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EDITORIAL
Marcela Prieto y Sergio Verdugo, Editorial En los últimos años, hemos presenciado graves episodios de violencia y crisis política en regímenes democráticos. Ejemplos recientes de las Américas parecen especialmente ilustrativos. El autogolpe de Estado en Perú por el expresidente Castillo no solamente sirvió como prueba para un desgastado presidencialismo parlamentarizado, sino que también abrió una serie de episodios de violencia donde la política de las instituciones fue parcialmente reemplazada por la política de la calle, mientras la brutal respuesta policial no se ha hecho esperar. En Brasil, la escandalosa toma de las instituciones políticas más relevantes luego de que el expresidente Bolsonaro perdiera las elecciones, no solamente dejó entrever la existencia de una policía poco confiable y el ascenso de una extrema derecha que no respeta los procesos electorales, sino que ilustró el modo en que la cultura democrática de un país se deteriora cuando uno de los pilares de la democracia —la competencia política y la rotación en el poder— está en tela de juicio. Estos eventos recuerdan los desafortunados episodios que experimentó Estados Unidos. El ataque contra el Capitolio tras la derrota electoral del expresidente Trump no solamente tensionó un sistema democrático considerado como robusto por muchos, sino que también fue acompañado por cuestionamientos no fundados a la imparcialidad de los procesos electorales, en un contexto donde la polarización y la lucha por el poder han amenazado con desbordar las instituciones y estimular comportamientos oportunistas poco respetuosos con aquellos arreglos institucionales que hacen sostenible la democracia en el tiempo. Hace no mucho tiempo, los escándalos de la violencia policial que vive Estados Unidos, con un impacto desproporcionado en las minorías afroamericanas, han dañado libertades básicas y esenciales para la existencia de un sistema político saludable. No obstante, la ausencia de acuerdos entre los partidos rivales ha hecho difícil avanzar en soluciones compartidas mediante procesos genuinamente representativos. Los episodios de violencia política recién descritos no son aislados ni únicos. En Chile, la amenaza de un desborde institucional durante las protestas sociales ocurridas en octubre de 2019, algunas de las cuales fueron acompañadas de violencia organizada contra la propiedad y las instituciones, y de violencia policial en contra de ciudadanos, finalmente culminó en un proceso constituyente cuyo objetivo de unir a la población tras una agenda compartida e institucional, fracasó rotundamente en 2022, en parte, porque no fue capaz de generar colaboraciones entre actores políticos y sociales rivales en un contexto de fuerte polarización. Los episodios de violencia en países como Ecuador y Colombia también nos llevan a pensar que los mecanismos institucionales de hacer política, que tantas veces hemos dado por asegurados, hoy están siendo puestos en duda. Asimismo, muchas medidas invocadas para lidiar con la pandemia fueron usadas de manera selectiva para beneficiar a los propios en perjuicio de los adversarios (Bolsonaro en Brasil es un buen ejemplo) o para aprovechar la oportunidad de reducir los canales de accountability mientras el poder ejecutivo crece en sus atribuciones regulatorios de una manera sólo comprensible en un contexto autoritario (Hungría fue un buen ejemplo). En todos estos casos, la llamada siempre fue a eludir la cooperación entre el oficialismo y la oposición, a hacer más dramáticos los resultados de las elecciones y a operar con una lógica de ganadores y perdedores. Ello convierte a los procesos democráticos en juegos de suma cero, donde las prácticas ampliamente aceptadas se vuelven una excepción y el oportunismo político, la regla. La declaración que varios presidentes en América Latina firmaron para solidarizar con el expresidente Castillo en Perú, es un buen ejemplo de cómo las acciones no institucionales en política han sido objeto de una creciente (aunque afortunadamente no unánime) aceptación de la mano de la lógica de perdedores y ganadores, donde los intereses compartidos son dejados de lado en beneficio de agendas de poder particulares. ¿Cómo estimular la cooperación y la ejecución de prácticas compartidas que puedan servir de base para construir y defender una cultura democrática común en estos contextos? Quizás estos episodios nos recuerdan que no podemos dar por asegurados principios esenciales para la práctica de la democracia. La violencia política y la erosión democrática pueden ser derrotadas, por supuesto, pero su práctica parece estar normalizándose. Además, el rol de la desinformación online, que ha jugado un papel importante en Brasil y Estados Unidos, pareciera no solo acrecentar riesgos existentes, sino crear riesgos nuevos. ¿Cómo serán las siguientes elecciones en Perú, Brasil y EE.UU.? ¿Es posible asegurar que los resultados no serán cuestionados? ¿Es posible garantizar que los futuros procesos electorales tendrán lugar bajo reglas ampliamente aceptadas por aquellos que compiten por el poder? Estos episodios de violencia política y de erosión democrática no debieran ser ignorados por nuestros lectores ni nuestros autores. Por supuesto, ni la violencia política ni la erosión democrática son fenómenos nuevos. Al contrario, los caminos institucionales han sido puestos en duda muchas veces por distintas fuerzas políticas y de distintas formas, desde los golpes de Estado asociados a la Guerra Fría y los regímenes brutales que las siguieron, a las revoluciones neobolivarianas que utilizaron la herramienta de la asamblea constituyente para permitir la captura de las instituciones democráticas en desmedro de los derechos políticos de la oposición. La violencia y las crisis políticas de este tipo son, desde alguna perspectiva, una constante histórica. La nueva ola de violencia y crisis en regímenes democráticos debiera servirnos de recordatorio de lo frágiles que son las democracias. Al mismo tiempo, creemos que el fenómeno presenta desafíos para el Derecho Público que la literatura iberoamericana no ha satisfecho del todo en el pasado. Paradójicamente, esta nueva ola de violencia y crisis política abre una oportunidad para repensar nuestras líneas de investigación, siendo conscientes de los vacíos que la disciplina ha dejado sin cubrir por demasiado tiempo. Como editores, queremos hacer una invitación a ampliar el objeto de estudio del Derecho Público. Por muchos años hemos visto la manera como los iuspublicistas favorecen el estudio de los tribunales. Los constitucionalistas estudian las cortes constitucionales y los derechos fundamentales. Ofrecen perspectivas dogmáticas, normativas y empíricas para lograr comprender y describir el Derecho Constitucional, al mismo tiempo que criticar los resultados que observan y, a veces, ofrecen agendas transformadoras que aspiran a acompañar los procesos de cambio político y jurídico que promueven. Pero el énfasis normalmente está en los tribunales. Los administrativistas se han preocupado del problema de las agencias independientes, del control sobre la administración y de otros problemas relacionados. El acento normalmente se encuentra en aspectos jurídico-positivos y de diseño. Los internacionalistas, por poner algunos ejemplos, están preocupados del modo como los jueces domésticos implementan decisiones supranacionales y suelen ofrecer o criticar agendas normativas que se enfocan en una comprensión del derecho común basado en los derechos humanos. También, el énfasis suele ser judicial. Aunque la literatura se ha hecho más sofisticada en los últimos años, enriqueciendo los marcos teóricos y agregando elementos comparados, los objetos de estudio no parecen haberse modificado demasiado. Es cierto que algunos estudios han estado influidos por la violencia y los conflictos que hemos visto en el pasado. Así, por ejemplo, los constitucionalistas ofrecen miradas de derechos fundamentales influidos por el las reacciones que las cortes constitucionales de la postguerra han tenido frente a violaciones masivas de derechos humanos. Los internacionalistas están a veces influidos por agendas de justicia transicional basadas, a su vez, en las experiencias dictatoriales de los setenta y ochenta del siglo XX, y, más recientemente, en las experiencias de conflicto armado. Si bien hace pocos años los constitucionalistas comenzaron a teorizar sobre materias tales como los procesos constituyentes con análisis más empíricos (y no solamente basados en teorías abstractas), estudios sobre la erosión democrática y el populismo como fenómeno político, por ejemplo, han sido protagonizados, con algunas excepciones, por politólogos. Si bien constitucionalistas e internacionalistas han comenzado a escribir sobre populismo, se trata de una literatura reciente. El tema de la violencia política, su relación con la erosión democrática, y en especial por su vínculo con la polarización, ha sido objeto de menos estudio por parte de iuspublicistas. Las excepciones que existen no son suficientes porque el énfasis sigue estando, por regla general, en los tribunales u otras instituciones relacionadas. Creemos que las investigaciones jurídicas del iuspublicismo contemporáneo en Iberoamérica, si bien enriquecedoras, no debieran competir con otros modos de aproximarnos a los problemas que la violencia política, la erosión democrática y el conflicto extrainstitucional hoy permiten develar, sino enriquecerlos. Y ciertamente, el estudio de temas más tradicionales, como el modo en que funcionan los tribunales constitucionales es significativo y los problemas de diseño también son relevantes (basta con estudiar los debates sobre el Tribunal Constitucional español de la segunda mitad del año 2022 para percatarnos de lo anterior). Comprender la forma como la Corte Europea de Derechos Humanos y la Corte Interamericana han lidiado con diversos temas, tales como el margen de apreciación de los estados, también es útil. No obstante, este tipo de miradas tienden a reducir las disciplinas a un análisis focalizado en los jueces, y pueden invisibilizar o incrementar el costo alternativo de invertir tiempo y recursos en profundizar investigaciones que puedan comprender los problemas de las democracias contemporáneas de manera más directa, holística, o expandiendo nuestra comprensión sobre aspectos elementales relacionados. La literatura jurídica comparada en español sobre acusaciones constitucionales, por ejemplo, tiene muchos vacíos que los constitucionalistas iberoamericanos debieran examinar. Es posible que varios de los problemas que hoy vemos en Perú, Brasil y Chile, se relacionen con la regulación y la práctica política asociada a las acusaciones constitucionales. Si bien una literatura angloamericana reciente ha contribuido a enriquecer el conocimiento científico existente en la materia, ella es muchas veces limitada por la inexistencia de fuentes accesible para aquellos que realizan estudios cualitativos sin dominar el lenguaje. Otro ejemplo de un objeto de estudio que requiere de mayor investigación es el modo como las estructuras constitucionales y políticas han hecho que los regímenes parlamentarios o presidenciales adopten prácticas que no se condicen con los objetivos del sistema, frecuentemente dando lugar a presidentes minoritarios, pocos incentivos para la colaboración a nivel legislativo, bloqueos excesivos y gobiernos que no solamente frustran sus agendas políticas, sino que también fallan a las promesas hechas a sus electores. Parece evidente que este tipo de aproximaciones pueden ayudar a comprender la polarización y la fragmentación que hoy impiden la construcción de consensos democráticos sostenibles, pero el Derecho Público iberoamericano no ha logrado establecer contribuciones recientes muy significativas al respecto. ¿Cómo diseñar procesos políticos que permitan reducir los costos de transacción y hacer que los procesos electorales no se conviertan en elecciones trágicas donde se multipliquen los perdedores? ¿Qué rol deben jugar las constituciones en la construcción de procesos políticos colaborativos donde las ofertas sean ideológicamente representativas de sectores amplios de la población? ¿Cómo favorecer arreglos institucionales que estimulen la generación de consensos sobre la lógica de ganadores y perdedores que ha solido dominar la política de estos últimos años, pero que, al mismo tiempo, no vulneren los derechos fundamentales de las minorías? Asimismo, en términos teóricos, existen numerosas preguntas sobre la violencia política que es importante abordar, comenzando por preguntas conceptuales. Por ejemplo, la definición misma de “violencia política” es una cuestión eminentemente política, pero también influida fuertemente por el marco normativo del derecho doméstico e internacional en temas como crímenes internacionales, terrorismo, derechos humanos, etc. Quiénes pueden ser autores de violencia política (e.g., el estado, particulares, o grupos no estatales) y qué tipos de acciones —o incluso omisiones— pueden ser calificadas de violencia política es también un tema importante de estudio en el área. Ejemplos como estos hay muchos más. La literatura en este tipo de preguntas parece estar dominada por politólogos y sociólogos. No obstante, perspectivas estructurales sobre estos problemas podrían enriquecerse de los aportes de iuspublicistas interesados en los debates interdisciplinarios o en contribuir utilizando las técnicas tradicionales de la interpretación jurídica y de las teorías del cambio constitucional, por mencionar algunos ejemplos. Por supuesto, existen algunas excepciones. Pero ellas no han dado lugar a una subdisciplina que permita generar un marco común para la discusión jurídica. Este tipo de problemas son elementales para entender la manera como se está produciendo la polarización política, las fallas del sistema político y la producción de presiones políticas extrainstitucionales que amenazan la democracia de hoy. Como editores de I•CON, llamamos a promover este tipo de investigaciones. Como una de las revistas líderes en Derecho Público, queremos llamar la atención sobre este fenómeno e invitar a los iuspublicistas interesados en publicar artículos originales a ampliar sus objetos de estudio, incorporar miradas interdisciplinarias y a contribuir a comprender problemas como los descritos en los párrafos precedentes.
Editorial Invitada: Isabel Aninat, Representación política y derecho constitucional: reflexiones sobre el fallido proceso constituyente ¿Qué impacto tiene la manera de concebir la representación democrática en los tiempos actuales? Mucha de la discusión sobre representación que ronda en distintas latitudes está marcada por una suerte de valorización de la inmediación. El fallido proceso constituyente chileno es especialmente ilustrativo, particularmente en la manera cómo ello termina por permear en los contenidos sustantivos. El proceso en Chile nació a partir del acuerdo del 15 de noviembre de 2019, sobre el cual se basó la reforma constitucional Ley Nº 21.200 del mismo año.1 Este surgió por un acuerdo transversal de los partidos políticos de iniciar un proceso constituyente como una vía institucional de solución al estallido social de octubre de 2019. Tres hitos electorales permiten entender lo sucedido desde entonces hasta hoy. Primero, el plebiscito de entrada desarrollado en octubre de 2020. Con una participación del 51% del padrón (siete millones y medio de personas), el 78% de los electores votó a favor de una nueva constitución. Se dio así inicio formal al proceso. El segundo hito corresponde a la elección de los convencionales constituyentes en mayo de 2021, con un resultado que favoreció a las candidaturas independientes. Finalmente, el plebiscito de salida de septiembre 2022. Bajo un régimen de voto obligatorio e inscripción automática, votaron trece millones de personas (86% del padrón). De ellas, el 62% estuvo por rechazar la propuesta plebiscitada.2 ¿Qué lleva a un país a rechazar tan tajantemente una propuesta surgida de una convención democráticamente electa? Esa es una de las principales preguntas que emergen de la discusión chilena actual. Me gustaría ofrecer una reflexión, quizás aún parcial, atendida la cercanía temporal con los eventos electorales al momento de escribir este texto. Desde su inicio, la Convención Constitucional se planteó como un ejercicio que sería terapéutico en cuanto proceso mismo. El contexto en el que había surgido facilitó que la propuesta de distanciarse del sistema político adquiriera una especial fuerza. Un número importante de interpretaciones narraron el estallido como una necesidad de reiniciar el sistema institucional: este proceso sería entonces la alternativa a los partidos políticos, el Gobierno y el Congreso. Por lo mismo, la Convención contó con tres reglas especiales para su integración: 17 escaños reservados para pueblos indígenas, paridad de género en la composición final y, más importantemente, facilidades para que candidatos independientes pudiesen competir e incluso agruparse en listas electorales propias. De los 155 convencionales electos, 105 eran independientes, ya fuera en listas o dentro de pactos. Esta estructura reforzó rápidamente la idea de una asamblea que se concibió a sí misma manteniendo el énfasis en su autonomía del resto del sistema político. Desde sus inicios, la retórica del poder constituyente —de la que tanto se ha escrito—se asentó para marcar una distancia que la esterilizara de cualquier decisión que viniera de la clase política. Incluso el reglamento general de la Convención terminó por expresarlo en su primer artículo, en que se definía como una asamblea autónoma, convocada para ejercer el poder constituyente originario.3 Detrás de esta retórica de poder constituyente había también una concepción de una representación política distinta que permeó toda la Convención. Se decía que era un espejo de la diversidad de su población, al ser mucho más heterogénea en profesiones, edades, orígenes territoriales, orientaciones sexuales y grupos de procedencia, características que estuvieron simbólica y visualmente presentes. No se trataba únicamente de mayor diversidad, siempre bienvenida. Más bien, la narrativa era de una representación que resultaba ser más inmediata, directa, e íntimamente ligada a los distintos grupos de la sociedad chilena.4 El uso de las redes sociales contribuyó sustantivamente a fortalecer la idea de esta suerte de representación sin mediación. La opinión pública pudo ser testigo de aquello que ocurría en vivo mediante 154 cuentas de Twitter, Instagram, Facebook, videos de YouTube. Cada convencional no sólo dirigía su discurso a las sesiones plenarias, sino que lo transmitía en vivo al mismo tiempo. Y con el abultado número de independientes electos para proponer o defender causas identitarias, ese espíritu de representación directa y originaria se mantenía presente en la deliberación. Nunca antes habíamos experimentado un proceso constituyente con tal utilización de herramientas de transmisión inmediata. Y, por supuesto, el uso de las redes sociales también trajo consigo las fake news, especialmente en las campañas para el plebiscito de salida. ¿Qué impacto tuvo esta concepción de un modelo distinto de representación política? Aquí creo que es donde el proceso encontró uno de sus principales fracasos. Ante la celebración de la independencia, de la inmediatez y de la representación de causas, la Convención se convirtió en una asamblea donde primó la fragmentación. Una fragmentación de la representación de la que se ausentaban proyectos integrales sustantivos de textos constitucionales, pues el acento estaba en aquellos dos, tres o cuatro temas que cada grupo o subgrupo traía a la palestra. Por lo mismo, todo ello se reflejó inmediatamente en su organización interna, y mucho más profundamente en la propia propuesta constitucional que produjo. La conformación de la Convención hacía de cada negociación una tarea ejecutada mediante pasos discretos. Si bien en un comienzo los convencionales independientes intentaron mantenerse fieles a su adjetivo, algunas listas se desmoronaron al poco andar (un buen ejemplo de ello sucedió en la Lista del Pueblo, agrupación de independientes de izquierda que terminó por desaparecer). La organización en colectivos, entre los que se encontraban símiles de partidos políticos del sistema actual, pareció ayudar a la organización. Sin embargo, cada comisión temática se abocaba a sus propios asuntos; inicialmente, casi cegados a las interacciones que tenían los temas a tratar. La fragmentación, agudizada por las reglas procedimentales, hacía difícil una mirada sistémica sobre los diseños institucionales. El objetivo de conseguir los 103 votos requeridos para alcanzar el quórum de los 2/3 en cada votación en el pleno, iba agregando, paso a paso, cada pequeña agrupación de convencionales, hasta que se llegaba al umbral. Más aún, la propia concepción de una representación distinta hacía necesario que nuevas causas fueran parte del debate constitucional. Como se expresaba en muchas intervenciones durante el debate, porque, en muchos casos, el sistema político general no las había tomado en cuenta. El proceso constituyente se extendió hacia un lugar de catarsis, convirtiéndose en un espacio de inclusión de todo aquello que pudiera ser posible. El acuerdo del 15 de noviembre se basaba en la premisa de un reemplazo constitucional total, sobre una página en blanco en la que nada estuviese preescrito. Sobre esa página vacía, y casi ausente de propuestas de proyectos integrales comunes entre sectores, esta idea de representación podía entonces extender los márgenes. Se entendió entonces al derecho constitucional como un instrumento para lograr todo aquello que quisiéramos que fuera posible. Nuevamente, la contracara estuvo en los costos de la fragmentación. A continuación, dos ejemplos ilustrativos. Para su organización interna, el Reglamento general de la Convención estableció 27 principios rectores procedimentales (art.3). Además de principios como la preeminencia de los derechos humanos, la no discriminación, la probidad y la ética, la eficacia y la coherencia, la Convención debía guiarse por el enfoque de género y la perspectiva feminista, la plurinacionalidad, la interculturalidad, el plurilingüismo y la igualdad lingüística, el enfoque de cuidados, el respeto y cuidado de la Naturaleza y aplicación de un enfoque ecológico y la perspectiva socioecológica. El propio Reglamento señalaba que todos los principios tenían la misma relevancia. Segundo ejemplo. El informe de la Comisión de medioambiente, derechos de la naturaleza, bienes naturales comunes y modelo económico (Bloque A, 11 de febrero, 2022) presentado al pleno para su votación incluía, entre otras propuestas, la gestión de residuos y basura (12 arts.), el reconocimiento de la funga de Chile y sus funciones ecosistémicas y sociales (4 arts.), y los derechos de la naturaleza, incluyendo el Ñuke-Mapu (12 arts.). Por cierto, gran parte de dicho informe no alcanzó el quorum al llegar al pleno, pero da cuenta de la amplitud de las posibilidades. Sí obtuvieron los dos tercios para el texto final, los derechos constitucionales a un mínimo vital de energía asequible y segura (art. 59), a la educación digital y el conocimiento, pensamiento y lenguaje tecnológico (art. 90), al ocio, al descanso y a disfrutar el tiempo libre (art. 91), a que el Estado fomente el acceso al libro y el goce de la lectura (art. 94), al aire limpio durante todo el ciclo de vida (art. 105). Pero también se ampliaron las categorías de la titularidad de los derechos constitucionales: niñas, niños y adolescentes (art. 26), mujeres, niñas, adolescentes y personas de las diversidades y disidencias sexuales y de género (art. 27), personas con discapacidad (art. 28), personas neurodivergentes (art. 29), personas mayores (art. 33), pueblos y naciones indígenas (arts. 18 y 34) y la naturaleza (art. 127). La balanza se inclinaba hacia las particularidades. Por lo mismo, a diferencia de anteriores extensiones del catálogo de derechos (y, por supuesto, aquí es debatible su extensión), la propuesta de la Convención no sólo buscó ampliarlo sino también hacerlo ya no para el ciudadano genéricamente concebido, sino, en muchos casos, en base a la política de las diferencias. Y esta fragmentación, me parece, fue el principal impacto de una representación que no ponía su foco en la mediación. No se trata únicamente de la falta de armonización de un texto por problemas derivados de las reglas fijadas ni de una cuestión puramente procedimental. Por supuesto, los mecanismos de votación de cada regla por separado en nada contribuyeron, pero incluso si es que la Comisión de armonización hubiera tenido mayores atribuciones, los problemas habrían perdurado. Porque la cuestión respondía más bien a una concepción de representación cuasi experiencial, inmediata y especular que se reflejaba entonces en la propuesta final. Se pensaba así que tal como se agregaban temas en el texto, se sumarían votantes en el plebiscito de salida, quienes se reconocerían al verse reflejados en la propuesta final. La concepción fragmentada de la representación política llevaba a pensar que cada grupo vería su interés reflejado en el texto, y, por lo tanto, más votos se tendría a favor. La fragmentación del texto mismo en lo sustantivo, no era visto necesariamente como un problema; más bien lo opuesto: era una fuente de valor. Y, aquí la paradoja: la propuesta, en vez de congregar, distanció. La constitución plurinacional fue rechazada con especial holgura en las comunas del sur de Chile con mayor porcentaje de población indígena. La constitución que regulaba el agua y la crisis hídrica fue rechazada en las comunas con mayor sequía en la zona central. El texto que buscaba hacerse cargo de la desigualdad perdió en los quintiles de menores ingresos y en las comunas más populares. El rechazo fue transversal en zonas geográficas y en ciudades y áreas rurales, incluso en aquellos lugares que el propio texto proponía transformar en regiones administrativas. Una posible explicación de qué sucedió se encuentra en el fracaso de esta idea de representación que permeaba la Convención. La representación especular, orientada por las causas, que buscaba mantener su virtud en cuanto emanaba directamente de ellas, se encontró con ciudadanos que resultaron ser significativamente menos mono-causales. Como se mostró en reportajes de prensa en los días inmediatamente posteriores a la jornada electoral, a las personas les preocupa el agua, por cierto, pero también las tradiciones, los animales, las pensiones y el trabajo. Probablemente, el voto obligatorio devolvió aquello que a ratos parecía haberse esfumado de la discusión política chilena: la complejidad de la vida de las personas. Como no sólo votaron aquellas personas más politizadas y comprometidas con uno u otro sector político, la apelación a grupos específicos perdió fuerza y valor. Ante la pluralidad de las sociedades actuales, la representación atomizada en particularidades, no parece conducir hacia un sistema donde se procesen las demandas de manera sistémica. La deliberación no trata únicamente de poner intereses en el debate y contrastar visiones. Más bien, exige intermediación, negociación y agregación de intereses, generando propuestas sustantivas integrales, asumiendo así los costos y beneficios. Por lo mismo, uno de los principales desafíos del próximo proceso constituyente chileno estará en generar un diseño que permita una representación política que más que replicar la complejidad, permita procesarla. El caso chileno pareciera mostrar que la intermediación, poco novedosa y atractiva en los tiempos actuales, sigue siendo necesaria. Y más para un proceso constituyente en que debemos acordar qué tanto podemos, o debemos, pedirle a un texto constitucional.
Editorial invitada: Carlos Bernal, Derechos fundamentales e inteligencia artificial En su artículo Computing Machinery and Intelligence, publicado en la revista Mind en 1950,1 Alan M. Turing se preguntó si, como los seres humanos, las máquinas podían pensar y comunicarse mediante lenguaje natural. Seis años después, John McCarthy, Marvin Minsky, Oliver Selfridge, Ray Solomonoff y Trenchard More celebraron un congreso en el Dartmouth College.2 Allí discutieron si las máquinas tenían capacidad de pensamiento, aprendizaje, razonamiento, y de búsqueda y adquisición de conocimiento. En aquel congreso se acuñó el término “inteligencia artificial” para referirse al despliegue de estas capacidades por parte de las máquinas. En aquel entonces, habría sido razonable catalogar este despliegue como una elucubración. No obstante, poco más de medio siglo después, la inteligencia artificial avanza irrefrenable en la cuarta revolución industrial.3 Los sistemas digitales abstraen, piensan, solucionan problemas y actúan con racionalidad. Gracias a ello, irrumpen en nuestra vida. Nos sugieren canciones, videos y películas, ayudan al diagnóstico temprano de enfermedades, inundan de información las redes sociales y las plataformas mediáticas, y asisten a las autoridades en el uso eficiente de recursos escasos—como ambulancias o patrullas de policía—, a diseñar y ejecutar políticas públicas y a vigilar el entorno. La programación de algoritmos es pieza clave de estos desarrollos tecnológicos. Los algoritmos son procedimientos codificados como secuencias de pasos, mediante los cuales se alimenta de datos un sistema digital para que cumpla un objetivo deseado. La secuencia de un algoritmo refleja procesos racionales de pensamiento y acción humana. Los desarrolladores programan los sistemas digitales para que repitan la secuencia y la ejecuten cada vez mejor. En esta ejecución reiterativa el sistema digital aprende. Este aprendizaje puede incluir vigilancia humana.4 También el aprendizaje sin vigilancia puede prever retroalimentación, como cuando un conductor asume el control de un vehículo inteligente a fin de evitar una colisión. En el aprendizaje sin vigilancia humana, un sistema digital recauda y analiza una amplísima cantidad de datos—que se suele denominar big data—,5 a fin de ofrecer nuevos diagnósticos, hipótesis, evaluaciones, predicciones, sugerencias y reglas de acción. El desarrollo de algoritmos de ejecución digital, el aprendizaje por parte de las máquinas y la inteligencia artificial suscita ventajas y desafíos sin precedentes para la satisfacción y el respeto de los derechos fundamentales. En este editorial quisiera referirme a una ventaja y cuatro desafíos, sobre los que la literatura es escasa. Mi finalidad es incentivar a los investigadores hispanoparlantes a colmar lagunas de conocimiento en este campo. La ventaja es: la identificación de puntos ciegos en la satisfacción de derechos fundamentales. Los desafíos aluden a las plataformas como destinatarios de los derechos fundamentales; la clausura algorítmica a la deliberación de derecho fundamental; la invasión de la intimidad y la discriminación algorítmica. A continuación, me referiré a estos aspectos. El primero es la identificación de puntos ciegos en la satisfacción de derechos fundamentales. En cuanto a este aspecto, el Estado constitucional democrático es el responsable de la satisfacción de los derechos fundamentales. La existencia de puntos ciegos es un problema crucial para cumplir ese objetivo.6 Los derechos fundamentales se satisfacen mediante la expedición de normas legales, jurisprudenciales, administrativas y contractuales que permitan armonizar el ejercicio de las libertades de todos y la protección de bienes colectivos.7 La creación de estas normas se fundamenta en premisas empíricas y normativas. Las premisas empíricas explicitan condiciones sociales, políticas, económicas, institucionales y epistémicas atinentes a las posibilidades fácticas de satisfacción de los derechos fundamentales.8 Las premisas normativas expresan relaciones entre las normas nacionales e internacionales de varios niveles, concernientes a las posibilidades jurídicas de satisfacción de los derechos fundamentales.9 La óptima satisfacción de un derecho fundamental se alcanza cuando se maximizan las posibilidades fácticas y jurídicas de satisfacción del derecho, en relación con los demás derechos fundamentales y bienes colectivos. Ninguna autoridad individual o colegiada—legisladores, tribunales o reguladores—tiene la capacidad de procesamiento de información necesaria para calcular qué decisiones optimizan la satisfacción de los derechos fundamentales. Para suplir esta deficiencia, estas autoridades pueden valerse del análisis de big data de que es capaz la inteligencia artificial.10 Por esta razón, se ha señalado que la inteligencia artificial puede llevar a la adopción de decisiones administrativas más eficientes.11 Desde luego, usar la inteligencia artificial para estos fines no debe extremarse al proponer sustituir la toma de decisiones humanas por decisiones algorítmicas. Tampoco debe prohibirse derrotar con argumentos válidos las sugerencias o reglas resultantes de procesos de inteligencia artificial. Al respecto, estas sugerencias o reglas no deberían tener per se carácter vinculante.12 Con todo, las autoridades tampoco deberían poder soslayarlas ni desestimarlas de forma caprichosa. Lo primero llevaría a la aniquilación de la democracia deliberativa y de procesos dialógicos de satisfacción de derechos fundamentales.13 Lo segundo conduciría a aceptar que la irracionalidad humana debe prevalecer ante evidencias fácticas y normativas sobre puntos ciegos detectados por la inteligencia artificial. La solución estribaría en aceptar que cuando una autoridad quiera apartarse de una regla, decisión o curso de acción sugerido por un mecanismo de inteligencia artificial, debe desplegar y satisfacer la carga de aducir razones de un peso mayor al de los resultados algorítmicos. Ahora bien, el primero de los problemas tiene que ver con las plataformas como destinatarios de los derechos fundamentales. En su forma más común, los derechos fundamentales son derechos a algo. Los derechos a algo son relaciones triádicas entre el titular del derecho, un destinatario—que, para favorecer al titular del derecho, tiene el deber de llevar a cabo o de abstenerse de emprender una acción—y un objeto—que corresponde a la acción ordenada o prohibida—.14 En la concepción tradicional de los derechos fundamentales, el destinatario es el Estado quien tiene deberes de abstención correlativos a las libertades y deberes de acción cuyo cumplimiento conduce a la satisfacción de los derechos prestacionales. Esta concepción es inapropiada para garantizar la satisfacción de derechos fundamentales en la era de la inteligencia artificial. Los principales agentes desarrolladores de mecanismos de inteligencia artificial son: plataformas tecnológicas;15 de propiedad de compañías privadas; que, mediante Internet, tienen impacto en jurisdicciones que trascienden aquella en las que están constituidas; que producen datos de forma constante; y cuya vigilancia por parte del Estado es compleja en extremo. Es bien cierto que la doctrina de la eficacia horizontal de los derechos fundamentales ya ha allanado el camino para concebir a los particulares—y entre ellos a las compañías privadas—como destinatarios de los derechos fundamentales.16 Con todo, incluso esta doctrina resulta insuficiente para proteger de forma efectiva los derechos fundamentales en la era de la inteligencia artificial. Plataformas tecnológicas como Facebook o Youtube utilizan algoritmos para recaudar, procesar y distribuir información. Estos procesos pueden limitar derechos fundamentales como la intimidad, la honra, el buen nombre, la igualdad, así como las condiciones de ejercicio de los derechos políticos. Estas limitaciones son producto de la divulgación de informaciones privadas, falsas, difamatorias o injuriosas, así como de noticias sin fundamento que pueden alterar el comportamiento electoral de los ciudadanos.17 Frente a estas limitaciones, el desafío surge de la imposibilidad práctica y jurídica de las plataformas para controlar el contenido de la información que reproducen. Las plataformas no pueden garantizar siempre la verdad de la información que sus usuarios publican, así como tampoco que dicha información sea respetuosa con los derechos fundamentales personalísimos de los aludidos. Incluso, si lo pudieran hacer, cabe discutir que el ejercicio de este poder vulneraría la libertad de expresión. Debido a estas limitaciones de las plataformas, incluso la Corte Constitucional colombiana, que ha sido activista en la protección de los derechos fundamentales, ha declarado que las plataformas desempeñan un papel neutral en este tráfico de información y ha declinado atribuirles responsabilidades en cuanto al control del contenido de la información que divulgan.18 No resulta descabellado pensar que esta renuncia a la regulación de las plataformas por parte del Estado derive del carácter transnacional de las empresas que las operan, de la intangibilidad que revisten al ofrecer bienes y servicios mediante Internet y a que se erigen como oligopolios con poder económico y político superior al de los Estados individuales.19 Sobre este aspecto, el desafío consiste en construir un modelo internacional de regulación de las plataformas,20 que las regule, les asigne deberes de control proporcionados y alcanzables, y les atribuya responsabilidad política y jurídica por las vulneraciones de derechos fundamentales de las que sean partícipes, claro está, sin imponer limitaciones irrazonables a las libertades de expresión y de información. Una estrategia hasta ahora utilizada es dejar el alcance de este equilibrio a la autorregulación.21 Las propias plataformas la han recibido con beneplácito, al reiterar su compromiso con estándares éticos.22 Sin embargo, surgen dudas acerca de la eficacia de este mecanismo para garantizar una óptima protección de los derechos fundamentales implicados en esta constelación. Un tercer desafío surge del riesgo de clausura algorítmica a la deliberación de fundamental. Los derechos fundamentales implican la estructuración de procesos deliberativos constantes, abiertos a contemplar la aparición de nuevas informaciones y razones que pueden llevar a que esté justificado no aplicar reglas jurídicas legales, jurisprudenciales o contractuales vigentes.23 El desafío de la gobernanza mediante algoritmos consiste en cómo incorporar estos procesos deliberativos a los mecanismos de inteligencia artificial. La eficacia de estos mecanismos implica procesos automatizados de toma de decisión. Asimismo, presuponen la “algocracia”.24 Dan por sentada la aplicación automática de las decisiones o reglas producto de los algoritmos. Con todo, en la mayoría de los casos, los procesos de inteligencia artificial carecen de transparencia.25 La opacidad resulta de la dificultad para hacer evidentes las razones que los algoritmos tienen en cuenta y aquellas que excluyen, así como de la necesidad de simplificación de procedimientos.26 Esta opacidad solo puede subsanarse si se permite a los concernidos desafiar las decisiones algorítmicas que los afectan y con las que están en desacuerdo. El problema radica en que, a fin de garantizar la eficacia de la inteligencia artificial, a quien desafíe un resultado algorítmico debe imponerse una carga de argumentación y probatoria especial. En ocasiones, será difícil cumplir con dicha carga. Antes bien, lo correcto debería ser lo contrario, a saber, que los sistemas digitales tengan capacidad para explicitar las razones jurídicas y fácticas que fundamentan sus sugerencias y decisiones. Es más, el derecho fundamental al debido proceso debe incluir un derecho a la revelación de estas razones.27 Con todo, esta solución tampoco parece óptima. La dificultad de explicar y entender los procesos y decisiones algorítmicas produce un efecto de “caja negra”,28 que hace evanescente cualquier pretensión de equidad entre las partes que deliberan sobre tales decisiones. Esta dificultad debería conducir a regulaciones estrictas en cuanto al empleo de la inteligencia artificial en la toma de decisiones públicas y a que seres humanos siempre tengan la palabra final. El siguiente problema a tratar es la invasión de la intimidad. La inteligencia artificial solo es posible si los sistemas digitales tienen acceso a una cantidad amplísima de datos. Estos datos suelen concernir a características, preferencias, elecciones y conductas de las personas. Algunos datos son públicos. Sin embargo, un porcentaje significativo de estos datos tiene que ver con información sensible y privada. El procesamiento de estos datos permite a autoridades y plataformas llevar a cabo actividades de vigilancia masiva. La vigilancia masiva suele justificarse con alusiones a la necesidad de alcanzar mejores niveles de seguridad pública y privada—incluida la seguridad sanitaria, tan relevante durante la pandemia del Covid-19—.29 El peso de esta razón es diferente en varias jurisdicciones. Mientras en China se privilegia la seguridad sobre la libertad de forma casi irrefutable, en Europa y Estados Unidos la pérdida de intimidad ocasionada por la vigilancia masiva causa gran preocupación.30 En todo caso, la pregunta fundamental es: dado que no puede existir inteligencia artificial sin vigilancia para la obtención de big data, ¿cómo puede preservarse el derecho fundamental a la intimidad? Por último, en el mundo hispanoamericano también debería analizarse el riesgo de la discriminación algorítmica. Relevantes autores han subrayado que los algoritmos pueden discriminar, perpetuar y acentuar discriminaciones.31 También han explicado las dificultades del derecho y del Estado para regular y mitigar estos riesgos discriminatorios.32 Existen razones de peso que justifican estas advertencias. Si los sistemas digitales aprenden con la reiteración de procesos, cuando estos procesos contienen discriminaciones, es previsible que los algoritmos las perpetúen y las incrementes. Con todo, algunos procesos humanos diseñados para la protección de derechos fundamentales son ya discriminatorios per se. Frente a ello, es probable que los algoritmos puedan detectar estas discriminaciones y emprender procesos de protección de derechos fundamentales que sean menos discriminatorios que los procesos de toma de decisiones humanas.33 En relación con este aspecto, las preguntas relevantes son: ¿cómo maximizar las ventajas y minimizar los riesgos de la inteligencia artificial? Y ¿cómo alcanzar esta meta mediante regulación? Resolverlas es una de las tareas más apremiantes del derecho público en el corto porvenir.
SIMPOSIO
Luis Eugenio García-Huidobro y Sebastián Guidi, Introducción: Los entes autónomos en el derecho constitucional latinoamericano
Pedro Salazar Ugarte, El estado constitucional mexicano: una constelación de autonomías
Eduardo Jordão y Juliana Palma, El Tribunal de Cuentas de la Unión brasilero: una institución muy peculiar
Ximena Benavides Reverditto, Salud postpandemia: influencia supranacional y coordinación regulatoria
Sara Alemán Merlo y Josep Mª Castellá Andreu, El nombramiento de las autoridades independientes. Lecciones a partir de la experiencia española y europea
Raeesa Vakil, Independencia, transparencia y rendición de cuentas: experiencia de la India con la designación de entidades reguladoras
ARTÍCULOS
Gerardo Tripolone, Republicanismo y ciudadanía armada en la Constitución Nacional argentina
Carmen Montesinos Padilla, Desde el neoliberalismo austericida de Europa hacia la reconstrucción social en España
Vicente F Benítez-R, Petrificando la rama judicial en Colombia: autointerés judicial y control de constitucionalidad inapropiado de reformas constitucionales a la justicia
Matías Toselli, Repensando los préstamos constitucionales: un análisis crítico del uso de materiales foráneos desde la experiencia argentina
REVISIÓN CRÍTICA DE LA JURISPRUDENCIA
María Helena Carbonell Yánez y Dunia Martínez Molina, ¿Un romance moderno? El Derecho Internacional Público y el Derecho Constitucional en el trabajo de la Corte Constitucional ecuatoriana
RESEÑAS DE LIBRO
Brandon Camilo Archila Jaimes, Reseña del libro de Richard Albert, Reforma y desmembramiento constitucional
Catalina Salem Gesell, Reseña del libro de Rosalind Dixon, Responsive Judicial Review. Democracy and Dysfunction in the Modern Age
Silvia Romboli, Reseña del libro de Luigi Ferrajoli, Per una Costituzione della Terra. L’umanità al bivio
Pietro Sferrazza Taibi, Reseña del libro de Elisabeth Hoffberger-Pippan, Less-Lethal Weapons under International Law. A Three-Dimensional Perspective.
Elisa Ortega Velázquez, Reseña del libro de Tania Ixchel Atilano, International Criminal Law in Mexico. National Legislation, State Practice and Effective Implementation
Luisa Gabriela Morales-Vega, Reseña del libro de Elisa Ortega-Velázquez, El asilo como derecho en disputa en México: La raza y la clase como dispositivo de exclusión
Itziar Gómez Fernández, Reseña del libro de Rosa María Rodríguez Magda, El sexo en disputa. De la necesaria recuperación jurídica de un concepto.
RESUMENES
Gerardo Tripolone, Republicanismo y ciudadanía armada en la Constitución Nacional argentina
En este trabajo analizamos los vínculos entre la teoría republicana y la ciudadanía en armas en Argentina en los debates del siglo XIX. El abordaje teórico e histórico permite interpretar dos cláusulas fundamentales de la Constitución Nacional: el artículo 21, que establece el deber ciudadano de “armarse en defensa de la patria y la Constitución”, y el artículo 22, que considera que “toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición”. Un análisis a la luz de la concepción republicana sobre la ciudadanía armada permite ver en estas dos cláusulas la explicitación de una paradoja de la soberanía popular, que por un lado reconoce y mantiene el poder constituyente en el pueblo a la par que aspira a restringirlo y someterlo por las autoridades estatales.
Carmen Montesinos Padilla, Desde el neoliberalismo austericida de Europa hacia la reconstrucción social en España
Transcurrida más de una década desde el inicio de la crisis de la eurozona, en España el coronavirus nos ha devuelto la idea de una reforma constitucional en materia de derechos sociales. El cambio de paradigma acontecido con la llegada de la pandemia es difícilmente cuestionable. De la austeridad propiciada por las instituciones europeas y asumida por las autoridades nacionales ante la crisis financiera de 2008, en los últimos tiempos hemos pasado al impulso de la inversión pública y el gasto social en ambas esferas de gobernanza. En este trabajo se analizan comparativamente ambos escenarios con objeto de demostrar que la política económica es cuestión de ideología. La austeridad es solo una de las muchas respuestas posibles ante coyunturas económicas desfavorables. Y para preservar nuestro Estado del bienestar frente a futuras tendencias austericidas, el presente artículo apuesta decididamente por una serie de reformas constitucionales en España a través de las que garantizar la efectividad de los derechos sociales.
Vicente F Benítez-R, Petrificando la rama judicial en Colombia: autointerés judicial y control de constitucionalidad inapropiado de reformas constitucionales a la justicia
Este artículo estudia el control de constitucionalidad de las reformas constitucionales que modifican la rama judicial en Colombia y sostiene que la Corte Suprema de Justicia (bajo la anterior Constitución) y la Corte Constitucional (bajo la vigente), al declarar la inconstitucionalidad de reformas al judicial aceptables pero que han impactado a esas dos instituciones, probablemente han actuado con autointerés, esto es, de forma parcializada. Con base en la idea de “control judicial inapropiado”, se argumenta que esta posible ausencia de imparcialidad profundiza problemas tradicionales del control de las reformas (problemas democráticos, interpretativos y de petrificación) y socava la credibilidad de las cortes ante la opinión pública, poniendo en riesgo su independencia. Luego de diagnosticar esta patología constitucional y de mostrar que se ha producido también en otras jurisdicciones, el artículo sugiere que el control de reformas al judicial debe continuar para evitar la implementación de cambios constitucionales abusivos. Sin embargo, frente a aquellas modificaciones razonables propone una serie de alternativas institucionales y de actitud que podrían mitigar las dificultades inherentes a un escrutinio judicial a las reformas constitucionales que afectan a los jueces que las controlan.
Matías Toselli, Repensando los préstamos constitucionales: un análisis crítico del uso de materiales foráneos desde la experiencia argentina
Los tribunales recurren con frecuencia a los préstamos de materiales jurídicos foráneos al momento de decidir cuestiones constitucionales. En muchos países, incluyendo a Argentina, esta es una práctica raramente cuestionada. El presente trabajo aborda el estudio de los préstamos constitucionales a los fines de sistematizarlos y poner de manifiesto sus potenciales riesgos. Tomando como base la jurisprudencia de los jueces argentinos, se propone una clasificación de los usos de fuentes jurídicas foráneas en función de dos variables: su carácter autoritativo y su peso en la decisión final del juez. Una vez presentada su categorización, se argumenta que cualquier tipo de préstamo implicará ciertos riesgos jurídicos, los cuales tenderán a aumentar de manera progresiva dependiendo de cómo se relacionen con las variables mencionadas. Así, a partir del estudio del impacto de los materiales foráneos en las decisiones judiciales, el presente trabajo explora si debieran desincentivarse definitivamente los préstamos de derecho comparado.