Repensar el derecho en la era planetaria es una empresa incipiente y de enormes retos, que incluye re-concepciones generales como el derecho del sistema de la tierra, y la reevaluación de conceptos jurídicos fundamentales: la responsabilidad ante nuevos entendimientos y formas de agencia; las obligaciones hacia futuras generaciones, y sus  importantes críticas; o bien, emergentes categorías como los derechos-más-que-humanos y los deberes de cuidado al planeta. Un tema vinculado a todos estos debates es la escalabilidad, es decir, el enorme desafío práctico, intelectual y estético de mediar entre las diferentes escalas que ha revelado el pensamiento planetario. Dicho problema tiene su expresión normativa en la búsqueda de  respuestas a las múltiples crisis simultáneas por las que atraviesa el planeta, y sus constantes reconfiguraciones espacio-temporales. En esta y en las siguientes columnas abordaré el tema de la escalabilidad y la normatividad desde diferentes perspectivas. En esta columna inicial, introduciré el tema y mis reflexiones iniciales a partir del huracán “Otis”, que azotó la costa de Guerrero, el 25 de octubre de 2023. La falta de atención que recibió esta catástrofe fuera de México fue indignante. Pero debe quedar claro que dicha indiferencia global es parte del mismo problema de la escalabilidad o, mejor dicho, de la falta de escalabilidad.   

La devastación sin precedentes que causó Otis en el puerto de Acapulco no solo representó un evento meteorológico de mayores alcances, sino que también puso de relieve las dificultades inherentes al intento de diseñar futuros alternativos ante la multiplicidad de crisis simultáneas que enfrenta el mundo. Dichas crisis son de diversa índole y se manifiestan a diferentes escalas, las cuales van desde lo local hasta lo planetario. Otis es emblemático al respecto por las siguientes razones. 

Se trató de un preocupante fenómeno planetario de aceleración precipitada de tormenta tropical a huracán categoría 5. Un incremento en la velocidad de vientos de 55km/h en un lapso de 24 horas se considera una “intensificación rápida”, que ya es inquietante en cuanto al potencial destructivo del resultante huracán. Según la Organización Meteorológica Mundial y el Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos, “Otis se intensificó explosivamente”, con un incremento de 176km/h en el lapso de tiempo mencionado. Si bien dicha aceleración había sido rebasada en una ocasión anterior por el huracán Patricia de 2015, también en el Pacífico mexicano, el “escenario de pesadilla” de Otis se concretó porque dicha aceleración ocurrió ya casi tocando tierra, entrando a Acapulco con vientos de 265km/h, y así superando el récord impuesto por Patricia con 215km/h. Si bien aún no hay datos concluyentes, todo apunta a que dichas aceleraciones tienen su causa en el calentamiento global y el incremento considerable de la temperatura del agua en el Pacífico (¡hasta 31.5ºC en Acapulco!), lo cual probablemente constituye una correlación entre fuerzas antropocéntricas y aceleraciones explosivas de vientos. 

La destrucción de Otis superó por mucho la de Patricia tanto por la desaceleración del último al tocar tierra, como por el medioambiente construido y destruido. La Sierra Madre no pudo ejercer su fuerza de contención natural en una ciudad de casi un millón de habitantes, que empieza a extenderse a unos cuantos metros de la playa, y cuyas infraestructuras confluyen y nutren todas la del turismo. Otis enseñó trágicamente los altísimos costos de una mala planeación urbana, motivada por la depredadora industria global del turismo masivo. Asimismo, nos alertó sobre posibles lógicas entrelazadas de negocios, corrupción y crimen en el sector inmobiliario, transnacionales y locales, que parecen desafiar ilusamente el aumento del nivel del mar. Este cortoplacismo es una muestra penosa de un problema de escalas temporales: pensar el presente en términos futuros (el aumento del nivel del mar como algo lejano), también denota que el presente se prolonga indefinidamente en situaciones de precariedad, incluyendo de índole institucional y legal. 

Los futuros alternativos que mencioné arriba no deben entenderse como una cuestión de futurología y planificación de escenarios à la Herman Kahn y RAND, aunque ciertamente dicho enfoque ha cobrado un nuevo auge justamente debido a la multiplicidad de crisis, incluyendo la climática, pero también de nuevas carreras armamentistas aumentadas por la inteligencia artificial, y la creciente incertidumbre que traen consigo. Aquí, me refiero más bien a un esfuerzo de imaginación colectiva que intente dar respuestas a los problemas entrelazados en tiempo y espacio como los que evidenció Otis. Por supuesto que lo único correcto desde el punto de vista de planeación sustentable y sostenida es reconstruir Acapulco mejor (más lejos de la playa, para empezar); y claramente es lo que se debe exigir a las autoridades federales y locales, aunque sea por preservar algo de promesa colectiva en cuanto a aspiraciones de Estado de derecho en México. Sin embargo, ¿cómo anteponer el imperativo global de reconstruir mejor de cara a la apremiante necesidad de un grueso de la población de Acapulco y de los pobrísimos municipios adyacentes, de reconstruir rápido y cómo sea, para poder volver a trabajar lo antes posible? 

Discursos sobre planear futuros urbanos alternativos para Acapulco, como lo dicta la agenda global de desarrollo sustentable, incurren el riesgo de quedarse en ingenuos y ajenos deseos, si no prestan la debida atención a las temporalidades enfrentadas por Otis. Para muchas personas, y con razón, el futuro es presente, por lo que diseñar futuros alternativos es un llamado de acción inmediata; para el grueso de la población mundial, no obstante, pensar el futuro en términos presentes es un lujo que no se pueden dar ante las apremiantes carencias de sus vidas cotidianas. En ambos casos hay una normatividad genuina en tanto a razones legítimas para actuar. Y es justo aquí donde Otis cobra relevancia para el derecho en la era planetaria: la normatividad del futuro presente, desde donde se piensa el cambio climático como el proceso en el que ya estamos dentro, no debe deslindarse de la normatividad del presente continuo, donde se piensa del cambio climático y de otros desafíos planetarios en términos futuros, porque se están viviendo otras carencias y riesgos inmediatos. De ignorar lo segundo, la normatividad del futuro presente no logra captar la “heterogeneidad del mundo”, por usar las palabras de Anna L. Tsing, y entonces tendríamos que abogar con ella por la no-escalabilidad, ya que esa forma de (no) ver el mundo desde el planeta también es una expresión de violencia epistémica. Como ya había alertado Hannah Arendt, comprimir lo mundano dentro de grandes escalas, trae consigo enormes riesgos para la humanidad. Al mismo tiempo, está claro que ambas temporalidades coexisten. No podría ser de otra manera, pues así de sencillo como que Acapulco está en el planeta; su tiempo profundo está muy presente en el puerto guerrerense, afectando a sus habitantes geológicamente humanos. Me parece que es aquí donde radica la mayor dificultad para las articulaciones normativas en la era planetaria. El problema normativo de la escalabilidad tiene que ver con superar la lejanía en la distancia; o en palabras de Amy Rust, “en lograr que la distancia preserve la variabilidad y asegure su dependencia, haciendo de la escala un lugar de responsabilidad mutua”.      

Quizá, una de las lecciones más importantes de Otis sea muy sencilla, y es que ninguna escala sustituye a las otras. El mejor gobierno local poco puede hacer ante riesgos planetarios sin la cooperación global, y el mejor sistema mundial de alerta temprana requiere de eficientes infraestructuras físicas, digitales y legales, locales y nacionales, para poder realmente contribuir a la adaptación al cambio climático; no todo se puede dejar a la resiliencia de la gente y sus teléfonos inteligentes. La conectividad necesaria entre ámbitos locales, nacionales y globales sigue dependiendo en muy buena medida de instituciones y normas internacionales y transnacionales, y con ello de la viabilidad de un orden global, pese y frente a todos los cambios de paradigma que vienen con lo planetario. Otis demostró que el cambio climático afecta seriamente y quizá en mayor medida al Sur Global, un argumento retomado por movimientos ambientalistas preponderantemente del Norte Global, como Fridays for Future y Letzte Generation. Curiosamente, Otis no hizo eco entre ellos. Y, en general, recibió muy escasa atención en el mundo, incluyendo el de las organizaciones internacionales y la diplomacia. Dicha indiferencia muy probablemente esté relacionada con los atentados terroristas atroces de Hamas en Israel, que habían ocurrido unos días antes del huracán, y la tragedia humanitaria en Gaza tras la respuesta de Israel. Las múltiples crisis simultáneas a diversas escalas parecen haber suspendido la capacidad de asombro, ya no se diga de respuesta, de los mundos global e internacional ante la catástrofe meteorológica-planetaria y humanitaria-local, llamada Otis.  

Algunos de los movimientos sociales y académicos que empujan por un pensamiento planetario, incluido en el derecho, fundamentan el cambio de paradigma en una solidaridad planetaria emergente, una unión humana y entre-especies ante la catástrofe planetaria, o sea ante el riesgo de rebasar todos los límites planetarios al grado de convertir al planeta en un riesgo para la vida. No sé si ello dé teóricamente para una especie de norma fundamental de un tipo de derecho planetario (claramente antropocéntrico, por cierto), pero desde un punto de vista práctico me parece que esa solidaridad debe surgir de la interacción entre diversas escalas. En ello radica la viabilidad de la escalabilidad como un reconocimiento recíproco no solo de la catástrofe planetaria, sino también y al mismo tiempo de las múltiples catástrofes en el planeta.

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