Las altas cortes del sur global iniciaron el siglo XXI con algunas decisiones inusitadas. Decisiones que instauraron nuevos puntos de apoyo para los debates del derecho público y, en particular, para la reflexión en torno al alcance de la función jurisdiccional. Aquí se introduce a esos puntos de debate.

Quizás la vanguardia pueda atribuirse a la Corte Constitucional de Sudáfrica con su célebre sentencia en el caso Grootboom, del año 2000. El constitucionalismo global observó con atención a este tribunal supremo que reconocía el derecho a la vivienda de 900 personas sin casa, y cómo se interpelaba desde el discurso jurídico-constitucional a la política habitacional de un país entero (Ver Saenz, M.J.  2014). Pasaría sólo un año para que la Corte Suprema de la India redoblara la apuesta en el caso People´s Union for Civil Liberties vs. Unión of India & others. Los magistrados indios reconocían en el 2001 el derecho a la alimentación de miles de personas pobres en el Estado de Rajasthan. Otra vez, los derechos funcionaron como estándar para que las cortes requirieran y fiscalizaran formas y resultados de acción gubernamental, e incluso cuestionaran la decisión específica de mantener guardado el exceso de la producción de granos, mientras crecían la hambruna en la población.

Parte de la atención disciplinar sobre estos casos se detuvo en la amplitud de los efectos normativos de las sentencias. Se observó el hecho de que la jurisdicción se expanda sobre grupos poblacionales de dimensiones inusuales para el litigio tradicional, y así, sobre individuos que no participaron como partes formales ante los estrados judiciales. Una explicación jurídica de esta expansión se encuentra en la grafía jurisdiccional de este tipo de conflictos, es decir, en una litis que incluye la idea de derechos colectivos, y de causalidades y/o agravios múltiples. De esa forma se involucra en los efectos jurídicos de la regla de decisión a sujetos que estarán sólo “representados” en el debate procesal (Ver Puga, M., 2013). Otra parte de la atención disciplinar se va a enfocar en las formas y exigencias de esa representación para garantizar el principio del debido proceso. En general serán procesalistas los que discutirán la nueva morfología del trámite estructural, tomando como base de referencia el temprano trabajo de Abraham Chayes (1976), sobre el rol de los jueces en estos procesos (Ver Arehhart, Osna y Jobim, 2021). Algunos publicistas se detendrán en ciertos rasgos del trámite procesal estructural, tales como las audiencias públicas y la amplia participación de afectados y sociedad civil, considerándolos mecanismo sobresalientes de democracia deliberativa, dialógica o participativa (ver por ejemplo Gargarella, R., 2014, p.2.) Finalmente estarán aquellos que registren los efectos socio-políticos de estas decisiones, aquellos impactos que, aunque indirectamente vinculados a la regla de decisión judicial, son evidencia de la enorme dimensión alcanzada por el rol jurisdiccional (Ver, entre otros, Rodríguez Garavito, C., 2011, Puga, M. 2012). En cualquier caso, todos los análisis consolidaron la idea de que es necesario repensar los términos en que explicamos y justificamos la función jurisdiccional en el derecho contemporáneo. 

Las Cortes Latinoamericanas no tardaron en sumarse a esta tendencia de grandes intervenciones estructurales. Sobresalió la Corte Constitucional Colombiana con su sentencia T 025 del año 2004. Desde la novel categoría de “estado de cosas inconstitucional”, se reconoció el derecho a la asistencia estatal de millones de personas que habían sido desplazadas de sus hogares por el conflicto armado. Habitando precariamente el espacio público de las principales ciudades colombianas, los desplazados incitaron una jurisdicción estructural de magnitud exorbitante. Por décadas la Corte supervisaría periódicamente la implementación de la colosal política de asistencia a esta población. 

En el año 2008 sería la Corte Suprema Argentina la que requeriría al Estado nacional una titánica política pública de recomposición ambiental en el afamado caso Mendoza. La orden de los jueces argentinos sería la de sanear una de las cuencas hídricas más grandes del mundo, tal, la cuenca Matanza-Riachuelo. En nombre de cerca de 5 millones de personas que viven en los márgenes de una contaminación apocalíptica, los magistrados se dispusieron también a fiscalizar, por décadas, la política pública de saneamiento que los mismos magistrados habían exigido. 

No puede faltar en ésta selecta vitrina de decisiones estructurales la del Supremo Tribunal Federal de Brasil en el caso Raposa Serra do Sol del año 2009. Aquí la disputa fue sobre 1,7 millones de hectáreas localizadas en una de las áreas más ricas del mundo. Con su intervención en el conflicto, la Corte Brasileña no sólo validó la demarcación de tierras en favor de cerca de 20 mil indígenas, sino que consiguió cerrar jurídicamente una sangrienta controversia que llevaba más de 30 años. Y lo hizo a través de una detallada regimentación de las condiciones de uso, circulación, exploración, explotación, e incluso expulsión de personas de los espacios demarcados. 

La jerarquía y trascendencia de este tipo de intervenciones jurisdiccionales no dejó de sacudir el avispero de inquietudes disciplinares. Después de todo, ¿de dónde viene la legitimidad de las cortes para exigir y/o controlar decisiones sobre políticas públicas de esta escala?, ¿qué las autoriza a inmiscuirse de esta manera en las funciones de poderes políticos?… 

Jurisdicción estructural y legitimidad democrática en contexto 

Hay particularismos de la jurisdicción estructural latinoamericana que singularizan el marco de esas preguntas disciplinares. Por un lado, la expansión del terreno de lo justiciable en la región tiene una clara sincronía con la consolidación democrática, y con los procesos de Reforma Constitucional de fines del siglo XX, y comienzos del siglo XXI. Estos cambios político-institucionales expresaron abiertamente el fin de fortalecer y resituar a las cortes de justicia en el equilibrio de poderes, garantizando su independencia y jerarquizando su rol. En este marco, si se cuestionara la ampliación de los roles jurisdiccionales por la no-elección popular de las cortes, por ejemplo, el planteo sufriría de una especie de “paradojismo contextual”. En especial si situamos la expansión de la autoridad jurisdiccional bajo el influjo democratizador y reformista de la región. 

Otro elemento idiosincrático tiene que ver con la centralidad de los derechos sociales en la agenda de la expansión jurisdiccional. A diferencia de la ola de litigios simbolizada con el caso Brown (1954-55) en Estados Unidos, la que sólo se concentró en derechos civiles, las Cortes de la región abordaron también graves violaciones a derechos sociales básicos. Hicieron exigibles así pretensiones positivas frente al estado de alimentación, salud y vivienda. Quizás por eso, aún los más críticos del carácter contra-mayoritario de los jueces, encuentran dificultades para desautorizar este tipo de intervenciones estructurales. Un cuestionamiento a su legitimidad, arriesgaría situar la crítica democrática a la jurisdicción del lado de una concepción meramente mayoritarista de la democracia, vaciada de substancia igualitaria. 

Jurisdicción estructural y legitimidad republicana

En varios casos, las cortes latinoamericanas también emularon al litigio de derechos civiles norteamericano de los años 60´y 70. Así, las cárceles, los hogares de acogida de menores, las escuelas, y la policía quedaron también bajo el escrutinio jurisdiccional y el intento de reforma desde la interpelación de la violación estructural de derechos.  Al igual que sus antecedentes norteamericanos, algunos cuestionaron estas decisiones por la falta de información y de capacidad técnico-institucional del Poder Judicial para entender y resolver este tipo de problemas. ¿Qué puede hacer una corte sin experticia ni recursos técnicos ante la necesidad de una compleja reforma institucional? 

Los llamados “experimentalistas” dieron una respuesta interesante a esta pregunta (Ver Sabel & Simon, 2004). Ellos señalaron que instituciones históricamente fallidas como las señaladas, demuestran ser “inmunes a la corrección política”. Al involucrar intereses de minorías y grupos vulnerables usualmente estigmatizados, y al exigir reformas a largo plazo, es muy difícil que los órganos electivos se inclinen a desarrollar las capacidades administrativas para llevar adelante estas reformas. En efecto, si los resultados de las reformas de largo aliento no pueden alcanzarse sino hasta después de varios gobiernos, ninguna administración tendrá suficiente incentivo para iniciarla. En especial, si los beneficiarios de las reformas son grupos estigmatizados que no fortalecen su posición en la competencia electoral. De manera que negar la jurisdicción a las víctimas de instituciones fallidas, como las cárceles o los orfanatos, en nombre de la mayor legitimidad o idoneidad del sistema político, es una forma hipócrita de dejarlos en un punto ciego del sistema político. En definitiva, la inmunidad a la corrección política de instituciones históricamente fallidas parece vincularse al principio republicano de la periodicidad de las funciones electivas.

Por otro lado, la estabilidad de los jueces en sus cargos, y su exclusión de la competencia electoral, los convertiría en órganos en mejores condiciones institucionales para supervisar planes de largo aliento como los que se requieren. 

Entonces, hay ciertas violaciones sistémicas de derechos, y ciertos contextos, que mueven a repensar los alcances de la función jurisdiccional desde nuevos puntos de apoyo. En principio, desde una concepción de democracia más amplia que la meramente mayoritaria, y que además tenga en cuenta los incentivos contra-minoritarios creados por la competencia electoral, y por el principio de periodicidad de mandatos electivos. 

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