Desde la elección de Javier Milei como Presidente de la República, Argentina ha estado llevando a cabo un experimento político extremista, inesperado y peligroso. Permítanme, en los siguientes párrafos, intentar explicar y justificar esta afirmación. Si el experimento que vemos hoy en Argentina puede definirse como “extremista” es porque está liderado por un Presidente que se define a sí mismo como un anarcocapitalista (una ideología extravagante dentro del espectro de ideologías políticas), y que pretende actuar como tal. De hecho, el jefe del Ejecutivo ha mantenido que el Estado es “peor que la mafia” (porque la mafia, según él, al menos tiene “códigos de conducta”); ha descrito al Estado como un “violador” que debe ser “destruido”; ha sostenido que la democracia (“como ya lo demostró Arrow”) es un sistema que no funciona; ha repudiado el sistema de educación pública (histórico orgullo nacional) como un “mecanismo de lavado de cerebros”; etc. No es solo una cuestión de palabras: en el corto lapso de tres meses desde que asumió el cargo ha actuado en consecuencia, principalmente a través de un programa económico que, hasta ahora, implica principalmente imponer recortes drásticos en los “gastos” estatales en salud, educación, asistencia social y, sobre todo, el sistema de pensiones. Todo esto en un contexto de profundas desigualdades económicas e injusticia social.

El experimento de Milei también es “inesperado” en el contexto nacional y regional. Por un lado, la administración de Milei es inesperada a la luz de la historia política de Argentina, una historia que ha estado marcada, durante más de un siglo, por la presencia de partidos políticos fuertes (el partido Radical, centro/centro-izquierda, que existe desde principios del siglo XX; el partido Peronista, que existe desde 1945); y por un esquema institucional (hasta ahora) sólido (incluyendo un Poder Judicial bien establecido; un Congreso fuerte y funcional, y gobiernos provinciales populares y autónomos). Por otro lado, el experimento político de Argentina es inesperado a la luz del contexto regional. Sabemos que en Venezuela el sistema de partidos colapsó en los años 90 (con la crisis del Partido de Acción Democrática y el Partido Social Cristiano; y la llegada al poder del militar Hugo Chávez). También sabemos que en Perú el sistema de partidos se disolvió virtualmente (tras la crisis de partidos históricos como el APRA, creado por Raúl Haya de la Torre). Sabemos que Brasil ha sufrido durante mucho tiempo la tragedia de tener un Congreso super fragmentado, lo que dificulta la gobernabilidad. Frente a esos ejemplos, casos como los de Argentina, Chile o Uruguay parecían, al menos a primera vista, más capaces de resistir algunos de los “dramas” políticos más graves de nuestro tiempo. Pienso en el “drama” de tener Presidentes “populistas” (es decir, autoritarios, que pretenden gobernar sobre o contra las instituciones establecidas) y “democracias erosionadas” (es decir, sistemas de “pesos y contrapesos” que han sido “erosionados desde dentro”).

Además, el experimento que tiene lugar en Argentina puede describirse como “peligroso”, especialmente si prestamos atención a las experiencias similares que encontramos hoy en día: casos como los de Jair Bolsonaro en Brasil; Donald Trump en Estados Unidos; Recep Erdogan en Turquía; Viktor Orbán en Hungría. Dado que estas son experiencias bien conocidas, no me detendré en ellas para explicar los riesgos que conllevan. Permítanme decir simplemente que en Argentina, después de solo tres meses de la nueva administración, ya ha habido muchos eventos que causaron preocupación. En primer lugar, las primeras tres iniciativas legales promovidas por el gobierno parecían todas muy preocupantes, tanto en su contenido como en su forma. Incluían un Protocolo “Anti-Protesta” o “Anti-Piquete” (que sigue vigente, aunque impugnado judicialmente); un Decreto de Necesidad y Urgencia abiertamente inconstitucional, a través del cual el gobierno intentó promover reformas económicas sustanciales (que no pueden llevarse a cabo por decreto), derogar más de 40 leyes y cambiar parcialmente el Código Civil (este Decreto ha sido declarado inconstitucional por los tribunales en varios aspectos, pero sigue parcialmente en vigor); y un Proyecto de Ley extraordinariamente ambicioso (el Proyecto “Bases”), que, debido a los desacuerdos que generó, el gobierno decidió retirar de la discusión parlamentaria por el momento. Además, ha habido esfuerzos por parte del nuevo gobierno para reintegrar a las Fuerzas Armadas en asuntos de seguridad interna (algo prohibido por ley, a la luz de la historia nacional); declaraciones duras del Presidente contra todos sus opositores; o medidas “anti-feministas” muy provocativas (como el desmantelamiento del “Salón de la Mujer” en el Día de la Mujer) que parecen estar en línea con la “misión” (autoimpuesta) del gobierno de llevar a cabo “una guerra contra el comunismo”.  En resumen, este es un gobierno que muestra una mezcla de improvisación, irracionalidad, torpeza política y una cierta crueldad provocativa en la mayoría de sus acciones (quizás influenciado por la obsesión presidencial con Twitter/X y el mundo de las redes sociales), todo esto en un contexto de profundo descontento social e inestabilidad política.

Termino con unas breves reflexiones destinadas a comprender mejor un fenómeno que parece muy difícil de entender, pero que necesitamos comprender para evitar que se repita o se agrave. Una pregunta crucial a la que debemos responder esqué ha podido llevarnos a esta situación extrema, inesperada y peligrosa. Para pensar en una posible respuesta a esta pregunta, permítanme recurrir a la afirmación que sostiene el célebre filósofo político Charles Taylor en un libro reciente. Según Taylor, lo que está ocurriendo en muchas de nuestras democracias constitucionales es “parte de un fenómeno más amplio de desconexión entre las necesidades y aspiraciones de la gente corriente y nuestro sistema de democracia representativa”. Creo, en esta línea, que en buena parte de América Latina (por no decir en la mayoría de los países occidentales) y también, sin duda, en la Argentina, estamos atravesando una grave crisis institucional, que no es coyuntural sino epocal, y que tiene en su centro una crisis irremediable, irreversible, del sistema de representación política.

Tal como lo entiendo -y esta es la hipótesis que planteo en estas pocas líneas- en muchos países de la región, tenemos un sistema institucional (muy en línea con el de Estados Unidos), que nació para una sociedad que ya no está. Es un esquema institucional diseñado sobre la base de una “sociología política” que hoy ya no podemos asumir como propia. Un sistema diseñado para sociedades no solo relativamente pequeñas en términos del número de sus habitantes, sino también y sobre todo, divididas en unos pocos grupos internamente homogéneos. En el caso de Estados Unidos de 1787, era una sociedad dividida entre grandes y pequeños propietarios de tierras, comerciantes y artesanos, y similares. En palabras de James Madison, la americana era una sociedad dividida entre los “ricos” y los “pobres”; “los pocos” y “los muchos”; “los acreedores” y “los deudores” – es decir, nuevamente, unos pocos grupos con intereses homogéneos. Con esa sociología política en mente, podría haber sido razonable organizar un esquema constitucional como el entonces propuesto, dirigido a incluir o acomodar a toda la sociedad dentro del sistema institucional (esta era, de hecho, la aspiración del modelo de la “Constitución Mixta”: una Constitución adecuada debía ser capaz de representar/expresar todas las diferentes “secciones” de la sociedad). El hecho es que con el paso del tiempo, el “sueño de la representación total” llegó a su fin. Hoy todos reconocemos que vivimos en sociedades fundamentalmente multiculturales (marcadas por “el hecho del pluralismo”, según John Rawls), divididas en un número infinito de grupos radicalmente heterogéneos. En tal marco, es inconcebible pensar que – digamos – algunos trabajadores presentes en el Congreso serán capaces de representar a toda la “clase trabajadora”, o algunos aristócratas lograrán representar “a las clases altas” (como en el esquema inglés original de la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores).

Así, después de más de doscientos años, todavía mantenemos en vigor un esquema institucional perecido, radicalmente incapaz de cumplir con su función original. No es que una clase política corrupta (“la casta”, como la llama el presidente Milei) se haya apropiado de la política y, por lo tanto, lo que necesitamos hacer es reemplazarla por personas que no sean “casta”. El punto es que, incluso si funcionara perfectamente, el sistema institucional sería incapaz de asegurar la representación de toda la sociedad – como si hubiéramos adquirido un traje en nuestra infancia que ya no nos queda, ni nunca nos quedará bien, no importa cuánto estiremos sus mangas o añadamos botones. Es decir, el traje constitucional no fue diseñado para un “cuerpo” social como el actual.

En este contexto, la disonancia entre las necesidades y aspiraciones de la ciudadanía y el sistema institucional vigente es (y muy probablemente será) muy fuerte -algo que producirá “angustia democrática” e “ira social”. Dentro de este escenario institucional, la emergencia de líderes orientados a explotar esta persistente ira social no es extraña, sino más bien es algo esperable. Tenemos que esperar la aparición de nuevos líderes que levantarán un discurso agresivo y destructivo hacia las instituciones establecidas. El desafío, entonces, es pensar cómo reorganizar la vida democrática en un contexto social, político y económico que nunca volverá a ser el imaginado hace doscientos años.

 


*Traducción del texto publicado en Verfassungblog el 5 de abril de 2024

 

Cita recomendada: Roberto Gargarella, «Argentina: un experimento peligroso», IberICONnect, 24 de abril de 2024. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2024/04/argentina-un-experimento-peligroso/

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