La noción de “Constitucionalismo Feminista” es todavía esquiva. Disputa su lugar dentro de las narrativas del constitucionalismo moderno, y de los nuevos constitucionalismos. Muchas veces, parece enfrentar un dilema: o se disciplina bajo la narrativa de los constitucionalismos predominantes y sus posibilismos, o los desestabiliza. En esta breve nota intentaré explicar los extremos de este aparente dilema, que entiendo intrínseco en las transformaciones constitucionales de nuestro tiempo. 

Digamos, para empezar, que hay una narrativa “disciplinar” o disciplinadora, que ve a la exclusión de las mujeres de la ciudadanía como un episodio del pasado. Una aberración de las primeras horas del constitucionalismo clásico, la que siempre, sin embargo, estuvo destinada a quedar atrás. Esto es así porque la natural evolucionó del principio de igual libertad, y por supuesto, de la teoría política liberal y republicana que los respalda, no podía sino llegar al puerto de la igualdad sexo-genérica. De manera que siempre fueron, y siempre serán los derechos y la teoría liberal, el canal más adecuado para avanzar la agenda de justicia de las mujeres (Ver Seleme, H. O., 2007). En otras palabras, es en las convergencias (y no en las divergencias) entre los principios del feminismo y los del constitucionalismo donde debemos encontrar las bases de un feminismo constitucional (Ver Dolabjian, D. A., 2021).

Desde una perspectiva distinta se desarrolla una narrativa que podríamos llamar,  “desestabilizadora.” Ella obliga al constitucionalismo a subir a la silla de acusados, en lugar de ofrecerse como herramienta para el feminismo. Para esta narrativa, la exclusión de la ciudadanía de las mujeres no fue un evento, sino un largo procesos de activo androcentrismo montado en el discurso constitucional-liberal. Hablamos de más de un siglo de construcción política, ideológica, teórica y jurídica del constitucionalismo. Construcción destinada a respaldar un estado andro-céntrico que disciplina a la sociedad en base a la diferenciación sexual jerarquizante entre hombres y mujeres. 

De modo que la “exclusión” no fue algo que ocurrió y dejo de ocurrir en un momento, sino algo que circula en el sistema de ideas y conceptos del constitucionalismo desde sus comienzos. No ocurrió “sólo a nivel de práctica de la vida social, sino también a nivel de las elaboraciones consientes, discursivas, sobre la realidad”, y se expresó en “una exclusión o marginación de las mujeres de las elaboraciones consientes, lógico-científicas” (Moreno, A., 1986). Esto explicaría por qué una agenda del “constitucionalismo feminista” no se satisface con incluir a las mujeres como titulares de derechos, suprimir las limitaciones que el texto les impuso para acceder al poder, y estirar el concepto de igualdad en diversas dimensiones. Esa agenda supone también repensar la composición, organización y concepción del poder constitucional, sobre la base de una revisión del sentido común  y los dogmas lógico-científicos de la teoría constitucional. 

Voy a intentar explicar un poco mejor la tensión que aquí presento, entre las narrativas “disciplinar” y la “desestabilizante”. 

La historia que nos contamos

La narrativa disciplinar (o disciplinadora) nos indica que el momento de gestación del constitucionalismo fue el siglo XVIII y XIX, con las revoluciones europeas y americanas. Allí se debatieron, y se sancionaron los conceptos básicos del constitucionalismo moderno como hoy lo conocemos. Tales, el de soberanía popular, sufragio universal, derechos individuales, división de poderes, etc. Pero por entonces, se ignoraró a las mujeres, y en algunos casos, se excluyó expresamente de la ciudadanía, a extranjeros y personas racializadas. Este fue un “error” del liberalismo republicano del momento, confundido por los credos sexistas y racistas de ese tiempo. Pero ese error, ya es parte del pasado constitucional, según esta narrativa.

Desde otra mirada, en cambio, no es fácil acordar el modo en que se “ignoró” a las mujeres, ya que lo que hoy llamaríamos “constitucionalismo feminista”, ya estaba presente en aquel momento gestacional. El constitucionalismo clásico, para esta perspectiva, surgió oponiéndose, y suprimiendo las ideas del constitucionalismo feminista. 

Olympe de Gouges (1748-1793), por ejemplo, revolucionaria francesa y activa teóricas del incipiente constitucionalismo liberal, publicó la Declaración de los Derechos de las Mujer y la Ciudadana en 1791. Allí pedía que las mujeres se constituyan en asamblea nacional, y, su defensa por la igualdad sexual y racial, entre otras cosas, la llevarían a ser guillotinada por sus compañeros revolucionarios. La declaración de Olympe no solo proclamó a las mujeres libres e iguales en derechos (art. 1), sino que sostenía que ellas eran parte de la idea de la “nación”, y que su voluntad también constituía la “soberanía popular” (art.3). Estas ideas de “nación” y “soberanía” no fueron entonces ignoradas, sino vencidas por un constitucionalismo andro-centrista. 

Quizás lo más importante a destacar de la declaración de Olympe, es que ella sostenía la existencia de injustos límites de hecho sobre las mujeres, los que las leyes debían corregir; tal, señaló, los límites impuestos por la “tiranía” de los hombres hacia ellas (art. 4). No estamos entonces ante una mera teoría liberal e igualitaria más amplia que la del constitucionalismo clásico, sino ante una teoría política abiertamente anti-patriarcal. La que además se adelantaría un siglo a las lógicas del constitucionalismo social, esas que, en un primer paso, “reconocen” desigualdades de hecho, para así fundar el mandato constitucional de que las leyes deben corregirlas. 

Más aún, en la declaración de Olympe podemos advertir una verdadera teoría de legitimación constitucional alternativa. Ella decía que “la constitución es nula si la mayoría de los individuos que componen la Nación no ha cooperado en su redacción” (Art. 16). En otras palabras, mientras el abate Sieyés (1789) sentaba las bases para una teoría del “poder constituyente”, como legitimador de la supremacía constitucional, Olympe de Gouge (1791), por una vereda muy diferente, proponía asentar la legitimidad de la supremacía constitucional en la “participación cooperativa en la redacción” del texto. Podría decirse que una teoría de “legitimación por imperio” fue la que ganó nuestro sentido común, frente a una propuesta alternativa de “legitimación por autoría.”

Mary Wollstoncraft (1759-1797) desde Inglaterra también tuvo un papel protagónico. En su “Vindicación de los derechos del hombre” (1790), confrontó a Edmund Burke y sus ideas conservadoras, reclamando  que los derechos “no pueden basarse en la tradición… deberían otorgarse porque sean justos y sensatos”. Ya en su afamada “Vindicación de los derechos de las mujeres” enfrentó a John Locke y Jean-Jaques Rousseau, entre otros, e incitó así a que el asunto de los derechos de las mujeres se convirtiera en uno de los centros del debate político constitucional de la Francia y Gran Bretaña revolucionaria. Pero claro, para la narrativa disciplinadora, ese debate lo dieron Locke, Rousseau y Burke, y las mujeres no fueron ni sujeto ni objeto de él.

Cuando la teoría política y constitucional realiza esta operación de borramiento o menosprecio de datos, nos habilita a pensar que el feminismo surgió al margen del constitucionalismo. De este modo, al ser agendas distintas, una (el feminismo) puede valerse de la otra (constitucionalismo) para avanzar. En otras palabras, se habilita una forma esperanzadora en donde el constitucionalismo evolucionado canalizaría las expectativas del feminismo.

Desde otro lado, una narración menos andro-céntrica de la historia, tendería a ubicar al constitucionalismo clásico y sus bases teóricas en franca oposición al constitucionalismo feminista. Como señala Ruth Rubio Marín (5/9/2014), las constituciones decimonónicas “sancionaron un orden sexuado en la sociedad” al no mencionar a las mujeres en sus textos. Su no mención no fue un mero olvido. Ese orden sexuado, nos dice la autora, intrínseco al constitucionalismo, tenía dos ejes: la separación de funciones sociales entre sexos, y la subordinación de las mujeres a los hombres. El constitucionalismo clásico no ignoró, sino que vino a establecer constitucionalmente ese orden, y funcionó como una herramienta clave de su perpetuación. Esta es la narrativa “desestabilizadora” del feminismo, que saca al constitucionalismo disciplinador de su zona de confort. Intentaré ser algo más concreta al respecto, en el corto espacio que queda.

Evolución o remediación

Como adelanté, la narración “disciplinadora” es además esperanzadora. Observa distintos momentos históricos en que el constitucionalismo se vio impactado por los reclamos de igualdad de sexo, y muestra a cada uno de esos momentos como los “hitos” que reflejarían las convergencias entre el feminismo y constitucionalismo (Dolabjian, D. A., 2021). Así podemos creer que a pesar del triste pasado, las racionalidades del constitucionalismo fueron, son, y será el mejor canal para  dejar atrás y remediar las injusticias hacia las mujeres.  Pero en la narrativa desestabilizadora se observa que “poco a poco, ha empezado a cundir la duda de si el silencio que se cierne sobre la mujer no afectará, en su raíz, a la elaboración del pensamiento lógico-científico” (Moreno, A., 1986: 20), sobre el cuál se construyó esa esperanzadora racionalidad del constitucionalismo. Permítanme señalar, al menos un ejemplo antes de terminar, el que mostraría la forma de estas dudas. 

En países donde la influencia del constitucionalismo decimonónico mantiene cierta preeminencia, como Argentina y Estados Unidos, una de las teorías de interpretación dominantes, sino “la” dominante, sigue siendo la de la “interpretación originalista”. Así, frente a la indeterminación de una cláusula constitucional, el juez/jurista constitucional se pregunta: ¿qué quisieron decir los “padres fundadores”?, ¿cuál fue el sentido original de la cláusula?. Claro, esta pregunta es perfectamente justa para quienes ven en el “poder constituyente originario” la base de la legitimidad constitucional. Como encarnación del poder instaurador de la constitución, los padres fundadores expresan en su voluntad a ese poder de imposición.

De este modo, y sin que les tiemble el pulso al hacerlo, el constitucionalista de nuestros días busca desentrañar la intención de los redactores del texto, para adjudicar su sentido. En casos como el  de Argentina, el 80% de ese texto vigente es de redacción decimonónica. Es decir, fue redactado y sancionado exclusivamente por hombres blancos, en su mayoría curas y militares, quienes a su vez fueron elegidos por el voto o asamblea de otros hombres blancos, mayormente curas y militares. Este detalle sobre la composición de los padres fundadores, hace de la pregunta normativa sobre su “intención” una pregunta vesicante, no sola por conservadora, sino por ofensiva a nuestro sentido de justicia para las minorías que fueron activamente excluidas de la ciudadanía en la intención de establecimiento. 

Es difícil imaginar, como una interpretación originalista estricta del texto constitucional haría posible, por ejemplo, que las mujeres reclamen el amparo constitucional para su derecho a votar, estudiar o trabajar. Pero claro, por lo general el juez o jurista abre aquí un paréntesis en su teoría interpretativa originalista, pone un asterisco y aclara un cambio de sentido en la historia constitucional, o sencillamente no dice nada al respecto. Actúa, en fin, como si estuviera autorizado a la selección de ciertas intenciones del constituyente, y a menospreciar otras, traicionando su consistencia interna. 

Pareciera que esta persistencia de estas teorías interpretativas responde a la necesidad de preservar la teoría de legitimación constitucional basada en un poder constituyente originario por imposición. Un poder originario “macho alfa” que instaura la constitución sin reglas ni razón que lo limite (Carrió, G, 1973). Un poder que es “razón” en sí mismo, aunque para el feminismo, claro, no es otro cosa que la razón del “arquetipo viril” de lo humano (Moreno, A., 1986)

Por eso, resistir la interpretación originalista como han hecho algunas feministas dentro de la narrativa disciplinadora (Ver Ginsburg, R. B., 2019), a veces también podría suponer resistir este tipo de teoría de la legitimación constitucional y de su supremacía. Con ello se pone en duda lo que cargan los textos decimonónicos, pero sobre todo, la producción lógico-científicas del constitucionalismo, construidas por generaciones en base a interpretaciones originalistas de esos textos. En definitiva, desestabilizar el sentido común constitucional, parece estar en el ADN del Constitucionalismo Feminista.

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