En memoria de Pablo Pérez Tremps,
que me enseñó lo que sabía sobre la academia.

Durante los últimos tiempos, en España, los constitucionalistas y los administrativistas hemos adquirido un protagonismo público inusitado, y una presencia en los medios de comunicación particularmente notable, primero a resultas de la crisis constitucional relacionada con el proceso soberanista catalán y en segundo término como consecuencia de la declaración del estado de alarma asociado a la pandemia de la COVID-19. Esa presencia, a veces enfrentada y a menudo polémica, me hizo pensar en el complejo tema de las escuelas académicas y las disciplinas jurídicas (la elocuencia del nombre es innegable), y en si la pertenencia a una u otra (escuela o disciplina) podía tener algún relieve en las posiciones sustentadas en relación con los temas apuntados, o con otros como, por ejemplo, la necesidad o no de una reforma constitucional. En estos párrafos centraré mi reflexión en la cuestión de las escuelas de derecho constitucional en España.

En principio, hablar de escuelas, nos lleva a pensar en grupos de trabajo que tienen una visión coherente, determinada y común sobre el objeto y el método de la disciplina que estudian. Pero eso sólo es “en principio”, puesto que solo una de las tres acepciones con las que podemos explicar la noción de escuela de pensamiento en el contexto del derecho constitucional español responde a esa idea inicial. Como primera noción, cuando hablamos de escuelas, nos referimos a los grupos de profesores y profesoras que se formaron con el mismo investigador principal, desarrollaron bajo su tutela sus respectivas tesis doctorales y colaboraron (o colaboran) entre sí en proyectos de investigación conjuntos, en la mayoría de los casos identificados también con una o varias líneas de investigación homogéneas. En segundo término, la idea de escuela se asocia a una noción más institucional para aludir a un grupo de investigadores e investigadoras reunidas en torno a un centro especializado en determinadas líneas de trabajo, reconocido institucionalmente y financiado de forma específica. En el primer supuesto quizá debiera hablarse de familias académicas, porque tienen más relieve los vínculos personales y la pertenencia a una genealogía común, que la existencia de una reflexión epistemológicamente coincidente. En el segundo el elemento congregante es la institución, pero ni el objeto ni el método. En el sentido más puro de la expresión (el tercero) deberíamos hablar de escuela para referirnos al grupo de estudiosos que comparten una visión epistemológica común y al tiempo diferente de otras sobre el Derecho Constitucional, esto es una aproximación específica al objeto y método de la disciplina. Si pensamos en clave de esta tercera definición, considero, en la línea de LUIS LÓPEZ GUERRA (2010: 95-96) o ANGEL GARRORENA (1997), que la mayoría de los constitucionalistas de la “primera generación”, los que lanzan la disciplina tras la aprobación de la Constitución de 1978, corresponden a una misma y única corriente hegemónica, dentro de la que se identifican la mayor parte de las familias académicas y en la que se incluyen la mayor parte de los institutos o centros de investigación.

Esta gran escuela surge al amparo de la propia identificación de la disciplina de Derecho Constitucional en España, que se concretó a través de la asunción de un objeto de estudio propio (el texto constitucional), y disociándose de los estudios genéricos y omnicomprensivos asociados al antiguo Derecho Político. El método, por su parte, ha venido eminentemente positivista y exegético, apegado al examen del bloque de constitucionalidad (entendido en sentido amplio) y de la jurisprudencia constitucional. Pero, además, entiendo que la búsqueda de las señas propias de la disciplina pasó por la identificación (incluso ideológica) de los investigadores con el texto de la Constitución de 1978 y por la individualización progresiva de los siguientes caracteres: i) la comprensión de la disciplina dentro de una pauta estrictamente jurídica, emulando el proceso de juridificación que ya viviera el derecho constitucional durante la II República (REVENGA, 2009: 5); ii) la consecuente adhesión a un método de trabajo jurídico (al positivismo clásico), al que se añadirá el método comparatístico y, entrado el siglo XXI, algunos elementos de interdisciplinariedad (LOPEZ GUERRA, 2010: 95); iii) la pérdida del carácter enciclopédico de la disciplina, unida a la desconexión entre el Derecho Constitucional y la Sociología y la Ciencia Política; iv) el respeto por el “consenso de 1978” que da surgimiento al texto constitucional y que, sin anular la crítica, supone un punto de partida del análisis que se sustenta en la falta de cuestionamiento del pacto en sí (MIGUEL AZPITARTE, 2008).

A esta hegemonía acompañan, desde un análisis muy personal del escenario académico español, tres escuelas no hegemónicas pero, a mi juicio, sumamente relevantes: i) La escuela feminista de Derecho Constitucional, que no se autodefine como tal, sino como red de trabajo (RFDC), y que se inserta en el feminismo jurídico. Desde esta perspectiva crítica examina el derecho constitucional, sujetándose a una serie de objetivos científicos que también asumen una dimensión política clara. Los elementos metodológicos definidores de esta escuela son: la huida del normativismo estricto y del formalismo; el revisionismo de la historia del Constitucionalismo, del propio Estado y del fundamento del poder; la reformulación de conceptos clásicos del Derecho Constitucional como poder, ciudadanía, igualdad o democracia, entre otros; y la asunción de un método de razonamiento propio del pensamiento feminista (ALDA FACIO, 1992 o KATHERINE BARLETT, 1989); ii) La escuela del constitucionalismo histórico, que se organiza en torno al Seminario de Historia Constitucional “Martínez Marina”, creado formalmente en el año 2008 y cuya característica distintiva esencial es la separación del método estrictamente jurídico y la adhesión a una perspectiva histórica de análisis del Derecho Constitucional; iii) y la escuela antiformalista/neoconstitucionalista, quizá la única que se autodefine como tal, tiene su origen y su inspiración teórica en el seguimiento de la teoría marxista y se adhiere al materialismo histórico como lente a través de la que se ha de observar el mundo de lo jurídico, obviamente, también el mundo de la norma constitucional. Esta escuela se caracteriza porque asume como indivisible el estudio de la Teoría del Estado y de la Teoría de la Constitución, al entender que la norma no puede separarse de la política, ni esta de aquella, erigiéndose el pensamiento crítico en máxima de actuación y de formulación del objeto de estudio, y poniéndose de manifiesto una clara desafección con la constitución surgida del Pacto de 1978, lo que permite abrir vías de trabajo para la formulación de un nuevo constitucionalismo, más abierto, más participativo y que pone en cuestión la división estricta entre derechos civiles y políticos y derechos sociales en que se basa el análisis del sistema de derechos fundamentales más clásico.

Buena parte de los integrantes de esta escuela de pensamiento asumen la necesidad de una ruptura constitucional que lleve a la formulación de un nuevo pacto, y son capaces de declinar esa idea en distintos contextos normativos e institucionales.

Hasta aquí una descripción que, por lo subjetiva, pudiera verse contestada, pero que se limita a ser expositiva. Es más difícil sacar consecuencias de este cuadro, ni su contemplación no ayuda a explicar los conflictos doctrinales referidos en el primer párrafo. No existe una posición doctrinal única sobre la crisis del sistema constitucional de 1978 en España, ni siquiera en la escuela mayoritaria. Las diferentes posiciones son más político-constitucionales que dogmáticas, aunque se justifique siempre (o casi) la defensa de determinados argumentos en la aplicación de conceptos más o menos consolidados. Pero lo cierto es que el apego a una interpretación literal de la Constitución, o basada en la voluntad del constituyente, o en el recurso a conceptos tradicionales en la disciplina, se asocia casi indefectiblemente a la defensa de determinadas posiciones político-constitucionales, mientras que la defensa de una interpretación evolutiva y abierta y la búsqueda de soluciones interdisciplinares a los problemas planteados suele vincularse a otras. Y lo que resulta difícil de descifrar es si la selección del método de análisis condiciona las conclusiones, que tienen marcada lectura política, o si es la presignificación política la que determina la elección del método de análisis.

En este escenario los teóricos nos movemos en precario equilibrio entre la adhesión al pacto constitucional, que parece que nos ha forjado como disciplina y como colectivo, y la renuncia a ese pacto previa búsqueda de otro que construya una sociedad mejor. Entre la glosa del texto y el activismo por el texto que no es y que nos gustaría que fuese. Estamos, quizá, en un momento de refundación. Pero no está claro que esa refundación llegue a darse, porque no está claro que la reforma constitucional sea inminente. Pero si la reforma no se da nos quedaremos en el limbo en el que ahora nos encontramos, estudiando un objeto cuya validez ya hemos puesto en duda, pero que no deja su paso a otro, y nos obliga a ser críticos con el fondo, pero adherir a la forma. Porque negarla, sería negar nuestra existencia misma. Un equilibrio entre la glosa que se agota y el activismo que no llega, porque parece separarnos del espíritu científico que se nos supone.


Cita recomendada:  Itziar Gómez Fernández, Las escuelas de derecho constitucional españolas en el marco de la crisis constitucional presente” IberICONnect, 30 de septiembre de 2021. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2021/09/las-escuelas-de-derecho-constitucional-espanolas-en-el-marco-de-la-crisis-constitucional-presente/

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