en violaciones al derecho internacional consuetudinario ocurridas en Eritrea (Nevsun Resources Ltd. v. Araya, 2020). Por último, la Corte de Distrito de La Haya ordenó a Royal Dutch Shell (RDS) reducir sus emisiones de CO2 en todo su grupo corporativo y realizar “esfuerzos significativos” para reducir emisiones en su cadena de valor (Milieudefensie et al. v. Royal Dutch Shell plc, 2021).

En contraste, la Corte Suprema de Estados Unidos ha limitado progresivamente el alcance del Alien Tort Statute (ATS) para judicializar violaciones transnacionales. Con Jesner v. Arab Bank excluyó la posibilidad de demandar a corporaciones extranjeras en cortes estadounidenses bajo el ATS. Con Kiobel v. Royal Dutch Petroleum sostuvo que la presunción en contra de la aplicación extraterritorial de la legislación federal aplica al ATS, lo que redujo su ámbito de aplicación geográfica. En RJR Nabisco v. European Community detalló que esta presunción sería superada si (a) “la ley da una indicación clara y afirmativa de que debe aplicarse extraterritorialmente”, o (b) si la conducta relevante para el “focus” de la ley se produce en EEUU (Dodge, 2022; Sanger, 2019). Sin embargo, en Nestlé USA Inc. v. Doe sostuvo que la toma de decisiones por parte de Nestlé en EEUU (presumiblemente la conducta más importante, el mens rea del abuso), no era suficiente para superar la presunción (Dodge, 2021).

Desde ojos latinoamericanos, acostumbrados a la noción de que los derechos humanos operan en plano horizontal (i.e. entre particulares) además de vertical, la discusión anterior puede parecer anticuada. Es cierto que esta doctrina se predica respecto a derechos de fuente constitucional, pero muchos países de la región han incorporado el régimen internacional de los derechos humanos a sus constituciones en clave del “bloque de constitucionalidad”. El derecho internacional de los derechos humanos es, en Latinoamérica, derecho constitucional (Contesse, 2022). Con ello, la adjudicación de casos por vías tradicionales (civil, penal y administrativa) es en sí una adjudicación de derecho internacional en muchas instancias (Cantú y Barboza, 2022), y la Corte Nacional de Justicia de Ecuador probablemente sea el tribunal que ha impuesto la pena más grande (casi nueve mil millones de dólares) a una empresa transnacional a partir de leyes ambientales (María Aguinda Salazar y otros v. Chevron Corporation).

Este panorama sugiere que Europa, Canadá y Latinoamérica avanzan en una dirección mientras EEUU camina de espaldas, pero este sería un juicio excesivamente superficial. El diablo está en los detalles. La discusión sobre cuándo es aceptable responsabilizar a las corporaciones por sus actividades y las de sus subsidiarias en el extranjero está lejos del punto final, y tanto la Corte Suprema del Reino Unido como la de EEUU, con la concurrencia de la minoría canadiense que está a un voto de convertirse en mayoría, muestran preocupación por el activismo judicial que pueden suponer estos casos.

El objetivo de este texto es explicar esta reticencia judicial e idear formas de superarla. En los siguientes párrafos profundizaré en una de las preocupaciones que ha atado las manos de la judicatura en el litigio transnacional: su autoconcepción como un actor eminentemente local.

Cortes como actoras globales: preocupaciones por la división de poderes y extralimitación judicial

En el modelo clásico de división de poderes, la judicatura es vista como una institución estrictamente interna, mientras la política y relaciones internacionales son asignadas casi en exclusiva al ejecutivo. Locke, padre del diseño constitucional inglés, incluso ideó al poder “federativo” como una entidad encargada exclusivamente de la política exterior mientras el poder judicial quedaba fuera de su modelo de gobierno (Möllers, 2013). En El Federalista, aun cuando Hamilton se inclina por un poder judicial robusto (Hamilton, 1788), su discusión sobre los órganos que se encargarán de las relaciones exteriores se restringe al ejecutivo y el senado (Hamilton, 1788; Jay, 1788).

Con tal modelo como premisa, los criterios que determinan la jurisdicción de los tribunales están diseñados para evaluar qué tan cerca se encuentran de la disputa en cuestión, ya sea territorial, personal o temporalmente (jurisdicción ratione loci, personae y temporis) (Bilsky, 2010). El vínculo territorial, particularmente, supone la idea de que la soberanía estatal es la única fuente de autoridad legal y que dicha autoridad se adecúa, y confina, a las fronteras del Estado (Schiff Berman, 2013).

Este marco nos da una primera pauta para comprender, y abordar críticamente, la renuencia judicial a imponer responsabilidad civil a las corporaciones por abusos transnacionales a derechos humanos. Empezando con EEUU, una de las razones detrás de Jesner es la preocupación de la Corte de que sea la judicatura quien defina las “causas de acción” (i.e. cuándo es posible demandar) bajo el ATS (Sanger, 2019). Este proceder, escribe Gorsuch, “invade el terreno de los representantes del pueblo”. En la misma línea, Brown y Rowe disintieron en Nevsun porque consideraron que crear una causa de acción por infracciones al derecho internacional consuetudinario “exigiría la invasión de las funciones de la legislatura (al introducir un cambio drástico en el derecho e ignorar la doctrina de su transformación) y del ejecutivo (al inmiscuirse en el ámbito de las relaciones internacionales)”. Finalmente, Vedanta y Okpabi encuadraron los abusos a derechos humanos como violaciones al common law inglés para “[evitar] las preocupaciones sobre la división de poderes y la política exterior que surgen con la adjudicación directa del derecho internacional”.

Reminiscente del mayoritarismo (Bickel, 1962) y de la doctrina de la pregunta política (political question doctrine) (Tushnet, 2001), la preocupación se basa en la división de poderes y la (auto)concepción de los tribunales sobre su lugar (interno) dentro de este modelo de Estado. Y es que, sin duda, “los tribunales tienen una responsabilidad frente a su público nacional y su Estado por su ejercicio del poder”. No obstante – sigue Kingsbury – también “tienen un papel funcional, si bien no articulado, en los regímenes de gobernanza global en los que participan”, como el régimen internacional de los derechos humanos (Kingsbury, 2008). 

En Latinoamérica, el derecho internacional es visto (o tratado) como derecho constitucional, y por esto a primera vista no existe un problema de división de poderes. Es desde la constitución que se define la integración del derecho internacional y su justiciabilidad, y ese es el modelo de Estado. Como nos recuerda Rodiles, sin embargo, este lenguaje cosmopolita de los derechos humanos muchas veces es compartido únicamente por la élite judicial-constitucional, y no necesariamente por los demás poderes del estado (Rodiles, 2018). Hace muy poco vimos como el Presidente de México reparaba ante los intentos de la Corte de ensayar cierto control convencional sobre la constitución (Pou, 2022). Por otro lado – sigue Rodiles – el régimen de derechos humanos en Latinoamérica se ha instrumentado más como monólogo que como diálogo. Las cortes locales se han mantenido como actoras internas, y cualquier interacción creativa con el derecho internacional se da con la intermediación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Tal vez no por elección, pero los tribunales nacionales participan en la conversación jurídica y política internacional. Una decisión que niega su jurisdicción o la admisibilidad de un caso participa tanto en este discurso como una que las acepta y entre al fondo del asunto. En Nevsun, la mayoría adoptó expresamente este papel bajo el argumento de que el derecho internacional también “burbujea” (bubbles up) desde la esfera nacional, y los jueces y juezas locales forman parte del “coro […] que le da forma a la sustancia del derecho internacional”.

Para superar la reticencia de los tribunales, entonces, necesitamos aliviar la angustia existencial sobre la extralimitación judicial. Para empezar, debemos tomar en serio la preocupación: los tribunales sí tienen un déficit democrático en materia de política exterior frente a las ramas electas del Estado, y la autodeterminación es un valor protegido por figuras (la inmunidad soberana y la jurisdicción territorial, por ejemplo (Bilsky, 2010)) que compaginan la jurisdicción judicial con las líneas fronterizas. 

Bajo una visión cosmopolita del derecho internacional, se podría responder que los derechos humanos se conciben precisamente como triunfos (por citar a Dworkin) frente a la toma de decisiones mayoritarias por parte de los poderes políticos. Además, las reivindicaciones a través del litigio transnacional se basan en normas internacionales acordadas por dichos poderes políticos. Con ciertos matices, esta línea de pensamiento permite a académicos como Harold Koh basar la legitimidad del litigio transnacional en la universalidad de ciertas normas (Koh, 2008; Bilsky, 2017).

Ante tal cosmopolitismo, basado en la premisa de que la ‘comunidad internacional’ tiene una ‘comunidad de valores’ uniforme y definida, la objeción pluralista está en orden (Krisch, 2010). Creo, más bien, que la justificación de los tribunales en estos procesos debe buscarse en su función paliativa frente a las patologías y perversiones del propio modelo de Estado con sus circunscripciones territoriales. El papel (político) de los tribunales es el de llenar un vacío creado por un modelo de autoridad legal rebasado por la globalización, y su función es “paliativa” porque está lejos de ser ideal. No se trata de empoderar a las judicaturas del norte global frente a sociedades del sur global, sino de buscar un remedio para que al menos la primera responsabilice a sus actores corporativos por sus abusos transnacionales.

El segundo problema de la justificación cosmopolita es la falta de claridad sobre la obligatoriedad del derecho internacional para los entes privados (Bilsky, 2017). Con esto vemos como el lugar institucional de los tribunales depende – también – de nuestro entendimiento de la materia a adjudicar; en este caso, de nuestro entendimiento de los derechos humanos. Este tendrá que ser el objeto de una siguiente columna.

 


Cita recomendada: Camilo Weichsel, «Corporaciones transnacionales, abusos a derechos humanos
y reticencia judicial», IberICONnect, 7 de febrero de 2023. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2023/02/corporaciones-transnacionales-abusos-a-derechos-humanos-y-reticencia-judicial/

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